Ilustración - Florencia Merlo
Eduardo Ruiz Sosa
México -
julio 11, 2021

Aprender a hablar

Ha sido, ahora lo pienso así, una discordancia entre velocidades. O entre los tiempos, esa necesaria panorámica que promete ofrecernos una perspectiva, o la sanación de los dolores, o el olvido de las heridas, y que nos amenaza, incluso, con la intriga del perdón. Cuando pienso en las posibilidades de escritura en torno al narcotráfico hoy en día, y sobre todo en torno a la violencia del narcotráfico y la corrupción tal y como se viven en Culiacán, en Sinaloa y, a la larga, en casi todo México, me vienen a la mente representaciones maniqueas, limitadas caricaturas de bandidos ennoblecidos por la venganza asimilada como justicia, escenarios de cartónpiedra que no dan cuenta de la hondura de una realidad que va mucho más allá de la idiosincrasia, las notas periodísticas escandalosas de diarios impresos y digitales que lucran como si fueran bancos de sangre, y la celebración superficial de una identidad cimentada en la adopción de la violencia y de sus expresiones culturales.  Pocos han sabido escribir y representar el desastre mexicano. Pienso en Javier Valdéz, asesinado. En Miroslava Breach, asesinada.

 

      Los muertos cabalgan deprisa, escribió Gottfried Bürger. Pero, ¿cómo nos enfrentamos a esa velocidad?

 

Durante mi infancia, a finales de los años ochenta y principios de los noventa, el tráfico de drogas no era una novedad ni un misterio: rondaba el siglo de edad y había cobrado numerosas formas de expresión y gestión interna, variadas formas de relación con el poder político y económico y múltiples influencias en la cultura. Aquellos fueron los años en los que la violencia y su inmediatez comenzaron a cabalgar en las calles de las ciudades, a la luz del día, sin pudores ni riendas. Una de las respuestas del gobierno, la más mediática que recuerdo, fue una campaña en contra de las armas de juguete.

Anuncios gigantescos, publicidad en la radio y la televisión, carteles, calcomanías, camisetas y enormes desplegados en las páginas de los periódicos, mostraban la imagen de dos niños que se apuntan mutuamente con sendos revólveres, cruzados sus cuerpos, siluetas negras de carne blanca, por una franja roja que prohibía los juguetes bélicos.

Les llamaban centros de acopio: eran carpas en las plazas, en los centros comerciales, en el edificio del ayuntamiento y del gobierno del Estado, largas mesas que servían de frontera para el intercambio (como si fuera una metáfora del tráfico de armas y drogas en las fronteras del país): de un lado, las familias llevaban a sus hijos para que entregaran las armas: como revolucionarios vencidos, como deponiendo una rebeldía con sentido y oficio, como huestes de una milicia futura; del otro lado, los que recibían las armas y las colocaban en enormes contenedores que parecían diseñados para la exposición (como un adelanto de la estrategia del Estado en años posteriores, con las escandalosas capturas de «grandes capos» del narco, exponiéndolos en todos los medios masivos, trofeos de una cacería que poco a poco se tornaba un espectáculo público): armazones de metal recubiertos por grandes bolsas de plástico, transparentes, para ostentar el arsenal decomisado, las armas falsas que los niños entregaban a cambio de juguetes de otra naturaleza: pelotas, cuerdas para saltar, cochecitos, muñecas.

        Contrario a lo que aquella campaña fantaseaba, mi generación y las siguientes se convirtieron en los primeros ejércitos masivos del narco.

