Tráfico, deforestación y encrucijadas
La intersección entre la prohibición de las drogas y el crimen ambiental en el corazón de la lucha por la justicia climática en América del Sur.
Por Rebeca Lerer / Fotografías de Andrés Cardona para Vist Projects.
«Por ocultar la verdad, veremos morir bosques y democracias» – Presidente Gustavo Petro, Colombia, en la Asamblea General de la ONU en 2022
Violencia armada, crímenes ambientales y violaciones de derechos humanos y territoriales son «un museo de grandes novedades» en la Amazonía, y en Brasil en su conjunto. Desde los tiempos coloniales, pasando por ciclos económicos depredadores, la ocupación de la región durante la dictadura militar y los intentos inconclusos de regularización y distribución de tierras previstos en la Constitución Federal de 1988, el uso irregular de la tierra ha causado devastación y récords sucesivos de conflictos rurales violentos. En 30 años, se destruyó una área de más de 800 mil km2 de bosque en la Amazonía brasileña.
USO DE LA TIERRA
Las disputas históricas sobre el territorio amazónico para garantizar el acceso a recursos naturales y las rutas de comercio transnacional de productos lícitos e ilícitos se han agravado en los últimos años, amenazando a comunidades cada vez más remotas y provocando crisis de seguridad pública en la mayoría de las ciudades del norte del país, incluso en aquellas distantes de las regiones fronterizas.
La situación crítica es un legado directo de las acciones del gobierno de Jair Bolsonaro (2018-2022). El desmantelamiento de la legislación de tenencia de tierras y de agencias civiles como Ibama, FUNAI e Incra, responsables de la supervisión socioambiental y la lucha contra la deforestación ilegal, amplió el vacío de gobernanza sobre la posesión y uso de la tierra en el país. La falta de demarcación y protección de los derechos territoriales de los pueblos indígenas, quilombolas y ribereños dejó a las comunidades aún más vulnerables a invasiones y asesinatos.
Con el estímulo a la grilagem (invasión, robo y posesión de tierras públicas para fines comerciales mediante uso o venta irregular) explícito en discursos y medidas ejecutivas y legislativas, las organizaciones criminales se expandieron y diversificaron su portafolio de actividades ilícitas interrelacionadas, impulsadas por la alta demanda de productos amazónicos valiosos como el oro y la cocaína, lo que llevó a un aumento del 53% en las tasas de deforestación en la región en cuatro años.
En medio del descontrol intencional en el uso de la tierra, el gobierno de Bolsonaro flexibilizó las leyes sobre la compra y posesión de armas de fuego y profundizó la militarización de las fuerzas policiales, provocando una explosión de la violencia armada. Entre 2018 y 2020, los índices de homicidios en ciudades rurales y medianas de la Amazonía aumentaron mientras que la media nacional disminuía, según el Foro Brasileño de Seguridad Pública, que también señaló que la región alberga 10 de las 30 ciudades más violentas del país. Según la 36ª edición del informe de la Comisión Pastoral de la Tierra (CPT), el gobierno anterior registró 5,725 conflictos por tierras, la cifra más alta desde 1985, afectando principalmente a pueblos indígenas, quilombolas y asentamientos rurales.
Desde mucho antes del desastre bolsonarista, las principales economías que contribuyen al desmonte y al delito ambiental en áreas nativas de la Amazonía Legal han sido ampliamente documentadas. En la última década, los invasores han falsificado el Registro Ambiental Rural (CAR) para legitimar posesiones irregulares. Más de 10 millones de hectáreas de nuevos registros en el CAR fueron identificadas dentro de áreas protegidas en la Amazonía Legal en 2020, un aumento del 56% en comparación con 2018; la deforestación asociada a estos registros en el CAR aumentó un 63% en el mismo período. Las Florestas Públicas Não Destinadas cubren un total de 56,5 millones de hectáreas en la región y fueron objeto de más de 100,000 registros ilegales en el CAR, correspondientes a 16 millones de hectáreas de estas áreas que concentraron más de la mitad de la deforestación observada en el bioma entre 2019 y 2021.
Aunque el volumen de la producción maderera en la Amazonía ha variado poco en la última década, las áreas productivas y de procesamiento de troncos se han trasladado del llamado arco del desmonte para abrir nuevas regiones de bosques. Los sistemas oficiales de control del origen de la madera siguen presentando deficiencias crónicas y se estima que menos del 10% de la actividad maderera en la Amazonía tiene una fuente legal comprobada.
Según el IBGE (Instituto Brasileño de Geografía y Estadística), las áreas cultivadas o destinadas a la agricultura en la Amazonía Legal aumentaron de 85,000 km2 en 2000 a aproximadamente 225,000 km2 en 2019. La soja es el grano más cultivado, con casi 125,000 km2 plantados en la región. La infraestructura de almacenamiento y transporte del grano, como silos, puertos, carreteras y vías fluviales, induce al desmonte y a la urbanización descontrolada. Además de los impactos directos de esta monocultura de exportación, la expansión de la soja sobre áreas de pastizales empuja la frontera del desmonte sobre la selva para limpiar nuevos terrenos destinados a la cría de ganado. En 2019, la Amazonía Legal contaba con casi 90 millones de cabezas de ganado ocupando una superficie de pastizales de más de 700,000 km2, equivalente al 40% del ganado nacional. Los datos disponibles indican que el 70% de las áreas deforestadas en la región están destinadas a la ganadería, en un ciclo depredador vinculado a la invasión de tierras.
En 2020, tres de cada cuatro hectáreas minadas en el país se encontraban en la Amazonía. A lo largo de dos décadas, el valor de las exportaciones de minerales de la Amazonía Legal saltó de USD 2.1 mil millones a más de USD 18 mil millones. La región concentra el 93% de la minería de oro en el país, con 132 minas ilegales mapeadas; entre 2010 y 2020, las minas aumentaron un 495% en tierras indígenas y un 301% en áreas protegidas.
