Textos
Laura Vásquez Roa
Colombia -
agosto 18, 2021

Cannabis al sur y al norte de la frontera: un mercado en Estados Unidos y una guerra en Colombia

Es casi la medianoche del 3 de noviembre de 2020 y 102 congresistas de los partidos más conservadores celebran un triunfo: hundieron el proyecto de legalización de la marihuana con fines recreativos en Colombia. La victoria fue contundente, del otro lado solo se consiguieron 52 votos. Las redes sociales de varios de estos hombres de la política anuncian las “buenas noticias” y su propósito de seguir adelante “en la defensa de nuestros niños”.

Casi en paralelo, en Estados Unidos los ciudadanos de cuatro estados votaron a favor de la flexibilización para cultivar y consumir cannabis. Un mes más tarde, el 5 de diciembre, la Cámara de Representantes de ese país aprobó una legislación que buscaba descriminalizar la marihuana a nivel federal. Aunque el proyecto se estancó en el Senado, el apoyo fue significativo. Entre tanto, el mercado de productos con CBD y el THC como ingrediente principal, florecen.

Eso ocurre en el norte del continente, mientras la DEA (Drug Enforcement Administration u oficina para el control de drogas de Estados Unidos) mantiene operaciones en América Latina, persiguiendo y capturando a quien cultive o trafique marihuana, entre otras drogas.

Las tareas prohibicionistas sobre Latinoamérica y la permisividad en Estados Unidos frente al uso de la marihuana, no parece tener sentido. Una gran contradicción se presenta con cinismo. Al fin y al cabo, es el mismo país operando de forma opuesta a lado y lado de la frontera. ¿Cómo se explica esta incoherencia? El doble rasero de la política de drogas actual de la potencia más grande del mundo se muestra paradójico y a primera vista incomprensible, pero tal vez no lo es tanto.

 

War on drugs 

 

La guerra contra las drogas o war on drugs fue inaugurada en 1971 por el presidente Richard Nixon. Desde entonces ha dejado una estela de sangre durante décadas en los países productores. Colombia lo sabe de primera mano. Los muertos se han puesto de este lado por mucho tiempo, mientras la demanda de sustancias se mantuvo encubierta tanto allá como acá.

Ahora que grandes compañías estadounidenses mercadean un nuevo estilo de vida basado en el uso recreativo de la yerba, más consumidores han “salido del clóset”. De repente lo perjudicial de esta planta no es tan perjudicial como se creía y más bien se exaltan sus numerosos beneficios. Lo vemos en series, películas, revistas. Es cool consumir cannabis abiertamente.

¿Si en el norte se puede consumir marihuana de tantas nuevas formas, por qué América Latina sigue viviendo una política de prohibición, criminalización y estigmatización?

Estados Unidos no solo es en este momento el productor de Cannabis número uno del mundo, sino que el negocio del cannabis legal en este país es considerado uno de los de mayor potencial de crecimiento. Según el informe The U.S. Cannabis Report: 2020-2021 Industry Outlook, realizado por New Frontier, una plataforma especializada en estadísticas sobre la industria canábica en el mundo, explica que en 2019 los consumidores estadounidenses gastaron casi 80 mil millones de dólares en productos de cannabis legales e ilegales. Uno de los puntos más interesantes en el estudio es el cambio en los mercados y nuevos consumidores. Alimentos y bebidas, salud y belleza, son nuevas áreas de expansión de esta sustancia.

Las conclusiones más inmediatas luego de ver estas cifras servirían para reafirmar la hipótesis del doble rasero de Estados Unidos frente a la marihuana, al menos. Allá es un negocio millonario en expansión, aquí, en Latinoamérica y en países como Colombia es en buena medida un negocio ilícito al que se le pone cara a punta de prejuicios, sangre y fuego. Pero el asunto, como es de esperar, no es tan simple.

 

El lado gringo del asunto

 

Empecemos por decir que Estados Unidos no es un país homogéneo. Los 320 millones de habitantes de la potencia más grande del mundo viven en condiciones económicas muy dispares. Por ejemplo, entre los países del G7 (el grupo de países industrializados más poderosos del mundo), Estados Unidos es el segundo más desigual, después de China. Y entre los países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), ocupa el cuarto lugar.

La desigualdad social y económica de Estados Unidos se puede explicar de muchas formas, pero hay una muy particular que es fundamental al analizar su política de drogas y el reciente boom de la marihuana legal: la discriminación racial. Las poblaciones afro y latinas han sido históricamente las más empobrecidas en ese país.