Hubo otras campañas que se consagraban a la idea (muy popular en Estados Unidos durante aquellos años de la presidencia de Reagan) de que la responsabilidad del problema recaía únicamente en los consumidores (el capitalismo es así, funda su poderío en la existencia de consumidores y los convierte en responsables de los excesos que después los destruyen): en esas campañas había dos elementos recurrentes: primero era imprescindible «decir no», a las armas, a las drogas, al sexo, a los adultos sospechosos que probablemente se acercaban a los niños con intenciones nocivas; y después, el otro elemento recurrente de aquellas «campañas de prevención»: casi en todas ellas los responsables de «decir no» eran niños y niñas, adolescentes como mucho. A día de hoy puede verse el eco de esas campañas en la forma en que públicamente son tratados casi todos los casos de agresiones de cualquier tipo contra las mujeres: responsabilizar a la víctima del daño padecido, o de la posibilidad de ponerse en peligro, al menos.

Lo otro, ese ogro sin rostro, esa abstracción que ofrecía drogas, que secuestraba, que abusaba sexualmente, era definido como un ente intangible, algo imposible de combatir desde cualquier otra instancia que no fuera la responsabilidad infantil, tan sencilla, de decir no.

No es un descubrimiento suponer un paso más allá en el proceso evolutivo de la esclavitud que la última instancia del matrimonio político-económico del neoliberalismo es la de un consumidor culpable de sí mismo. No responsable, sino culpable. (Culpable por no saber negarse al incesante estímulo y amenaza de ser parte de una sociedad que define a sus individuos por lo que pueden o no pueden consumir). Esas campañas de prevención son la esencia de un sistema político y cultural que impone el consumo, cualquier forma de consumo, y que condena y abandona a aquellos a los que el propio consumo absorbe y destruye.

Las medidas de muchos estados con respecto a la llamada «lucha contra las drogas» han sido de esta naturaleza. Una vez que ese enjambre de consumidores alienados se encuentra en el callejón sin salida de la pobreza, la enfermedad y la exclusión, la medida cambia y se convierten en objeto de persecución, encarcelamiento y aniquilación.

        La «lucha contra las drogas» condujo, pocos años después, a la «lucha contra el crimen organizado».

En México, este proceso ha tomado unos veinte o veinticinco años. Puede parecer un periodo largo, pero la voracidad de los cambios ha sido, en realidad, notablemente veloz. ¿Cuál ha sido nuestra reacción? Un asombro lento, creciente, un miedo que fue modificando poco a poco la forma de relacionarse, de salir a la calle, de construir espacios para vivir (es la época del comienzo del apogeo de las urbanizaciones cerradas y vigiladas), es decir, nuestra reacción fue la adaptación.

Y la adaptación, estrictamente, es un sálvese quien pueda.

Poco después de las campañas en las que se nos enseñaba a «decir no», llegó la estrategia, o la promesa, que cifraba la resolución del «problema de las adicciones y la violencia» en la educación y la cultura. Pero educación y cultura entendidas dentro del mismo marco referencial del mercado: producción y consumo. El efecto lento, a pesar de las campañas mediáticas, nunca podría equipararse a la ráfaga instantánea en la que los poderes bélicos del narcotráfico pueden revolver el precario orden cotidiano: el 17 de octubre de 2019, luego de una operación militar fallida, la ciudad de Culiacán fue sitiada por un poderoso ejército que paralizó, en un abrir y cerrar de ojos, la vida de poco más de un millón de habitantes.

El combate contra las drogas es una abstracción. O una especie de lucha contra el otro-yo del sistema político y social, no solo el de México, sino el de cualquier país. Quiero decir que la otra cara, ese otro-yo del sistema económico-político-social-cultural, es el eco del consumo. La reverberación del consumo. La llamada guerra contra las drogas, o guerra contra el narcotráfico, o contra el crimen organizado, no es otra cosa que una guerra contra los pobres. Contra lo que la sociedad de consumo considera como un residuo.

Nunca ha sido una guerra contra la pobreza, sino contra los individuos que, viviendo en la pobreza, en la visión de un futuro cancelado de antemano, conforman el grueso de los llamados cárteles de la droga: el ejército, la carne de cañón, los punteros, los halcones, los sicarios, los que en esas representaciones cursis, maniqueas y superficiales del narco en los libros y en la pantalla, son apenas un puñado de extras, intérpretes de relleno que mueren en el primer tiroteo. El narco sería una suerte de guerrilla o de ejército paramilitar del neoliberalismo.

