Paulina Flores
Chile -
agosto 04, 2021

Consumidora

Creo que jamás he hablado del “problema de las drogas” seriamente. Claro, lo he hecho con amigos, pero durante fiestas; cuando las piernas inquietas no logran dar con tierra firme donde estarse tranquilas y con voces de aires filosóficos y tan categóricos como naif, en donde, probablemente, nos servíamos de algún tipo de sustancia. También en almuerzos de domingo, visitando a mi mamá en su departamento y junto a mi hermana y algún tío o tía. Y pese a saborear deliciosos platos de comida cocinados con tanto amor por mi madre, la conversación se encaminaba prontamente a una discusión, una pelea con argumentos o adolescentes o demasiado conservadores y que encubrían miedos del pasado y aprensiones familiares. Me resulta curioso, considerando que soy una persona que dice tener opiniones sobre casi todo, hasta de cosas de las que no tiene la menor idea, como el fútbol, y que en este caso particular realmente creo tenerlas. Pero es así, y lo primero que se me viene a la cabeza como motivo es que “el poncho me queda grande”. Yo pensaba que era una expresión chilena, pero al parecer se usa en varios países sudamericanos, la frase significa que uno no está a la altura o no puede con el cargo que representa.

El asunto con las drogas es como con el amor: no puedes luchar contra él. Lo siento, lo siento, de verdad que voy a esforzarme por hablar con seriedad. El asunto con las drogas es que, como es bien sabido, es un tema demasiado complejo: consumo, narcotráfico, carteles o guerra contra las drogas son conceptos que incluyen aristas sociales, económicas y personales. El modo tan enrevesado en que se relacionan, (creo), sobre todo en Latinoamérica (creo), ha dado como resultado el estado actual de la situación: un absoluto fracaso, o en definitiva, transformarse en un problema. Creo. Creo. Creo.

Por eso es que necesito aproximarme al tema desde mi propio conocimiento (básico) e intentar respaldarlo (para al menos arriesgarme un poco) desde mis propias experiencias.

La primera que recuerdo es la de un sabueso con cuerpo antropomorfo y vestido de detective. El dibujo animado fue creado en los ochenta por la agencia Saatchi & Saatchi y encargado por el Consejo Nacional para la Prevención del Delito que usaba la policía estadounidense en campañas para niños: McGruff. En Chile, don Graf. Las campañas de prevención arribaron a mi infancia en los dosmil porque 1) en Chile somos fanáticos de los gringos, 2) parece que todo llega una década más tarde. Pero aún cuando fuera una niña que amaba con todo mi corazón los monitos animados y la televisión, hasta para mi resultaba bastante obvio que las valiosas lecciones de Don Graf sonaban ridículas y que escondían subtextos discriminatorios. (En todo caso, avísenme si en algún momento del texto me pongo demasiado educativa con lo de Don Graf: qué le puedo hacer, era demasiado chica cuando me bombardearon con los comerciales).

Mi segundo recuerdo es el miedo que le provocan a mi mamá los hombres jóvenes que se juntaban en la esquina de mi casa. “Marihuaneros” les decía ella y yo tenía prohibido acercarme a ellos o más bien, a la droga misma, como me repetiría a lo largo de mi adolescencia. La marihuana, repetía mi mamá tal como advertía Don Graf, era la puerta de entrada a drogas duras y se cerraba por fuera. Una vez cruzabas ese umbral, solo te quedaba el infierno, pero se trataba de un infierno de clase, o eso me explicaba ella: el problema de las drogas era que seguirías siendo pobre, que no podrías estudiar ni salir adelante. Mi conocimiento al respecto de ambas hipótesis, y por mucho que me gustaría afirmar lo contrario, es que son ciertas. Pero en ese caso, se llega fácilmente a la conclusión de que no se trata de un problema con la droga en sí, sino social.

Tercer recuerdo: enterarme de que un familiar muy cercano (no diré su nombre o relación directa, pero sí que su película favorita era Scarface) había vendido cocaína y que estuvo un tiempo en la cárcel por eso, aunque no mucho dado que era policía. Sobre esto, no me gustaría hacer ninguna reflexión moral o personal, pero me atrevo a agregar que tuve una pareja que vendía M.

Lo que quiero decir, y aunque suene muy obvio, es que la droga es un negocio y que yo soy una consumidora. O más bien: un negocio no regulado con consumidores no regulados.

Hace unos días vi el documental Dancing with the Devil de Demi Lovato. Es increíblemente morboso, pero creo que me ayudó a entender un par de cosas: por ejemplo, que incluso en el caso de que seas una superestrella de la música estadounidense, tu dealer puede mentirte con respecto a las drogas que te vende, hacerte tener una sobredosis y además violarte (otra vez: hablamos de un negocio absolutamente no regulado). Yo ya sabía que la cocaína suelen patearla (para diluir químicamente el impacto) con laxante para bebés y que por eso dan ganas de ir al baño, pero no tenía idea que aún si no te inyectas la heroína que consumes puedes tener una sobredosis que implique tener hasta tres derrames cerebrales y quedar con lesión oculares permanentes.