Una mirada a lo racial no solo es importante para revisar la política gringa contra las drogas, sino que es clave para entender su política exterior, pero vamos por partes. Para Steven Hawkins, director ejecutivo del Marijuana Policy Project, la guerra contra las drogas en Estados Unidos es una guerra contra las vidas racializadas. Esta planta, dice él, ha estado en el centro de esta guerra desde que, en 1970, durante la presidencia de Nixon, se clasificó el cannabis como droga del listado I bajo la Ley de Sustancias Controladas. Desde entonces, las poblaciones afroestadounidenses y latinas han sido acosadas por la policía, en muchos casos por cantidades insignificantes y con consecuencias fatales.

Para entender “el lado gringo del asunto”, dice Kyle Johnson, cofundador e investigador de la fundación Conflict Responses, hay distintos factores: “El primero es que hay que tener en cuenta que, aunque las leyes federales gobiernan sobre el uso de las drogas, en los últimos diez años el gobierno nacional ha permitido que los estados tomen sus decisiones, sobre todo frente al uso de la marihuana”, dice.

“Lo que estamos viendo es a la gente saliendo del clóset con la marihuana, pero sobre todo la gente blanca. Lo que no ha pasado con la legalización de la marihuana es que no se han eliminado los antecedentes criminales de quienes han tenido alguna condena, por ejemplo, por posesión de marihuana”, explica Kyle. Clase social y raza se conjugan para afectar de manera desproporcionada a afros y latinos así el uso de la marihuana sea cada vez más legal. Legal sí, pero para la gente blanca.

Por otro lado, lo que ocurre con la política externa de Estados Unidos contra las drogas no es de conocimiento público. Aunque sí es políticamente rentable para muchos decir que luchan contra las drogas en su discurso internacional, internamente es cada vez menos popular. Para Johnson, la forma en que opera la guerra la amapola, cocaína y marihuana externamente no se conoce muy bien entre los ciudadanos de su país y poco se dice sobre la fumigación de cultivos con glifosato. A esto se le suma la creencia en Washington de que el Plan Colombia fue un éxito, pese al informe de diciembre de 2020 de la Western Hemisphere Drug Policy Commission que demuestra lo contrario, pues Colombia sigue siendo el mayor productor de cocaína del mundo. La cantidad de coca cultivada alcanzó un récord de 212.000 hectáreas en 2019.

Aunque el informe se concentra en el cultivo de coca, contempla el cannabis y la heroína como otras de las sustancias que se producen en cantidades significativas en Colombia, y que se actúa frente a ellas de forma similar.

Pero estos avances, nuevamente resaltan la disparidad racial. “Lo que ha pasado con los afroamericanos y también en cierta medida con los latinos, es que lo peor de la guerra contra las drogas recayó sobre sus hombros, con condenas en donde el enfoque estaba en el castigo y no en la rehabilitación”, explica Johnson. Esta es una población con un acceso a la justicia menor, basado en la discriminación racial, así que ahora, con la legalización de la marihuana esta población no hace parte del cambio. “Ese pasado judicial y carcelario no se ha limpiado. Al legalizar la marihuana no se reparan por sí solos los errores de esa guerra interna contra las drogas. Los beneficios de esa legalización los aprovecha mucho más la
gente blanca que la gente negra o latina. No sé si sea una doble victimización o qué sea, pero es ridículo”, afirma.

El viejo debate sobre la necesidad de cambiar la perspectiva en la política de drogas vuelve a ser vigente. Con la llegada de Joe Biden a la presidencia pareciera abrirse esa posibilidad por ejemplo con su primera estrategia anual para combatir los problemas asociados a las drogas dentro de Estados Unidos. El documento enfatiza en tratar el asunto como un tema de salud pública, pues “la gente no debería ser encarcelada por consumir drogas, sino recibir tratamiento médico”.  La implementación de esa estrategia está por verse, sobre todo por el aparente enfoque de derechos humanos, pero por ahora su discurso sobre reducir el tráfico de sustancias no dista mucho de los argumentos con los que se avaló el
Plan Colombia en su momento.

Desde el sur

 

Del lado sur de la frontera, la marihuana, así como la cocaína y la heroína, se producen en gran medida a costa de la violencia de esa guerra liderada por Estados Unidos y aún vigente en América Latina.

Isabel Pereira, investigadora en Dejusticia, considera clave que a pesar de que la guerra contra las drogas fue impuesta por EEUU, en el caso colombiano esa postura encontró resonancia en unos agentes locales defensores de la prohibición. “Las élites políticas adoptaron con mucha voluntad las políticas represivas contra el campesinado y esto tiene relación con cómo se han comportado las élites con el campesino y el mundo rural en general”, explica.

Los conflictos alrededor del cannabis son marginales respecto a la magnitud de los de la coca, algo que parcialmente serviría de explicación para que la regulación del cannabis en el norte parezca tan desconectada de lo que pasa en el sur. “La industria de la marihuana ya no necesita a los países productores. Ahí hay una fractura que impide que estas situaciones dialoguen y por eso no resuene el proceso de los modelos de regulación en Estados Unidos con la situación del conflicto en Colombia”, dice.