La legalización del consumo no es sino la legitimación de un mercado que es desde hace mucho parte fundamental de la economía sumergida del país. Resultaría necesaria, sí, pero es una entre una larga serie de instancias complementarias que es casi imposible enlistar, y que irían desde el sueño del final de la corrupción y la impunidad hasta la desaparición de cualquier desigualdad social.

Ni la legalización es la única respuesta posible ni la educación es el pilar que tanto se ha presumido.

Desde los iniciales trasiegos del opio cosechado en la sierra y que era enviado a los Estados Unidos con destino al cuerpo mutilado de los que regresaban de las guerras, hasta el contemporáneo paso de las drogas de diseño, el gran misterio del consumo reside en los países receptores de las mercancías. La legalización es indispensable en ambos lados de la frontera, tanto ahí donde se produce como ahí donde se consume. No obstante, el proceso no es tan sencillo. No sería descabellado pensar en los dilemas sociales y jurídicos que la legalización traería, semejantes a los procesos de negociación de paz en contextos de guerra civil, como los de El Salvador o Colombia, por citar un par solamente. Si esto es una contienda bélica parecida, ¿los miembros de las organizaciones de tráfico serían, después de la legalización de la venta y el consumo, antiguos criminales de guerra?

La retórica, entonces, también es parte del problema. Las guerras, al menos en el imaginario, en el relato superficial, tranquilizador y casi cinematográfico, en la historia cómoda que define y enaltece a una comunidad, tienen un detonante inicial preciso (el asesinato del archiduque como el único chispazo de arranque de la Primera Guerra Mundial) y un final concreto que cierra el periodo y ofrenda la paz (la llegada de los Aliados, el suicidio de Hitler, etc.), y es por ello que cuando se usa esa retórica en el contexto del narcotráfico, el reduccionismo hace pensar que todo comenzó con una causa única y, por tanto, ha de tener una sola solución. Un engaño. Una retórica equívoca en todos los sentidos.

¿Es imprescindible cambiar la retórica para aproximarse a la situación de una manera más desengañada? Así lo creo. Es una de las grandes lecciones del feminismo contemporáneo, que se ha dado a la tarea de renombrar y combatir la retórica que hace a la víctima responsable de su propia muerte. La misma retórica moral que hace del consumidor consumido, culpable de su exclusión y aniquilación. Hemos llamado «lucha contra las drogas» y «lucha contra el narcotráfico» a los procesos sociales recientes en México y en muchos otros países, creyendo que se trata de procesos acotados que llegarán a su fin en algún momento.

Pero, como escribió Roberto Juarroz, «No tenemos un lenguaje para los finales», ni para el final en sí ni para lo que vendría después del final de un determinado proceso. Por eso, el poeta argentino dice que «Quizá un lenguaje para los finales/ exija la total abolición de los otros/ lenguajes,/ la imperturbable síntesis/ de las tierras arrasadas».

La mediatización de las «guerras» contra las drogas y contra el narcotráfico ha convertido todas sus manifestaciones en espectáculo. En lenguaje de espectáculo. Un lenguaje que adormece y que simplifica o directamente tergiversa las complejas relaciones en las que, por ejemplo, habríamos de considerar como víctimas también a esos jóvenes, tantísimos, que conforman, por diversas razones, el entramado bélico del narcotráfico.

Es habitual, todavía, cuando sucede un asesinato, cuando una persona es desaparecida, que entre los que escuchan la noticia se haga presente la revictimizadora pregunta: «¿En qué andaría metido?». Así se culpa a los muertos de su propia tragedia. Y los vivos siguen adelante, hasta cierto punto, ajenos, creyendo que el peligro no habrá de alcanzarlos porque ellos no se han metido en nada, no le deben nada a nadie, son ciudadanos ejemplares y respetables, y esas cosas no le suceden a la gente buena.