Pese al shock que me provocó el documental en cuanto a las consecuencias de la adicción, debo aceptar que disfruté inmensamente con Euphoria de HBO. La disfruté tanto como disfruté de Trainspotting a los quince (Requiem for a dream me parecía demasiado culposa). Porque en algún punto las adicciones también despiertan esa fascinación para mí. Cuando escucho trap y mencionan todas esas drogas nuevas que usan para pasar un rato fascinante, o para no sentir nada, para tener una especie de descanso de la realidad, es decir, del trabajo. Y cuando pongo las canciones de Mac Miller para vivir su profecía autocumplida de partir para siempre: “There’s a whole lot more for me waiting on the other side / I’m always wondering, if it feel like summer”, de gastar tiempo en soñar, o “A lot of things I regret, but I just say I forget” y su variante más auténtica: “And all I do is say, Sorry / Half the time, I don’t even know what I’m sayin’; it about”. Hay una especie de romanticismo en todo eso, ¿no? ¿o es sólo porque tengo una personalidad tendiente a las obsesiones enfermizas? Otro recuerdo vinculado a esto: creo que el oficio de escritora comenzó a parecerme atractivo justo después de una disertación escolar sobre Edgar Allan Poe. Casi levité cuando mi compañera de curso contó que murió después de alucinar y delirar cuatro días tras una intoxicación de alcohol. No tenía su propia ropa y estaba tirado en una alcantarilla. La imagen quedó grabada para siempre en mi memoria.

Mac Miller murió por sobredosis en el 2018, y lo que pienso con una frialdad terrible es la suerte enorme que tenemos los chilenos (y por mucho que adoremos la industria hegemónica norteamericana) de que drogas como la heroína o la metanfetamina, por no hablar de 一fentanilo一 no se trafiquen común o fácilmente en el país. No hay tantas decisiones que tomar, o hay menos.

Quizás esa es la razón de mi adicción más dura de superar: el hecho de que me vendieran las drogas que necesitaba en la farmacia de la esquina más cercana: medicamentos, que les dicen.

Siempre he tenido problemas para dormir, terrores nocturnos, ansiedad, ataques de pánico, etc., etc. … pero en mi último año de universidad, a los 23, se intensificaron. Como tenía que ir a clases, arreglármelas para pagar el arriendo, asistir a protestas estudiantiles, escribir una tesis y un libro (que cuatro años después terminó convirtiéndose en “Qué vergüenza”), decidí solucionarlo de la forma más práctica posible y pedí una hora con un psiquiatra. “Somníferos para dormir y antidepresivos para despertar” es bastante posible que no fuera lo que me dijo el médico, pero juro que eso es lo que se me viene a mi memoria cuando pienso en la consulta de quince minutos.

Los primeros días del tratamiento me quedaba dormida junto a mi pareja de entonces, que antes de cerrar los ojos veía uno o dos capítulos de How I met your mother y recuerdo ver salir a los personajes de la pantalla y tener otras alucinaciones muy entretenidas. Después de dos años, otro psiquiatra se dio cuenta de que no tenía sentido que me recetaran antidepresivos cuando claramente no tenía depresión. Entonces fue que empecé a tomar ansiolíticos. No sé si fue mejor. Es decir, creo que cuando de verdad me hice adicta fue al probar Rise. A veces tomaba hasta tres pastillas de 10 mg y luego iba en bicicleta hasta el café literario del Parque Bustamante para escribir toda la tarde. Es decir, estaba drogada, pero no me daba cuenta, lo prometo por mi mamá: sólo sentía 一que me sentía一 mejor o no sentía 一que me sentía一 peor.

Dejar los ansiolíticos me costó una terapia focal y dos síndromes de abstinencia, en la última de ellas terminé en urgencias. Nunca más compré Rise, es decir, una, dos, tres o cuatro veces al año tengo que tomar la mitad de un clonazepam o algo así. Pero sólo eso.

El M también lo dejé definitivamente, pero bueno, nunca se sabe qué puede pasar en una noche. Hace un par de semanas, de hecho, alguien (un hombre, por supuesto) se chupó el dedo y me lo metió a la fuerza a la boca. Por suerte tenía los dientes más cerrados que abiertos y los dementores no vinieron por mí el día lunes (o estoy casi segura de que lloré por otras cosas).

Lo que quiero decir es, otra vez, que (creo, creo, creo) que en cuanto al “problema de las drogas” las adicciones no son mi problema específico. Me costó varios años, pero creo que a mis 32 ya me he hecho una idea de cómo funcionan y cómo usarlas. Un amigo me contó que durante su adolescencia tuvo mucha curiosidad sobre las drogas, pero que no hizo el camino normal, digamos, probarlas para conocer sus distintos efectos, sino que googleaba y así fue como llegó a un blog de una chica que escribía sobre lo que ella misma experimentaba. La leyó durante cuatro años y ahora prácticamente tiene un máster al respecto. En mi caso, seguí el “camino normal” de prueba y error. Me fue más o menos igual que en el caso de la educación sentimental y sexual, que por supuesto, jamás recibí en el colegio.

Supongo que la primera conclusión a la que quiero llegar no es nada nueva: hay que cambiar la narrativa en cuanto a las drogas y educar.

La segunda, me tardó pensar y escribir todo este texto para descubrirla. Creo que es el otro gran motivo por el cual nunca tuve una conversación seria con respecto al “problema de las drogas” y es que resulta más cómodo. Ser una consumidora de drogas no es tan diferente que ser una consumidora en el sistema neoliberal de digamos, zapatillas en Nike, tecnología en iPhone, o ropa en Bershka: es igual de simple porque la mayoría de las veces lo haces sin detenerte a pensar en todas las implicaciones o consecuencias asociadas y es igual de complejo porque precisamente lo haces sin pensar.

No quiero hacer parecer que creo que la responsabilidad recaiga sólo o principalmente en lo individual, en las decisiones o capacidad que una persona tenga para detenerse y meditar bien aquello sobre lo que está a punto de hacer, pero de que me aconsejo a mi misma intentarlo, pues lo intento.