Mientras tanto, en Colombia coexisten múltiples problemáticas por su carácter de país productor y consumidor. Por un lado, está la alta incidencia del conflicto armado asociado al narcotráfico. Esto genera entornos sumamente peligrosos para la población más vulnerable y persecución sin enfoque de salud pública para los consumidores. Las voces expertas hacen continuamente el llamado para hacer un tránsito hacia una política de drogas que reemplace el modelo prohibicionista actual, por uno que garantice los derechos humanos.

Levinson Niño, representante en Colombia de la Red Latinoamericana de Personas que Usan Drogas -LANPUD-, tiene muy claro que la política de drogas produce niveles de afectación distintos para cada persona. El género, la etnia y la edad son factores que cambian esa experiencia, pero independientemente de eso, afirma que consumidores y no consumidores hemos sido afectados tanto en las experiencias cotidianas, como en los aspectos más estructurales. “Tener apariencia de fumador y ser parado por la policía es lo más básico y urbano, pero esto va hasta problemas como el despojo de tierras, la falta de protección a las personas que cultivan por necesidad porque no tienen otro tipo de sustento. Incluso que no haya presupuesto para la educación porque todo esté destinado a
esa guerra. Todas son consecuencias de esas políticas”, dice.

Así como la política de drogas tiene afectaciones diferenciales por cuestión de raza, género y clase social en Estados Unidos, en Colombia la situación tiene puntos en común, aunque por supuesto correspondan a un contexto muy particular.

Según la investigadora Catalina Gil Pinzón, a partir de cifras del INPEC (Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario), un total de 24.917 personas están sindicadas y condenadas por delitos asociados al tráfico, porte o fabricación de estupefacientes a abril de 2020. Esto representa un 20,6 por ciento del total de la población carcelaria y se convierte en el cuarto delito más sancionado.

Desafortunadamente, los datos del INPEC no son tan detallados como para analizar a esta población en términos de raza o clase social. Sin embargo, en el documento preparado por la organización Dejusticia en 2017, Delitos de drogas y sobredosis carcelaria en Colombia, se muestran varios puntos de interés que apuntan a que el enfoque de la política de drogas actual criminaliza a las personas más empobrecidas, algo similar a lo que ocurre en Estados Unidos.

En el caso de los departamentos más pobres del país, donde es evidente nuestra geografía racializada, hay una mayor proporción de capturas por conductas como el mantenimiento o la financiación de plantaciones de cultivos ilícitos. Y en una muestra de personas condenadas por el delito de tráfico, porte o fabricación de estupefacientes entre 2010 y 2014, el Ministerio de Justicia y del Derecho pudo determinar que el 19,4% estaban desempleadas y la gran mayoría se dedicaba a oficios informales de baja remuneración.

Una de las conclusiones del documento cuestiona el encarcelamiento masivo de poblaciones vulnerables “que tienen una participación marginal y son fácilmente reemplazables dentro de la economía ilícita, y que no se benefician sustancialmente de las ganancias que allí se generan”, pero que además no ha contribuido a desmontar las organizaciones delictivas ni a reducir la oferta y demanda de drogas ilícitas.

Daniel Gómez Mazo, abogado e investigador del acceso a derechos para poblaciones afro en la discusión pública sobre este tema, indica que no puede reducirse solo a cuál es el mecanismo más efectivo para erradicar cultivos de uso ilícito en el país, sino cuál es el menos lesivo para los derechos de las comunidades negras, indígenas y campesinas. El racismo histórico no puede desligarse del enfoque guerrerista que adopta el gobierno de turno para combatir el narcotráfico en zonas de alta presencia indígena o afrocolombiana.

La guerra contra las drogas parte de una narrativa punitiva, represiva y estigmatizadora. La negación institucional de Colombia como país productor de drogas, pero también consumidor nos aleja de abordajes más aterrizados donde el prohibicionismo no soluciona nada.

Un negocio millonario, ¿para quién?

 

En los últimos años la despenalización del cannabis medicinal ha abierto la puerta a otras lógicas de consumo que exceden el mercado local. Los actores más interesados en resaltar el potencial del negocio de cannabis legal hacen estimados millonarios donde Colombia es presentada como un destino ideal para la inversión extranjera, y a su vez se subrayan los beneficios para la economía nacional. Hasta el 31 de diciembre de 2019, el Ministerio de Justicia y del Derecho otorgó 656 licencias de funcionamiento a compañías nacionales y extranjeras en los distintos focos del negocio (uso de semillas para siempre-98, cultivo de plantas de cannabis psicoactivo-164, cultivo de plantas de cannabis no psicoactivo-394).