La velocidad de la retórica nos ha arrastrado. Los acontecimientos cabalgan y solamente el afán reduccionista ha podido cerrar un poco las distancias, a costa de simplificar, confundir y endosar las responsabilidades a quienes han sido arrollados, alienados, aniquilados. Las respuestas cimentadas en la educación y la cultura, aunque loables, no pueden alcanzar las magnitudes de los sucesos, y su capacidad de reacción, muchas veces, casi siempre, ha sido insuficiente.

Pero, recordando a Juarroz, hay una importancia en prestar atención a los nombres.

En una entrevista entre Sandra Luz Hernández y Javier Valdéz (hoy un diálogo imposible, ambos asesinados en 2014 y 2017 respectivamente), cuando el proyecto de buscar fosas clandestinas en la sierra y en los desiertos ya comenzaba a cobrar forma, el periodista escuchaba cómo Sandra Luz le explicaba la forma en que acudían a ciertos predios en las afueras de algunos pueblos para desenterrar cuerpos, con la esperanza de encontrar a los hijos, hermanos, padres, desaparecidos. Cuando escuchó el relato, Javier insistió: ¿Cómo hacen para encontrar las fosas?, Las buscamos, las rastreamos, fue la respuesta de Sandra Luz. Entonces, dijo Javier, son unas rastreadoras.

El nombre, vigente hasta hoy, se ha convertido para mí en el principio de una forma de resistencia no solo contra el olvido, sino contra esa retórica enquistada: cuando una de las mujeres que busca, por ejemplo, a su hijo, y después de meses o años lo encuentra, es decir, encuentra los restos, los fragmentos, las últimas costras de la vida amada, no renuncia al grupo, sino que se mantiene en la búsqueda de los otros desaparecidos con el ahínco y la desesperación tales como si se tratara del propio.

Devolverle el lugar en el mundo a los desaparecidos, devolverles el nombre a esos cuerpos, no dejar que se borren en el manotazo de la violencia, es una labor imprescindible de los diversos grupos de rastreadoras.

Lo que veo aquí es el comienzo de una comunidad que intenta conservar el nombre de los ausentes, de lo ausente. Renegar de la retórica simple, de las representaciones superficiales, y construir un lenguaje que no reduzca a bandos en una guerra a los millares de asesinados, desaparecidos, desplazados y afectados por la violencia.

A veces, contradictoriamente, pienso que sí, que en México se vive una guerra civil. O algo parecido a una guerra de guerrillas. Es fácil sucumbir a los embates de la retórica colectiva. Pero entonces recuerdo aquella campaña en contra de las armas de juguete, esa idiota ilusión de prevenir a la infancia de un futuro violento cambiando pistolas de agua por pelotas de futbol. Hago la lista de los amigos y conocidos que, con el paso de los años, entraron en el negocio del tráfico, o del lavado de dinero, o a los ejércitos públicos o privados. No es una guerra, aunque nos hemos acostumbrado a llamarla así. Es el consumo.

Es el reflejo del consumo, de un vínculo social basado en la estrategia de producir y consumir y en la aceleración constante, enloquecida, que en el frenético arrasar de los tiempos nos ha hecho entregar, ya no las armas de juguete, sino las palabras, el lenguaje para nombrar los dolores, las ausencias y la violencia, el lenguaje para hacer un lazo comunitario de encuentro y cooperación, el lenguaje con que, lentamente, aprehendemos aquello que nos afecta.

Siempre llega tarde el lenguaje, porque la impresión nos deja mudos. Pero veo en el esfuerzo de las rastreadoras, como en otros tantos colectivos, el intento por recuperar las palabras que necesitamos. Ahí encuentro el sentido, el rumbo de un primer movimiento para renombrar y reencontrar. Porque no somos una sociedad en medio de una guerra. No somos las tierras arrasadas. Somos el lugar donde se hizo el silencio. Un silencio nuestro y de los otros. ¿Quién hay que pueda hablar así, ante el horror?

Ahora estamos aprendiendo a hablar.