Ilustración - Florencia Merlo
Florencia Alcaraz
Argentina -
julio 07, 2021

Morir mula

La muerte se instaló irreversible en el cuerpo joven de Miriam Natalie Alencar Da Silva cuando se abrieron dos de las 66 cápsulas plásticas que llevaba en su estómago y no había podido expulsar. El MDMA empezó a esparcirse como el veneno en el agua. Una fisura de una sola cápsula con éxtasis es una sobredosis potenciada por mil. Cada vez que un envoltorio estalla en el intestino, se abre una compuerta a través de la que la sustancia drena y pasa directo al torrente sanguíneo. El corazón entra en estampida y ya no hay vuelta atrás. Sin asistencia médica, las cápsulas que no logran pasar de las tripas y seguir su camino se vuelven bombas de tiempo.

Miriam tenía 19 años y había llegado a la Argentina desde Brasil, su país natal, con un total de 94 pastillas de MDMA de altísima pureza en la panza: medio kilo de píldoras del tamaño del pulgar de una mano cada una, envueltas en una cinta de color negra. El 28 de junio de 2017, en el Aeropuerto Ministro Pistarini de Ezeiza el scanner no detectó lo que había en su colon e hígado. No terminó presa, pero su destino fue fatal.

Cuando una “encomienda humana” no logra su objetivo se vuelve descartable. El hombre que había contactado a Miriam para esta tarea arrojó el cuerpo moribundo desde un auto en movimiento en el barrio porteño de Villa Devoto. Estaba descalza, llevaba un short de jean y una remera corta. La escena del despojo quedó registrada en las cámaras de seguridad. Cuando los vecinos la encontraron y pidieron ayuda ya era tarde: Miriam tenía éxtasis en la sangre y en las vísceras.

“La joven encontrada muerta en Villa Devoto era una mula de nacionalidad brasileña”, tituló el diario Clarín. Una mula es un animal de carga. Una mula es terca, ignorante, bruta: varios de los estereotipos de género que recaen sobre los cuerpos feminizados desde una mirada misógina. No es casualidad que “mula” sea la palabra que se usa para nombrar a quienes transportan distintos tipos de drogas y que la mayoría sean mujeres.

Mulas, tragonas, ingestadas, envases, vagineras, correos humanos, aguacateras o capsuleras: son las múltiples formas de llamar a las que ponen el cuerpo como estrategia de supervivencia. Detrás de las historias de mujeres que se someten a transformarse en envases por necesidad, coacción o engaño hay tramas de exclusión social, pobreza y, en algunos casos, violencias machistas que sufren en sus hogares o entornos.

En el universo del tráfico de drogas todas las desigualdades estructurales de la sociedad patriarcal se replican y hasta potencian: ellos manejan los hilos invisibles de las grandes redes de narcotráfico mientras que ellas ponen el cuerpo y caen presas o muertas. La división sexual del narcotráfico se convierte, así, en un marco de impunidad para los hombres y una forma más de precarización de las vidas feminizadas. La distribución por roles de género es una distribución de riesgos.

En las últimas dos décadas, la población de mujeres presas en América Latina y el Caribe aumentó a un ritmo acelerado, mucho mayor que el de los hombres. La principal causa son los delitos relacionados con drogas. El Informe Mundial sobre Drogas de 2018 de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNDOC) señala que, en algunos países de la región, estos delitos ocupan el primer o segundo lugar entre las causas para el encarcelamiento de las mujeres, pero sólo figuran entre el segundo y el cuarto lugar para los varones.

El encarcelamiento de mujeres por delitos relacionados con el tráfico de sustancias consideradas ilegales es un problema a nivel mundial. De acuerdo al mismo informe de la UNDOC, el 35% de la población carcelaria de mujeres en todo el mundo está en prisión por delitos relacionados con drogas, mientras que el 19% de los hombres encarcelados en el mundo lo están por esta razón.

La llamada “guerra contra las drogas” es una guerra contra las mujeres. Historias como la de Miriam son evidencia de la feminización del narcotráfico que se hilvana al fenómeno de la feminización de la pobreza. La mayoría de los reportes sobre el tema destacan que las mujeres rara vez ejercen violencia en su participación en estos delitos y suelen ocupar los niveles más bajos en la cadena del crimen organizado. No hay estadísticas suficientes para dar cuenta del fenómeno. Todavía es difícil obtener información sobre la verdadera participación de ellas en el mapa del tráfico de drogas en América Latina y el Caribe.

Si bien hay cifras sobre prisionización, poco se sabe de los casos de muertes de mujeres que ponen el cuerpo para transportar drogas. El caso de Miriam fue la excepción. Dos años después del hallazgo de su cuerpo, el Tribunal Oral en lo Penal Económico 2 condenó a Hendrik Binkienaboys Dasman a prisión perpetua por una lista de delitos que orbitaron alrededor del abandono de la joven brasileña: contrabando, tenencia de estupefacientes con fines de comercialización y homicidio agravado. Los jueces también castigaron con diez años de prisión a la pareja de Dasman, Danilcia Contreras de León, como responsable de homicidio agravado y tenencia de estupefacientes con fines de comercialización.

Una falla en la cadena del tráfico y un cadáver arrojado en pleno centro porteño fue el hilo para poder ascender en la cadena de responsabilidades sobre la cual muy pocas veces las investigaciones judiciales avanzan. ¿Cuántas otras mulas muertas o desaparecidas habrá en la región donde cada vez hay más mujeres presas por delitos relacionados con drogas?

Así como en el universo de los trabajos lícitos las mujeres tienen los peores trabajos, los más precarios y precarizados, en los ilícitos también. Solo que el famoso “techo de cristal” en estas actividades les cuesta la vida, como a Miriam que a los 19 años murió mula.