Adictos a la guerra
No deja de resultar paradójico el hecho de pretender que se hace la guerra a las drogas, cuando históricamente las guerras se han perpetrado con ejércitos adictos a alguna sustancia.
Desde el principio, la masculinidad disfrazó el miedo y la ansiedad de entrar en combate mediante el consumo. Y no solo: también se utilizaron para dejar fuera de juego al enemigo. Los caldeos hacían humaredas de cáñamo para adormecer al adversario, con resultados inciertos. El ejército estadounidense fantaseó con bombardear a los rusos con LSD, durante la guerra fría.
En el siglo XX la morfina, el opio o la marihuana se utilizaron para mitigar los traumas en el delicado oficio de matarse colectivamente por alguna causa. Cocaína y anfetaminas se consumieron para evadir el cansancio y el sueño.
El valor no existe, al menos en la modalidad de estrago obligatorio, se necesita ayuda artificial: las drogas son el incentivo perfecto para entrar y salir del infierno.
Ningún paraíso
Las milicias de todos los tiempos se han servido de alguna sustancia para dominar el miedo y ser capaces de matar o morir. Lukasz Kamienski, en su libro Las drogas en la guerra se remonta a los héroes homéricos, consumidores de opio y vino, a los vikingos con hongos alucinógenos, al papel del ron en las conquistas inglesas, a las tropas de Napoleón fumadoras de hachís en Egipto, y más acá a los kamikazes japoneses con sus pastillas de asalto, es decir, metanfetamina.
Los nazis, pioneros en cuanto al suministro de anfetaminas en sus filas para la invasión de Polonia, probaron una nueva sustancia, la pervitina, que reducía el apetito y proporcionaba sensación de bienestar. Las investigaciones farmacológicas habían comenzado en 1938. En la avanzada sobre los Países Bajos y Francia, los soldados alemanes habrían recibido más de 35 millones de pastillas de pervitina y una versión modificada, el isophan. Pero el abuso en el consumo se tradujo en insubordinaciones y debió ser restringido. Las tropas, excedidas de violencia, dejaron de recibir la droga. Las pastillas se destinaron a los soldados de élite.
En cuanto los británicos descubrieron que los soldados nazis portaban pastis se pusieron en campaña para hacer lo propio y, con la excusa de la fatiga, comenzaron a suministrar a sus pilotos bencedrina. USA siguió el ejemplo de Gran Bretaña. Sus pilotos, bien puestos, bombardearon Alemania y Japón. Las tropas terrestres le daban a la benni, como era familiarmente conocida la bencedrina. Los rusos, al vodka, por una cuestión económica. Y para no innovar. En lugar de pastillas, miles de soldados. Sin embargo, en su enfrentamiento con el ejército finlandés, el alcohol resultó insuficiente. Aliado desde 1941 a los nazis, el gobierno finlandés le habría proporcionado a sus soldados 850.000 tabletas de pervitina.
La guerra es la droga
Así dice Kamienski: “El homo furens es un homo narcoticus”. La guerra del Vietnam es “la primera verdadera guerra farmacológica”. En 1973, cuando USA retira sus tropas, el 70% de los soldados tomaba algo: heroína, morfina, marihuana, opio, etc. El ejército estableció la Operación Flujo Dorado, análisis de orina obligatorio, para comprobar la limpieza de sus soldados antes de volver a casa.
Virilidad en la Guerra Civil
Jorge Marco, profesor de Política e Historia españolas de la Universidad de Bath, señala que “ni el Ejército Republicano ni el rebelde administraron morfina, cocaína o anfetaminas de forma sistemática a los soldados para reforzar su desempeño en el combate”. Los motivos, además de la falta de laboratorios y de recursos, eran polémicas: “Ambos Ejércitos asumieron un discurso moral en torno a las nuevas masculinidades que desde comienzos del siglo XX se venía difundiendo en contra del consumo de drogas, las cuales se atribuían a bohemios, aristócratas decadentes, afeminados, homosexuales y prostitutas”.
Matar no representaba ningún problema, era prueba de hombría. Pero bien limpitos, por favor.
Otra permitida
Mientras escribo estas líneas leo en todos los portales de noticias cómo se ha incrementado en el mundo el consumo de psicofármacos con motivo de la pandemia. El temor al contagio, a quedar aislado, a morir; la pérdida, la soledad y la incertidumbre, se traducen en insomnio, ansiedad y angustia. El miedo no necesita receta. La automedicación y el consumo de alcohol se han disparado. En la intimidad de tu cueva quién te va a prohibir que consumas. El consumo nos remite a este capitalismo enfermo que padecemos. Consumir para ser aptos de consumir productos y servicios, desde la claustrofobia tele habitada de tu hogar burgués.
Lo que no
Concluyo: mientras los proveedores sean los laboratorios o los ejércitos, los estupefacientes no representan un problema para nadie. El asunto se complica con la fabricación y distribución privada. Cuando son otros quienes se benefician. El negocio mueve millones, lo sabemos. Pero cómo combatir aquello que se promueve ¿Con las mismas armas?
Hacer la guerra a las drogas es una frase sin sentido. Matar para que otros no maten es una idea patafísica que no produce risa, sino terror. Una tautología que no lleva a ninguna parte, salvo a dejar en evidencia su condición.