Estudios indican que más del 60% de las operaciones de la Policía Federal en la región amazónica se dirigen a más de una actividad ilícita simultánea, revelando que la invasión y apropiación de tierras públicas por individuos privados son a menudo crímenes asociados. Este nexo de ilegalidades respalda la tesis de que la invasión y apropiación de tierras públicas por individuos privados es un crimen al servicio de otros crímenes en la Amazonía. También indica que, incluso cuando están integradas en mercados formales, las economías ilícitas de la región operan en un ecosistema de crímenes ambientales y no ambientales, que incluyen corrupción, fraude y extorsión.
Aunque las actividades ilegales representan una parte significativa de la economía de las localidades en las regiones productivas y a lo largo de las redes de tráfico, las comunidades de estos lugares siguen siendo más pobres y desiguales en comparación con otras áreas del país, y las preocupaciones sobre la seguridad obstaculizan el establecimiento de otras fuentes de empleo y ingresos. El estado de Pará, uno de los más deforestados y violentos de la Amazonía brasileña, además de ser un importante productor y ruta de exportación de commodities, tiene un PIB per cápita de solo R$ 19 mil, poco más de la mitad del promedio nacional (R$ 33 mil).
Menos comentada, la degradación de los sistemas forestales y la violencia contra comunidades tradicionales y rurales van mucho más allá de las fronteras amazónicas. Las sabanas biodiversas del Cerrado, el segundo bioma más grande de Brasil, ya han perdido la mitad de su cobertura vegetal nativa, con tasas de deforestación aumentando constantemente en los últimos años. A pesar de albergar fuentes de agua relacionadas con la seguridad hídrica del país, el Cerrado ya alberga el 50% de la producción brasileña de soja y es la principal frontera de expansión de este grano.
Los incendios criminales a gran escala que afectaron el Pantanal en 2020, generando imágenes de animales quemados que dieron la vuelta al mundo, pusieron de manifiesto la falta de control sobre el uso de la tierra y los efectos del cambio climático. La Mata Atlántica, el bioma más degradado del país con remanentes desde la costa noreste hasta el sureste, ha experimentado nuevos picos de deforestación a partir de 2018, y sus comunidades indígenas y caiçaras, incluso dentro de áreas protegidas, enfrentan crecientes amenazas de grupos armados y milicias. Además de ser reguladores climáticos e hidrológicos conectados al ecosistema amazónico, estos biomas son importantes rutas de tránsito utilizadas por mercados nacionales e internacionales de productos forestales, agropecuarios y minerales, así como productos ilícitos como drogas y armas, dejando un rastro de violencia y corrupción.
Además de profundizar la desigualdad social y no promover el desarrollo económico, la deforestación causada por el crimen ambiental y el mal uso de la tierra ha llevado a Brasil a perder una década en la lucha contra el cambio climático. Entre 2010 y 2021, las emisiones de gases que causan el calentamiento global aumentaron un 40%, según el Observatorio del Clima. En 2021, la deforestación fue responsable de casi la mitad de las emisiones nacionales.
¿NARCODEFORESTACIÓN?
En este contexto de crisis de gobernabilidad sobre el uso de la tierra, la narrativa del dominio del «crimen organizado» en la Amazonía y otras regiones ha cobrado fuerza en titulares diarios y discursos oficiales, señalando al tráfico de drogas y a facciones criminales del sureste del país como los principales responsables de la falta de control en las fronteras y el aumento de la degradación forestal asociada al crimen ambiental.
Adoptado incluso por organismos internacionales, el término «narcodeforestación» se ha utilizado para traducir la dinámica que implica la reinversión de las ganancias del comercio de drogas ilícitas en la industria de la deforestación, así como el intercambio de oro de la minería ilegal por drogas, el transporte de drogas como pago por armas y municiones para criminales ambientales, y el aumento del uso y abuso de drogas por parte de invasores y comunidades forestales.
Sin embargo, la narrativa que presenta este tipo de jerga es esencialmente defectuosa: culpa a las drogas pero no reconoce el tráfico y la violencia como síntomas agresivos de la elección política por la prohibición. Es la ideología prohibicionista la que empuja este mercado a la clandestinidad y organiza respuestas violentas del Estado, orientando la aplicación de la justicia criminal y estigmatizando la presencia de drogas en la sociedad. Un sistema racista marcado por la corrupción, la criminalización de la pobreza, la brutalidad policial y el encarcelamiento masivo que, después de décadas de esfuerzos de guerra, simplemente ha sido incapaz de reducir la circulación y el uso social de drogas como la marihuana y la cocaína.
A pesar del creciente consenso internacional sobre el fracaso de la prohibición, Brasil persiste con una de las políticas prohibicionistas más estrictas de las Américas. Basándose en convenciones desactualizadas de la ONU, durante décadas el país ha priorizado la represión al menudeo de drogas a través de la vigilancia policial y el sistema de justicia criminal, dejando en segundo plano las inversiones en prevención, la lucha contra el tráfico de armas y la resolución de crímenes contra la vida, como violaciones y homicidios.
Las autoridades y gobiernos ignoran sistemáticamente la desigualdad social, la falta de acceso a tierras y viviendas, y el racismo como fuentes de trauma y comportamiento delictivo. Los usuarios de drogas son encarcelados o internados a la fuerza, y comunidades enteras viven bajo fuego cruzado entre las fuerzas de seguridad y los agentes criminales en la mayoría de las ciudades brasileñas. Como resultado, una de cada tres personas encarceladas está privada de libertad por delitos relacionados con drogas; en 2019, 6,357 personas fueron asesinadas por la policía en servicio, casi el 70% de las víctimas eran personas negras.
Mientras el debate público sigue centrado en titulares parciales sobre «narcodeforestación» y juicios morales sobre personas que usan sustancias ilícitas, hipócritamente se ignora que la prohibición convierte a las drogas en moneda común para todo tipo de crímenes, permitiendo que emprendimientos ilegales y organizaciones criminales prosperen.
Aún más impactante es darse cuenta de que, a pesar de que la prohibición de las drogas está en el centro de la crisis de gobernabilidad brasileña en seguridad pública y control de fronteras, además de estar asociada con múltiples violaciones de derechos humanos en la Amazonía y en todo el país, la necesidad de reformar las políticas sobre drogas es ampliamente desatendida, incluso por defensores de derechos territoriales y activistas climáticos.
