Ilustración - Florencia Merlo
María Fernanda Ampuero
Ecuador -
julio 28, 2021

Bajo nuestra acacia

 

 

La cabeza por un lado y el cuerpo por otro. Así apareció. Era temprano, unas dos horas antes de que ella se levante y arranque el ritual diario: la perra que no quiere bajar al patio y los gritos de ella de baja Dolly que te va a dar oclusión intestinal. Horas antes de que timbre el señor que vende uvas, kiwis y frutillas que quién sabe de dónde saca y entonces la perra sí baja como loca a ladrarle a la puerta. Ella dormía cuando tiraron a la calle el cadáver en dos partes, como dos bolsas de basura. Quién sabe con qué estaba soñando. ¿Contigo? Puede ser. Ella muchas veces me cuenta que sueña contigo, pero que no son sueños feos ni de miedo, sino que son normales, aburridos, cotidianos. Le preguntas algo y ella responde. No hay mucho qué decir sobre los sueños salvo eso, que ella sueña que estás vivo.

 

El muerto lo dejaron como a las cinco botado. Dicen que una camioneta bajó la velocidad y tiró primero la cabeza y luego el cuerpo. ¿O fue al revés? La policía llegó como a las siete. Dos horas estuvo el decapitado solo, en nuestra calle, el cuerpo acá y la cabeza allá. Quién sabe si atraído por el olor a sangre se le acercó ese perro blanco que anda por el barrio. Belego le dice ella. El enamorado de Dolly le dice ella. El árbol de la esquina, esa acacia que ya tiene la edad de los que fuimos los niños en esas calles, y que a veces florece en un anaranjado precioso, lo cobijó, le dio sombra, hasta que llegó la policía, los forenses y la calle, tu calle, se convirtió en un ir y venir de patrullas y camionetas de la tele. Ella ni se asomó a la ventana. Dicen, siempre dicen, que al sapo le va peor que al asesinado. O igual. Ni ver ni oír ni hablar. Ella ya tenía miedo de salir de la casa, esto nada más fue la confirmación de que todos los miedos eran, son, reales.

 

El parque en el que jugábamos ahora es refugio de un montón de ángeles caídos, niños perdidos en la H, hacheros. Ella los llama hacheritos, ese diminutivo, ¿no? Hay un poco de cariño en ese diminutivo. Ellos no saben ya nada del mundo o sus criaturas. Recorren las calles del barrio como hacen los perros sin collar, buscando, buscando. De vez en cuando encuentran un colchón mugroso y lo van arrastrando hasta encontrar un lugar, cualquier lugar, donde echarse a soñar el sueño de la droga. Ese lugar puede ser la puerta de casa, la casa de la mejor amiga de ella, debajo de un columpio o de las acacias del parque que sueltan hojitas y flores sobre sus caras sin vida. Donde sea. Ella siente piedad por esos niños, pero también les teme. La droga les abre las pupilas hasta convertirlos en algo que no es de este mundo, su suciedad es inenarrable, su delgadez te parte el alma. Van descalzos, el pelo una maraña apelmazada y sucia, con un trozo de tela cubriéndoles el sexo, sin camisa. Como salvajes, como seres primitivos. Ellos se han tomado el parque. Y el barrio. El día y la noche.

 

A veces sangran, se pelean. A veces lloran, se arrepienten. Siempre hacen mucho ruido. A ella le dicen madrecita. Le piden dinero, pero ella les da comida, un pan, lo que tenga. Gracias madrecita, le dicen, a pesar de que el hambre que tienen no la aplaca un pan. No son violentos, explica ella. Repite eso, que no son violentos, pero sé que teme cruzar un día el parque y que la tumben al suelo para quitarle las monedas que siempre lleva en la carterita, por si acaso. Cada día se encierra más, encarando la pérdida del parque, de la calle, en fin, del barrio. ¿De quién son hijos los hacheritos?, se pregunta. Y se contesta ella misma: de alguien, son hijos de alguien. Su compasión por ellos rompe el alma. Poco se puede hacer. Los centros de rehabilitación públicos son una entelequia, los privados que funcionan más o menos bien son caros, increíblemente caros, y los otros, los clandestinos, son el infierno. Cada poco sale la noticia de que se ha incendiado uno de esos centros con todos los chicos dentro, que la puerta estaba con llave, que se quemaron vivos. Los hacheritos no tienen una sola oportunidad de salir adelante.

 

A los perritos callejeros a veces los adoptan, a veces alguien se enamora de esos ojos hambrientos y dice ven, te voy a dar un buen baño y te voy a llamar Negrito. Ellos, los niños de la H, no tienen ninguna oportunidad. Morirán ahí, en alguna esquina de la ciudad, en un colchón mugroso que arrastraron desde el basurero. Nadie los llorará. O tal vez sí, otros hacheritos llorarán al caído hasta que consigan la siguiente dosis y se olviden de la muerte y la vida, del nombre de la ciudad, Guayaquil, que no les dio nunca una sola oportunidad.

La cabeza por un lado y el cuerpo por otro. Así apareció. Todo el mundo, hasta los más inocentes, saben que ese tipo de muerte, esa cosa espantosa, tiene que ver con el narcotráfico. Es una muerte impúdica, de plaza pública. Es una muerte ejemplarizante, un mensaje: si intentas joderme serás el próximo cuerpo separado de la cabeza que aparecerá en las calles. El barrio de los hacheritos ahora es también el barrio donde los narcos van a tirar al decapitado mensajero: cuidadito. El barrio de los hacheritos, de los muertos que amenazan, es también el barrio donde crecimos, donde un día fuimos a ver los terrenos y tú dijiste: aquí, exactamente aquí, será nuestra casa y sonreíste como un sol. De la ventana de esa casa desde la que ahora se podía ver el cuerpo de un hombre al que le cortaron la cabeza yo veía tu carro cuando volvías de trabajar. De la puerta de esa casa, a pocos metros de un sacrificio humano, salíamos todas las mañanas con los ojos todavía somnolientos para ir a la escuela. Chao mami, decíamos. Chao papi.

 

En la calle donde una camioneta al ralentí tiró el bulto de un cuerpo y luego el bulto de una cabeza, salíamos a prender chispeadores en fin de año. Nuestra calle. Nuestra casa. Nuestro barrio. Sé que tú la sacarías de ahí. Dirías no se puede más. Te pondrías firme. Ella no quiere salir. A pesar del ajusticiado por el narcotráfico, de los niños de la H vagando como zombies, golpeando latas, gritando cosas inentendibles, de los colchones putrefactos que aparecen en el camino de su casa a la de la amiga, ella no se quiere mover de su casa y yo no sé, papito querido, qué diablos puedo hacer.