Las corporaciones más grandes en la actualidad en territorio colombiano son Pharmacielo, Khiron Life Sciences, Avicanna, Clever Leaves, Spectrum y Aphria (Colcanna S.A.S.). Según datos de Brightfield Group, se valoran ventas de las industrias legales de cannabis por 563 millones en América Latina para 2023. Para el caso de Colombia, la Asociación Colombiana de Industrias del Cannabis (Asocolcanna), reportó que este negocio recibió alrededor de 4,5 millones de dólares en exportaciones totales durante el 2020.

Sin embargo, organizaciones como Dejusticia han advertido que el interés corporativo sobre esta industria puede ser problemático. En el documento Principios para una regulación responsable del uso adulto del cannabis en Colombia, de 2018, manifiestan que el interés de inversionistas por instalarse en Colombia, dadas las condiciones geográficas, climáticas e históricas para el cultivo de marihuana, debe tener en cuenta una regulación “que sitúe como protagonista a las poblaciones rurales, bien sean campesinas, indígenas o
afrodescendientes”.

Esta regulación se considera fundamental, pues de lo contrario lo lucrativo del negocio puede perfectamente quedar por fuera del alcance de las poblaciones más inmediatas y necesitadas de las zonas de cultivo. Por ejemplo, se reporta que a septiembre de 2018 al menos siete compañías canadienses habían instalado sus negocios en Colombia, con un bajo nivel de involucramiento de comunidades campesinas e indígenas.

Un futuro cannábico más equitativo

 

¿Cómo conciliar una tendencia de consumo cada vez más aceptada en esferas sociales con privilegios, con una guerra que sigue golpeando a los más vulnerables? La prohibición no desincentiva la producción o el consumo, pero sí promueve una respuesta institucional militar que en el caso colombiano ha afectado durante décadas a poblaciones empobrecidas y racializadas. Si se mira el consumo, la prohibición tampoco ha dejado un buen balance. El punitivismo y la estigmatización arrojan a los consumidores a prácticas inseguras basadas
en la desinformación.

Hablar de consumo responsable es, según diferentes investigaciones, una forma de encarar el uso de las drogas desde una mirada más aterrizada en un enfoque de salud pública y de protección de los derechos humanos. Como lo indica la Drug Policy Alliance (Alianza para las Políticas de Drogas), imaginan “una sociedad justa en la que el uso y regulación de las drogas se basen en la ciencia, la compasión, la salud y los derechos humanos”.

Para algunos de los críticos de la política prohibicionista, estos enfoques han generado más daños que las mismas drogas. Ahora que el valor medicinal de las plantas es tan atractivo para la industria farmacéutica, les queda un sinsabor. Saben que la posible regulación se mueve porque hay un interés en el mercado con organizaciones que tienen más poder que el movimiento social. “El lío con esto es que al regularizarse con apoyo del mercado las drogas se hacen funcionales al sistema. Bacano que se regularicen, pero no así si el argumento es económico y de beneficios para las empresas”, comenta Levinson Niño.

Como contra respuesta, las organizaciones de usuarios de cannabis promueven prácticas como el autocultivo. Si bien ven con beneplácito que se regule el consumo medicinal, advierten los problemas por la presencia de esas farmacéuticas, pues temen que se apoderen del negocio. Para Niño, “el movimiento social está prestando atención para que a las partes más débiles se les incluya en esta industria, para que las comunidades campesinas e indígenas sean parte, pero eso es difícil porque simplemente los incluyen como empleados, pero esta población necesita es acceso a la tierra”.

Poner en diálogo los cambios que se están presentando en Estados Unidos en la regulación del cannabis y lo que pasa en un país como Colombia es necesario, pero ha de hacerse considerando la amplia gama de matices que influyen en cada contexto. Un caso a considerar es el mexicano, donde la Suprema Corte eliminó la norma que prohíbe el uso recreativo de la marihuana desde junio de 2021, pero sigue en espera de una regulación que aclare muchas dudas sobre el verdadero alcance del consumo lúdico de la planta.

Por ahora, abogar por una reforma integral de drogas que supere la discusión sobre la despenalización del consumo de cannabis y que recoja el amplio espectro de la cadena desde el cultivo y la producción, parece más urgente que nunca.

Mientras tanto veremos cómo Estados Unidos avanza hacia modelos de regulación luego de ser el mayor promotor de la guerra contra las drogas en Latinoamérica, o como dice Isabel Pereira, “ahora simplemente se lava las manos y sigue su camino de regulación dejando atrás la devastación”. Todo esto mientras políticos oportunistas hunden proyectos de regulación en Colombia bajo la premisa del populismo punitivo que no soluciona nada, pero sirve para pescar votos.