La noción de una «guerra contra el crimen organizado en la Amazonía» es una mala película sin final feliz, un guion que se repite cada vez que las favelas y las periferias son consideradas «territorios enemigos» debido a la presencia ostensible del menudeo de drogas y se convierten en el blanco preferido de operaciones policiales militarizadas que provocan miles de muertes y ejecuciones extrajudiciales y no resuelven absolutamente NINGÚN problema.
Así funciona el prohibicionismo, utilizando el pánico moral en torno a la «droga» como un chivo expiatorio genérico que encaja en cualquier lugar o situación, al tiempo que exime a los gobernantes de la garantía de derechos esenciales. Tanto en el Complejo del Alemão, en Río de Janeiro, como en la Tierra Indígena Yanomami, en Roraima, el racismo estructural y ambiental, así como la falta de acceso a tierra, vivienda, salud y educación, ya eran problemas graves mucho antes del «dominio del tráfico de drogas». Es precisamente la ausencia de estos derechos esenciales y de oportunidades de empleo e ingresos lo que facilita el reclutamiento de trabajadores para actividades ilícitas y el dominio territorial por parte de grupos criminales, perpetuando un modelo económico depredador que abastece a mercados nacionales y globales.
En un ciclo vicioso, a medida que el mismo modelo de seguridad pública adoptado en las regiones metropolitanas del sur del país se reproduce en el norte para responder a la «creciente presencia del crimen organizado», los indicadores del fracaso de la guerra contra las drogas se repiten. El número de personas muertas por la policía creció un 71% en la Amazonía entre 2016 y 2021, en comparación con el 35% en el resto del país. El aumento en la población penitenciaria de la región fue más del doble del promedio nacional, alimentando a facciones que se multiplican en cárceles superpobladas.
Con la realización de la Conferencia de las Partes sobre el Clima de la ONU – COP 30 en Belém planeada para 2025, Brasil tiene la oportunidad de asumir el liderazgo en la lucha por una verdadera justicia climática. Para lograrlo, además de reconocer los impactos socioambientales y económicos de la prohibición y ampliar los esfuerzos por la reparación, la despenalización del uso de drogas y la regulación responsable de la marihuana, la sociedad brasileña debe organizarse para enfrentar de frente la realidad de la industria y el mercado de cocaína en el país.
COCAÍNA, UNA COMODIDAD AMAZÓNICA
Durante miles de años, los pueblos indígenas sudamericanos de la región de los Andes amazónicos han mascado y preparado té con las hojas de la Erythroxylon coca, una planta endémica rica en nutrientes y alcaloides, entre los cuales se encuentra la cocaína. El uso de la hoja de coca provoca un efecto estimulante leve y ayuda a gestionar el hambre, la sed, el dolor y el cansancio; para las comunidades andinas, es una planta medicinal y sagrada, utilizada como anestésico y en rituales ancestrales.
Cuando los invasores españoles dominaron la región en el siglo XVI, inicialmente llamaron al uso nativo de la coca «cosa del demonio»; al darse cuenta del poder de la planta, comenzaron a gravarla y comercializarla. El descubrimiento y aislamiento del alcaloide de la cocaína ocurrió solo en la segunda mitad del siglo XIX, y los productos derivados se vendían en polvo, cigarrillos, pastillas y jarabes. A partir de la prohibición en 1917, la cocaína continuó estando disponible ilegalmente como un polvo refinado que se puede inhalar o inyectar, o en forma de «piedras» (crack) para fumar.
El suministro global de cocaína se concentra totalmente en Colombia, Bolivia y Perú, los productores de hoja de coca. Al ser fabricada a partir de una especie endémica no cultivable en otros países, la cadena productiva de la cocaína difiere de otras drogas basadas en plantas, como la marihuana y la heroína, y de sustancias sintéticas. Y es precisamente lo que convierte a América Latina en una trinchera sangrienta en la guerra global contra las drogas, una vitrina de los impactos más violentos de la prohibición.
Aunque los mercados de drogas se han expandido en la región amazónica en general, el cultivo de coca no está directamente relacionado con la deforestación a gran escala en los países productores. Los principales efectos directos de este agro negocio clandestino son las tensiones y conflictos por tierras, especialmente en áreas ocupadas por comunidades indígenas, tradicionales y rurales, además de los desplazamientos forzados. La contaminación del agua por pesticidas, incluso arrojados por aviones, es otro problema.
Aún más graves son los impactos socioambientales indirectos de la prohibición de la cadena productiva de la cocaína, una commodity con alta liquidez cuyas ganancias se reinvierten en otras actividades criminales y en la deforestación ilegal. A pesar de todo el dinero y esfuerzo invertido en la prohibición y lucha contra el comercio de drogas en los últimos 50 años, según un informe de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC 2023), el mercado de cocaína ha alcanzado niveles récord.
El cultivo de coca se duplicó entre 2013 y 2017, se estabilizó en 2018 y aumentó significativamente nuevamente en 2021. El proceso industrial que comienza en las plantaciones de coca y termina en la cocaína refinada se volvió más eficiente, contribuyendo a sostener el flujo global de la sustancia. El consumo de cocaína también ha aumentado, con el número de usuarios creciendo por encima de la tasa de la población en general. En 2020, la subregión de América del Sur, América Central y el Caribe representó el 72% del total mundial de decomisos de cocaína; el continente albergó aproximadamente el 25% de los usuarios identificados de la sustancia en ese año.
Grandes volúmenes de cocaína son transportados a través de las fronteras de Bolivia, Perú y Colombia con la Amazonía brasileña. Las vías de entrada incluyen rutas aéreas con aviones pequeños, terrestres con automóviles, camiones y autobuses, y fluviales, con pequeñas embarcaciones. Además del tráfico directo desde los países productores, la cocaína también ingresa a Brasil desde Paraguay, convirtiendo las áreas fronterizas en puntos críticos de homicidios y violencia armada. Según las investigaciones, Brasil es una ruta primaria de distribución de cocaína de origen andino con destino a Europa y África, desempeñando un papel fundamental en la división clandestina de trabajo y beneficios de esta commodity global. El país también es un destacado mercado consumidor de la droga.
