Visto desde el espacio, el río Amazonas —el más largo y caudaloso del planeta— recuerda a un gigantesco árbol. Sus ramas pequeñas se unen a las ramas grandes que se ensanchan mientras descienden hacia un poderoso tronco central, río de ríos, que fluye casi siete mil kilómetros hacia el este desde los Andes hasta el océano Atlántico. Esas ramas son sus imponentes tributarios, 12 de ellos superiores a cualquier río de Europa, y las ramitas son miles de riachuelos como capilares que nutren todo el cuerpo: la mitad de los bosques tropicales que existen, hábitat del 15% de la biodiversidad terrestre, hogar de 420 naciones indígenas, ocupando más del 40% de toda Sudamérica.
Allí, en distintos puntos de ese laberinto verdísimo, se asentaron los primeros humanos hace 12 mil años. Desde aquellos tiempos, sociedades indígenas desarrollaron tecnologías para adaptarse al clima y al territorio, cazaron y cultivaron su alimento, construyeron sus hogares y crearon sus culturas. Siguieron siglos y siglos de invasiones, epidemias, exterminios, evangelización, «bonanzas» extractivistas, guerras y mestizaje: mucho del conocimiento ancestral fue borrado u olvidado, se fundaron repúblicas, se impusieron fronteras, se impulsaron migraciones, y las aldeas dieron paso a ciudades de todo tamaño, siempre cerca de los ríos, transformando la Amazonía —dice la geógrafa brasileña Bertha Becker— en «un bosque urbanizado».