SELVA EN POLVO
Varios estudios señalan la expansión y fragmentación de facciones criminales que operan en la Amazonía con redes de tráfico multimodal que se extienden por todo el país, desencadenando oleadas de violencia armada en todo el territorio nacional. Especializados en logística, grupos brasileños ahora operan en otros países de América del Sur, África y Europa, controlando varias etapas de la cadena de custodia de la cocaína.
La logística que sirve al tráfico de drogas en las rutas amazónicas también sirve al crimen ambiental, ya sea en la apertura de pistas de aterrizaje y carreteras clandestinas, en la distribución de combustible, comida, armas y municiones para mineros y madereros, y en el transporte de productos forestales de origen ilegal. Entre 2017 y 2021, la Policía Federal brasileña llevó a cabo 16 grandes decomisos de volúmenes de cocaína ocultos en cargamentos de madera amazónica destinada a la exportación en puertos a lo largo de la costa brasileña, mayormente con destino a países de Europa Occidental.
Según el informe de la UNODC publicado en 2023, «varios expertos indican que el tráfico de pasta base de cocaína hacia Brasil tiene como objetivo abastecer el mercado doméstico de cocaína para fumar (crack)». Hay evidencias de la presencia de laboratorios en Brasil para refinar pasta base, lo que sugiere que la entrada y procesamiento de la sustancia en el país también ocurren para abastecer mercados nacionales e internacionales de cocaína en polvo. «La dimensión de este fenómeno es desconocida», admite la agencia reguladora de la ONU.
En términos de la escala de valor internacional de la mercancía, los números son impresionantes. Un estudio de 2016 mostró que los cultivadores en Colombia recibían alrededor de USD 1,30 por kilogramo de hoja de coca fresca. Para producir 1 kg de pasta base, el costo variaba de USD 585 a USD 780. En el interior de Colombia, 1 kg de cocaína refinada podía adquirirse por USD 2,200; en los puertos del país, el valor por kilogramo aumentaba a USD 5,500-USD 7,000. En América Central, el precio llegaba a USD 10,000/kg y en el sureste de México, el valor saltaba a USD 12,000, mientras que en la frontera con los EE. UU. alcanzaba los USD 16,000. En las calles de las ciudades estadounidenses, el precio al por mayor podía llegar a USD 27,000. Los márgenes de ganancia son aún más altos en Europa, donde el kilogramo de cocaína refinada puede valer hasta USD 55,000, y en Australia, donde supera los USD 200,000/kg. En el comercio minorista, el precio por gramo también es elevado, siendo de USD 100-USD 150 en los EE. UU., USD 130-USD 185 en Europa y USD 250-USD 500 en Australia.
En Brasil, una investigación publicada en 2022 por el Ministerio de Justicia indicó que un kilogramo de pasta base de cocaína costaba entonces R$ 18,000 / USD 3,500 en Mato Grosso; cuando llegaba a São Paulo, el producto valía 1,2 veces más; en el estado de Pernambuco, el valor subía 2,8 veces. ¿Qué otra mercancía industrializada amazónica en América del Sur tiene un valor agregado tan significativo? Y ¿a dónde va todo ese dinero? Cuestionamientos que, literalmente, valen millones.
Para comprender los impactos socioeconómicos de la prohibición de la cocaína y las políticas de guerra asociadas, es necesario observar y conocer a las personas que consumen la sustancia. Entre los estereotipos del empresario de élite que consume cocaína en la oficina, consagrado en películas y novelas, y la persona en situación de calle que fuma crack en lugares públicos, existe un universo de consumidores de cocaína con patrones de consumo variados. Muchos son trabajadores de servicios pesados, repetitivos y que requieren horas de esfuerzo concentrado, en áreas como la construcción, la metalurgia, el transporte de carga y la agricultura. Estas personas utilizan la sustancia estimulante para sobrellevar sus rutinas agotadoras en un sistema que precariza el trabajo y exige rendimiento a cambio de ingresos. Una dinámica no muy diferente de los diversos profesionales que recurren a psiquiatras para obtener metanfetaminas y estimulantes farmacéuticos vendidos con receta. Un negocio trillonario como el de la cocaína no se sostiene solo con playboys del mercado financiero, quienes consumen en la fiesta y aquellos que viven en la miseria en las calles.
Revisar la política de prohibición de la coca también se trata de respetar el uso tradicional de plantas y sustancias psicoactivas por parte de los pueblos nativos e indígenas. «Desde la erradicación forzada de cultivos hasta la criminalización de los usos tradicionales de plantas psicoactivas, las políticas represivas de drogas han robado vidas y medios de subsistencia y han negado a los pueblos indígenas sus identidades y modos de vida ancestrales», escribe el Consorcio Internacional de Política de Drogas. «Las contradicciones y obstáculos dentro del sistema de la ONU están duramente ilustrados por las tensiones entre el control de drogas y los derechos indígenas. El tratado fundamental del sistema de la ONU de control de drogas, la Convención Única de Estupefacientes de 1961, es intrínsecamente colonial y racista. Busca eliminar el uso no medicinal (incluido el tradicional e indígena) de sustancias cultivadas y utilizadas por comunidades racializadas, en particular la hoja de coca, la cannabis y el opio».
El uso indígena de plantas y sustancias psicoactivas es un recordatorio recurrente de que los consumidores de drogas forman parte de la historia de la humanidad, mucho antes de la prohibición, y no pueden ser responsables de la violencia asociada a los mercados de drogas que fueron criminalizados hace unos 100 años. Bajo la falsa premisa moral de que consumir drogas, especialmente cocaína, es un síntoma de debilidad de carácter, la prohibición impide el control de calidad sobre la sustancia que se comercializa y actúa como una barrera para educar sobre el consumo responsable de la droga.
Con aproximadamente seis millones de usuarios, Brasil es el segundo mayor consumidor de cocaína del mundo. En los casos de abuso y trastornos relacionados con la sustancia, factores como el trauma, la pobreza, el racismo y la violencia de género son ignorados por la lógica prohibicionista, que estigmatiza a los usuarios e impide la atención en libertad. En el país, no existe una política de salud pública ni una red de asistencia social dedicada específicamente a estas personas, que terminan encarceladas, internadas o abandonadas a su suerte para enfrentar situaciones graves de dependencia.
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Es inviable pensar de manera seria y racional en el futuro de la Amazonía y en el cumplimiento de las metas climáticas brasileñas sin considerar la prohibición de las drogas como uno de los principales vectores de la violencia armada y la falta de control en la gobernanza territorial y económica del país. No habrá un nuevo acuerdo verde ni posibilidad de evitar la deforestación mientras persista la guerra contra las drogas basadas en plantas como la coca y la cannabis en América del Sur.
Estamos en 2024. La emergencia climática es real. Cambiar los paradigmas sobre la prohibición de las drogas es una agenda civilizatoria ineludible para aquellos que aspiran a un futuro para la Amazonía y para el planeta. No hay más tiempo que perder.
[ POT ]
Tráficos, desmatamentos e encruzilhadas
A intersecção entre a proibição das drogas e o crime ambiental no coração da luta por justiça climática na América do Sul.
«Por esconder a verdade, veremos florestas e democracias morrerem» – Presidente Gustavo Petro, Colômbia, na Assembleia Geral da ONU em 2022
Violência armada, crimes ambientais e violações de direitos humanos e territoriais são “um museu de grandes novidades” na Amazônia – e no Brasil como um todo. Desde os tempos coloniais, passando por ciclos econômicos predatórios, pela ocupação da região durante a ditadura militar e pelas tentativas inconclusas de regularização e distribuição fundiária previstas na Constituição Federal de 1988, o uso irregular da terra causou devastação e recordes seguidos de conflitos rurais violentos. Em 30 anos, uma área de floresta de mais de 800 mil km2 foi destruída na Amazônia brasileira.
USO DA TERRA
As disputas históricas sobre o território amazônico para garantir acesso a recursos naturais e a rotas de comércio transnacional de commodities lícitas e ilícitas se agravaram nos últimos anos, ameaçando comunidades cada vez mais remotas e provocando crises de segurança pública na maioria das cidades do norte do país, mesmo distantes das regiões de fronteira.
A situação crítica é legado direto das ações do governo de Jair Bolsonaro (2018-2022). O desmonte da legislação fundiária e de agências civis como Ibama, FUNAI e Incra, responsáveis pela fiscalização socioambiental e combate ao desmatamento ilegal, ampliou o vácuo de governança sobre a posse e uso da terra no país. A não demarcação e falta de proteção aos direitos territoriais de povos indígenas, quilombolas e ribeirinhos deixou comunidades ainda mais vulneráveis a invasões e assassinatos.
Com o incentivo à grilagem (invasão, roubo e posse de terras públicas para fins comerciais através de uso ou venda irregular) explícito em discursos e medidas executivas e legislativas, organizações criminosas se expandiram e diversificaram um portfólio de atividades ilícitas inter-relacionadas, impulsionadas pela alta demanda por produtos amazônicos valiosos como ouro e cocaína, levando a um aumento de 53% nas taxas de desmatamento na região em quatro anos.
Em meio ao descontrole intencional no uso da terra, o governo Bolsonaro flexibilizou leis sobre compra e porte de armas de fogo e aprofundou a militarização das polícias, provocando uma explosão da violência armada. Entre 2018 e 2020, os índices de homicídios em cidades rurais e médias da Amazônia aumentaram enquanto a média nacional caía, de acordo com o Fórum Brasileiro de Segurança Pública, que também apontou que a região abriga 10 das 30 cidades mais violentas do país. De acordo com a 36a edição do relatório da Comissão Pastoral da Terra (CPT), o governo passado registrou 5.725 conflitos por terras, maior número desde 1985, afetando principalmente povos indígenas, quilombolas e assentamentos rurais.
Desde bem antes do desastre bolsonarista, as principais economias que contribuem para o desmatamento e o crime ambiental em áreas nativas da Amazônia Legal foram bem documentadas. Na última década, grileiros têm fraudado o Cadastro Ambiental Rural (CAR) para legitimar posses irregulares. Mais de 10 milhões de hectares de novos registros no CAR foram identificados dentro de áreas protegidas na Amazônia Legal em 2020, um aumento de 56% comparado a 2018; o desmatamento associado a estes CARs aumentou 63% no período. Florestas Públicas Não Destinadas cobrem um total de 56,5 milhões de hectares na região e foram alvo de mais de 100 mil registros ilegais no CAR, correspondentes a 16 milhões de hectares dessas áreas que concentraram mais da metade do desmatamento verificado no bioma entre 2019 e 2021.
Embora o volume da produção madeireira da Amazônia tenha variado pouco na última década, as áreas produtivas e de processamento de toras migraram do chamado arco do desmatamento para abrir novas regiões de florestas. Os sistemas oficiais de controle da origem da madeira seguem com deficiências crônicas e estima-se que menos de 10% da atividade madeireira amazônica tenha fonte comprovadamente legal.
De acordo com o IBGE (Instituto Brasileiro de Geografia e Estatística), áreas cultivadas ou destinadas à agricultura na Amazônia Legal aumentaram de 85 mil km2 em 2000 para cerca de 225 mil km2 em 2019. A soja é o grão mais cultivado, com quase 125 mil km2 plantados na região. A infraestrutura de armazenamento e transporte do grão, como silos, portos, rodovias e hidrovias induzem ao desmatamento e urbanização descontrolada. Além dos impactos diretos dessa monocultura de exportação, a expansão da soja sobre áreas de pastagens empurra a fronteira do desmatamento sobre a floresta para limpar novos terrenos destinados à criação de gado. Em 2019, a Amazônia Legal contabilizava quase 90 milhões de cabeças de gado ocupando uma área de pastagens de mais de 700 mil km2, o equivalente a 40% do rebanho nacional. Os dados disponíveis indicam que 70% das áreas desmatadas na região destinam-se à pecuária, em um ciclo predatório vinculado à grilagem de terras.
Em 2020, três a cada quatro hectares minerados no país se localizavam na Amazônia. Ao longo de duas décadas, o valor da exportação de minérios da Amazônia Legal pulou de USD 2.1 bilhões para mais de USD 18 bilhões. A região concentra 93% do garimpo de ouro no país, com 132 garimpos ilegais mapeados; entre 2010 e 2020, garimpos aumentaram 495% em terras indígenas e 301% em áreas protegidas.
Estudos indicam que mais de 60% das operações da Polícia Federal na região amazônica miram mais de uma atividade ilícita simultânea, revelando que grilagem, desmatamento ilegal e criação de gado são frequentemente crimes associados. Esse nexo de ilegalidades corrobora a tese que a invasão e a apropriação de terras públicas por indivíduos privados é um crime a serviço de outros crimes na Amazônia.Também indica que, mesmo quando integradas a mercados formais, as economias ilícitas da região operam em um ecossistema de crimes ambientais e não ambientais, incluindo corrupção, fraude e extorsão.
Ainda que atividades ilegais representem parcela significativa da economia das localidades situadas nas regiões produtivas e ao longo das redes de tráfico, as comunidades desses lugares permanecem mais pobres e desiguais em comparação a outras áreas do país e preocupações com segurança atrapalham o estabelecimento de outras fontes de emprego e renda. O Pará, um dos estados mais desmatados e violentos da Amazônia brasileira – além de importante produtor e rota de exportação de commodities – tem PIB per capita de apenas R$ 19 mil, pouco mais da metade da média nacional (R$ 33 mil).
Menos comentadas, a degradação de sistemas florestais e a violência contra comunidades tradicionais e rurais vão muito além das fronteiras amazônicas. As savanas biodiversas do Cerrado, segundo maior bioma brasileiro, já perderam metade da sua cobertura vegetal nativa, com índices de desmatamento subindo consistentemente nos últimos anos. Apesar de concentrar fontes de água ligadas à segurança hídrica do país, o Cerrado já abriga 50% da produção brasileira de soja e é a principal frente de expansão do grão.
Os incêndios criminosos em escala inédita que atingiram o Pantanal em 2020, gerando imagens de animais queimados que rodaram o mundo, explicitaram o descontrole sobre o uso da terra e efeitos das mudanças climáticas. A Mata Atlântica, bioma mais degradado do país com remanescentes da costa nordeste a sudeste, apresentou novos picos de desmatamento a partir de 2018, e suas comunidades indígenas e caiçaras, mesmo dentro de áreas protegidas, enfrentam crescentes ameaças de grupos armados e milícias. Ademais de reguladores climáticos e hidrológicos conectados ao ecossistema amazônico, esses biomas são importantes rotas de trânsito utilizadas por mercados nacionais e internacionais de commodities florestais, agropecuárias e minerais, bem como produtos ilícitos como drogas e armas, deixando um rastro de violência e corrupção.
Além de aprofundar a desigualdade social e não promover desenvolvimento econômico, o desmatamento causado pelo crime ambiental e mau uso da terra levou o Brasil a perder uma década na corrida contra as mudanças climáticas. Entre 2010 e 2021, as emissões de gases que provocam o aquecimento global aumentaram 40%, de acordo com o Observatório do Clima. Em 2021, o desmatamento foi responsável por quase metade das emissões nacionais.
NARCODESMATAMENTO?
Nesse contexto de crise de governança sobre o uso da terra, a narrativa do domínio do «crime organizado» na Amazônia e outras regiões ganhou força em manchetes diárias e discursos oficiais, com o tráfico de drogas e facções criminosas do sudeste do país apontados como principais responsáveis pela falta de controle nas fronteiras e pelo aumento da degradação florestal associada ao crime ambiental.
Adotado até por organismos internacionais, o termo «narcodesmatamento» tem sido usado para traduzir a dinâmica que envolve o reinvestimento dos lucros do comércio de drogas ilícitas na indústria do desmatamento, bem como a troca de ouro de garimpo ilegal por drogas, o transporte de drogas como pagamento por armas e munições para criminosos ambientais e o aumento do uso e abuso de drogas por invasores e comunidades florestais.
A narrativa que apresenta esse tipo de jargão é, porém, essencialmente falha: culpa as drogas mas não reconhece o tráfico e a violência como sintomas agressivos da escolha política pela proibição. É a ideologia proibicionista que empurra esse mercado para a clandestinidade e organiza respostas violentas do Estado, orientando a aplicação da justiça criminal e estigmatizando a presença de drogas na sociedade. Um sistema racista marcado pela corrupção, criminalização da pobreza, brutalidade policial e encarceramento em massa que, após décadas de esforços de guerra, foi simplesmente incapaz de reduzir a circulação e o uso social de drogas como maconha e cocaína.
Apesar do crescente consenso internacional sobre o fracasso da proibição, o Brasil persiste com uma das políticas proibicionistas mais rígidas das Américas. Baseado em convenções defasadas da ONU, por décadas o país tem priorizado a repressão ao varejo de drogas através do policiamento ostensivo e do sistema de justiça criminal, deixando em segundo plano investimentos em prevenção, combate ao tráfico de armas e a solução de crimes contra a vida como estupros e homicídios.
Autoridades e governos ignoram sistematicamente a desigualdade social, a falta de acesso a terras e moradia e o racismo como fontes de trauma e comportamento criminoso. Usuários de drogas são encarcerados ou internados à força e comunidades inteiras vivem sob o fogo cruzado entre forças de segurança e agentes criminosos na maioria das cidades brasileiras. Como resultado, uma em cada três pessoas encarceradas está presa por crimes de drogas; em 2019, 6.357 pessoas foram mortas por policiais em serviço – quase 70% das vítimas eram negras.
Enquanto o debate público segue pautado por manchetes parciais sobre «narcodesmatamento» e juízos morais sobre pessoas que usam substâncias ilícitas, hipocritamente se ignora que a proibição transforma a droga em moeda comum para todos os crimes, permitindo que empreendimentos ilegais e organizações criminosas prosperem.
Mais chocante ainda é perceber que, apesar da proibição das drogas estar no centro da crise de governança brasileira na segurança pública e controle de fronteiras, além de associada a múltiplas violações de direitos humanos na Amazônia e em todo o país, a necessidade de reformar as políticas sobre drogas é amplamente negligenciada – inclusive por defensores de direitos territoriais e ativistas climáticos.
A noção de uma «guerra ao crime organizado na Amazônia» é um filme ruim sem final feliz, um roteiro que se repete toda vez que favelas e periferias são consideradas «territórios inimigos» pela presença ostensiva do varejo de drogas e se tornam alvo preferencial de operações policiais militarizadas que provocam milhares de mortes e execuções extrajudiciais e resolvem um total de ZERO problemas.
Assim funciona o proibicionismo, usando o pânico moral em torno da «droga» como um bode expiatório genérico que cabe em qualquer lugar ou situação ao passo que exime governantes da garantia de direitos essenciais. Tanto no Complexo do Alemão, no Rio de Janeiro, como na Terra Indígena Yanomami, em Roraima, o racismo estrutural e ambiental e a falta de acesso à terra, moradia, saúde e educação já eram problemas graves bem antes do «domínio do tráfico de drogas». É justamente a ausência desses direitos essenciais e de oportunidades de emprego e renda que facilita o recrutamento de trabalhadores para atividades ilícitas e o domínio territorial por grupos criminosos, perpetuando um modelo econômico predatório que abastece mercados nacionais e globais.
Em um ciclo vicioso, à medida em que o mesmo modelo de segurança pública adotado nas regiões metropolitanas do sul do país é reproduzido no norte para responder à «crescente presença do crime organizado», os indicadores do fracasso da guerra às drogas se repetem. O número de pessoas mortas pela polícia cresceu 71% na Amazônia entre 2016 e 2021, comparado a 35% no resto do país. O aumento na população prisional da região foi mais que o dobro da média nacional, alimentando facções que se multiplicam em cárceres superlotados.
Com a realização da Conferência das Partes sobre Clima da ONU – COP 30 em Belém planejada para 2025, o Brasil tem a oportunidade de assumir a liderança na luta pela verdadeira justiça climática. Para tanto, além de reconhecer os impactos socioambientais e econômicos da proibição e ampliar os esforços por reparação, pela descriminalização do uso de drogas e pela regulação responsável da maconha, a sociedade brasileira precisa se organizar para encarar de frente a realidade da indústria e do mercado de cocaína no país.
COCAÍNA, UMA COMMODITY AMAZÔNICA
Por milhares de anos, povos nativos sul americanos da região dos Andes amazônicos mascaram e fizeram chá com as folhas da Erythroxylon coca, uma planta endêmica rica em nutrientes e alcalóides – entre os quais, a cocaína. O uso da folha de coca provoca leve efeito estimulante e ajuda a manejar fome, sede, dor e cansaço; para as comunidades andinas, é uma planta medicinal e sagrada, usada como anestésico e em rituais ancestrais.
Quando invasores espanhóis dominaram a região no século XVI, inicialmente chamaram o uso nativo da coca como «coisa do demônio»; ao perceber o poder da planta, passaram a taxá-la e comercializá-la. A descoberta e isolamento do alcalóide da cocaína aconteceu apenas na segunda metade do século XIX e produtos derivados eram vendidos em pó, cigarros, pastilhas e xaropes. A partir da proibição, em 1917, a cocaína continuou disponível ilegalmente como um pó refinado que pode ser cheirado ou injetado; ou no formato de «pedras» (crack) para fumar.
O suprimento global de cocaína está inteiramente concentrado na Colômbia, Bolívia e Peru, produtores de folha de coca. Por ser fabricada a partir de uma espécie endêmica não cultivável em outros países, a cadeia produtiva da cocaína se diferencia de outras drogas à base de plantas, como a maconha e a heroína, e de substâncias sintéticas. E é precisamente o que torna a América Latina uma trincheira sangrenta na guerra global contra as drogas, vitrine dos impactos mais violentos da proibição.
Embora os mercados de drogas tenham se expandido na região amazônica em geral, o uso da terra para o cultivo da coca não está diretamente relacionado ao desmatamento em grande escala nos países produtores. Os principais efeitos diretos desse agronegócio clandestino são tensões e conflitos por terras, especialmente em áreas ocupadas por comunidades indígenas, tradicionais e rurais, além de remoções forçadas. A contaminação da água por agrotóxicos, inclusive despejados por aviões, é outro problema.
Mais graves ainda são os impactos socioambientais indiretos da proibição da cadeia produtiva da cocaína, commodity com alta liquidez cujos lucros são reinvestidos em outras atividades criminosas e no desmatamento ilegal. A despeito de todo o dinheiro e esforços investidos na proibição e combate ao comércio da droga nos últimos 50 anos, de acordo com relatório do Escritório das Nações Unidas para Drogas e Crime (UNODC 2023), o mercado de cocaína vem batendo níveis recordes.
O cultivo de coca dobrou entre 2013 e 2017, estabilizou em 2018 e aumentou significativamente outra vez em 2021. O processo industrial que começa nas plantações de coca e termina na cocaína refinada ficou mais eficiente, contribuindo para sustentar o fluxo global da substância. O consumo de cocaína também tem aumentado, com o número de usuários crescendo acima da taxa da população em geral. Em 2020, a sub-região da América do Sul, Central e Caribe respondeu por 72% do total global de apreensões de cocaína; o continente abriga aproximadamente 25% dos usuários da substância identificados naquele ano.
Grandes volumes de cocaína são transportados pelas fronteiras de Bolívia, Peru e Colômbia com a Amazônia brasileira. Os canais de entrada incluem rotas aéreas com aviões de pequeno porte, terrestres com carros, caminhões e ônibus, e fluviais, com pequenos barcos. Além do tráfico direto de países produtores, a cocaína também entra no Brasil pelo Paraguai, transformando as áreas fronteiriças em hotspots de homicídios e violência armada. De acordo com pesquisas, o Brasil é uma rota primária de distribuição de cocaína de origem andina com destino a Europa e África, desempenhando papel fundamental na divisão clandestina de trabalho e lucro dessa commodity global. O país também é um mercado consumidor proeminente da droga.
FLORESTA EM PÓ
Vários estudos apontam a expansão e fragmentação de facções criminosas operando na Amazônia com redes de multi-tráfico que se estendem pelo país, provocando ondas de violência armada por todo o território nacional. Especializados em logística, grupos brasileiros hoje atuam em outros países da América do Sul, da África e da Europa, controlando várias etapas da cadeia de custódia da cocaína.
A logística que serve ao tráfico de drogas nas rotas amazônicas também serve ao crime ambiental, seja na abertura de pistas de pouso e estradas clandestinas, na distribuição de combustível, comida, armas e munição para garimpeiros e madeireiros e no transporte de produtos florestais de origem ilegal. Entre 2017 e 2021, a Polícia Federal brasileira realizou 16 grandes apreensões de volumes de cocaína escondidos em cargas de madeira amazônica para exportação em portos espalhados pela costa brasileira, destinadas, em sua maioria, para países da Europa Ocidental.
Ainda de acordo com o relatório da UNODC publicado em 2023, «vários especialistas indicam que o tráfico de pasta base de cocaína para o Brasil visa abastecer o mercado doméstico de cocaína para fumar (crack)». Existem evidências da presença de laboratórios no Brasil para refinar pasta base, o que aponta que a entrada e processamento da substância no país também ocorre para abastecer mercados nacionais e internacionais de cocaína em pó. «A dimensão desse fenômeno é desconhecida», confessa a agência reguladora da ONU.
Em termos da escala de valor internacional da commodity, os números impressionam. Um levantamento de 2016 mostrou que cultivadores na Colômbia recebiam cerca de USD 1,30 por quilo de folha de coca fresca. Para produzir 1 kg de pasta base, o custo variava de USD 585 a USD 780. No interior colombiano, 1 kg de cocaína refinada podia ser adquirido por USD 2.200; nos portos do país, o valor do quilo subia para USD 5.500-USD 7 mil. Na América Central, o preço chegava a USD 10 mil/kg e no sudeste do México o valor pulava para USD 12 mil, enquanto na fronteira com os EUA batia os USD 16 mil. Nas ruas das cidades norte-americanas, o valor de atacado podia alcançar USD 27 mil. As margens de lucro são ainda mais altas na Europa, onde o quilo de cocaína refinada pode valer até USD 55 mil, e na Austrália, onde passa de USD 200 mil/kg. No varejo, o preço do grama também é alto, valendo USD 100-USD 150 nos EUA, USD 130- USD 185 na Europa e USD 250-USD 500 na Austrália.
No Brasil, uma pesquisa publicada em 2022 pelo Ministério da Justiça indicou que um quilo de pasta base de cocaína custava então R$ 18 mil / USD 3.500 no Mato Grosso; quando chegava a São Paulo, o produto valia 1,2 vezes mais; no estado de Pernambuco, o valor subia 2,8 vezes. Qual outra commodity amazônica industrializada na América do Sul tem tamanho valor agregado? E para onde vai todo esse dinheiro? Questionamentos que, literalmente, valem milhões.
Para compreender os impactos socioeconômicos da proibição da cocaína e políticas de guerra associadas, é preciso olhar e conhecer as pessoas que usam a substância. Entre os estereótipos do empresário de elite que cheira cocaína no escritório, consagrado em filmes e novelas, e da pessoa em situação de rua que fuma crack em cenas públicas, existe um universo de usuários de cocaína com padrões de consumo variados. Muitos são trabalhadores de serviços pesados, repetitivos e que exigem horas de esforço concentrado, em áreas como construção civil, metalurgia, transporte de cargas e agricultura. Pessoas que usam a substância estimulante para aguentar suas rotinas estafantes em um sistema que precariza o trabalho e cobra performance em troca de renda. Uma dinâmica não muito diferente dos diversos tipos de profissionais que recorrem à psiquiatras para adquirir metanfetaminas e estimulantes farmacêuticos vendidos com receita. Um negócio trilionário como o da cocaína não se sustenta apenas com playboys do mercado financeiro, quem cheira na balada e quem vive na miséria nas ruas.
Rever a política de proibição da coca também é sobre respeitar o uso tradicional de plantas e substâncias psicoativas por povos nativos e indígenas. «Da erradicação forçada de cultivos a criminalização de usos tradicionais de plantas psicoativas, as políticas de drogas repressivas roubaram vidas e meios de subsistência e negaram aos povos indígenas suas identidades e modos de vida ancestrais», escreve o Consórcio Internacional de Política de Drogas. «As contradições e obstáculos dentro do sistema ONU são duramente ilustradas pelas tensões entre o controle de drogas e os direitos indígenas. O tratado fundamental do sistema ONU de controle de drogas, a Convenção Única de Drogas Narcóticas de 1961, é intrinsecamente colonial e racista. Visa eliminar o uso não-medicinal (incluindo tradicional e indígena) de substâncias cultivadas e usadas por comunidades racializadas, em particular a folha de coca, a cannabis e o ópio».
O uso indígena de plantas e substâncias psicoativas é um lembrete recorrente que usuários de drogas fazem parte da história da humanidade, desde bem antes da proibição, e não podem ser responsabilizados pela violência associada aos mercados de drogas que foram criminalizadas há cerca de 100 anos. Sob a falsa prerrogativa moral de que usar drogas, em especial a cocaína, é um sintoma de fraqueza de caráter, a proibição impede o controle de qualidade sobre a substância que é comercializada e funciona como barreira para educar sobre o consumo responsável da droga.
Com cerca de seis milhões de usuários, o Brasil é o 2o maior consumidor de cocaína do mundo. Nos casos de abuso e transtornos relacionados à substância, fatores como trauma, pobreza, racismo e violência de gênero são ignorados pela lógica proibicionista, que estigmatiza usuários e inviabiliza o cuidado em liberdade. Inexiste no país uma política de saúde pública e rede de assistência social dedicada especificamente a estas pessoas, que acabam encarceradas, internadas ou abandonadas à própria sorte para lidar com situações graves de dependência.
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É inviável pensar de forma séria e racional o futuro da Amazônia e o cumprimento das metas climáticas brasileiras sem considerar a proibição das drogas como um dos principais vetores da violência armada e do descontrole na governança territorial e econômica do país. Não haverá green new deal ou possibilidade de desmatamento zero enquanto persistir a guerra contra drogas à base de plantas como a coca e a cannabis na América do Sul.
Estamos em 2024. A emergência climática é real. A mudança de paradigmas sobre a proibição das drogas é uma agenda civilizatória inescapável para quem almeja um futuro para a Amazônia e para o planeta. Não há mais tempo a perder.