Lo golpean. Primero en la nariz. Ya en el suelo, en el estómago, en las bolas, en la columna. Cuando se van, él busca los lentes a tientas. Se los pone y yo siento un extraño alivio. Como si con los lentes puestos la ‘tunda’ doliera menos.
Durante años trato de sacarme de las cavernas de la memoria ese recuerdo doloroso. Entonces escribo una novela –98 segundos sin sombra– en la que intento ser leal a una voz inocente y desesperada. El exorcismo, sin embargo, no ha terminado, de vez en cuando me asaltan recuerdos de esos años en los que el narcotráfico ejecutó uno de sus actos de magia negra más siniestros: como en los incomprendidos cuentos de hada, mi pueblo se había transformado en otra cosa. Si bien era cierto que la frase “pueblo chico, infierno grande” siempre había sido verdad –un mínimo rumor en ese pueblo encendía imparables sospechas–, con la ‘pichicata’, como se llama a la cocaína en Bolivia, una grasosa capa de extrañeza ensuciaba las relaciones humanas. Nada que ver, por supuesto, con la extrañeza freudiana, esa que emerge de la noción de que el otro ha sido siempre un desconocido. Esta extrañeza se originaba en la enajenación del espíritu.
Precisamente es ese regusto inquietante el que prevalece cuando pienso en los años ochenta de mi pueblo, la vieja resaca de la enajenación del espíritu. Es más, si tuviera que hacer un listado brevísimo al estilo Georges Perec de los recuerdos del modo en que la cocaína alteró la consciencia de todo un pueblo, me quedaría con tres, aunque los pequeños traumas sean incontables:
1) Me acuerdo, en efecto, cuando al profesor de historia una pandilla de cinco hombres lo golpeó en las puertas de la escuela.
1) Me acuerdo cuando los souvenirs de las fiestas de cumpleaños eran bicicletas o llaveros de oro.
1) Me acuerdo cuando se comenzó a hablar de las ‘granjas de rehabilitación’. Se me hacía difícil no pensar en pollos.
(En este listado no está mi hermano menor porque a él le reservo el amor y no solo el trauma. Él también buscó la cocaína. Los despeñaderos de la bipolaridad lo habían devastado y hubo momentos en que solo el consumo de ese polvo le daba paz. Una paz ínfima y carísima, una paz apuntalada por palitos chinos. De todos modos, agradezco esos momentos en que las voces, la indescriptible desazón, la soledad intransferible le daban una tregua. Y si lo menciono ahora es porque intento –tal vez sin mucho éxito– pensar en estos eventos, en estos fantasmas –en mi hermano, en mi maestro de historia, en el gran equívoco– sin un afán moralista. Y es que si alguien busca cocaína es porque la cocaína le da algo que probablemente parezca lejano, acaso imposible, por otros senderos. Pienso en esa ecuación en un intento por dibujar una de las razones por las que las campañas educativas, las guerras declaradas, los esfuerzos institucionales parecen hacer poca mella en ese monstruo tentacular que es el narcotráfico).
El maestro de historia
El profesor camina hacia la enfermería de la escuela apoyándose en el hombro de la directora. Son ellas, las monjas, quienes han salido hasta el portón para detener a los cinco tipos zurradores. Nos llaman al patio, la directora toma el megáfono y dicen que oremos por la justicia, que lo que hemos visto desde las ventanas de las aulas es su contraparte, la más triste ignominia. Usa esa palabra y no le importa si la entendemos con la inteligencia, seguramente confía en que la desciframos con las vísceras. Ignominia. Alguien dice en un susurro que ojalá, por lo menos, nos dejen salir más temprano. A diferencia de otras veces, nadie se entusiasma mucho con la idea. Sentimos que nos han golpeado a todas, que nos han humillado a todas. ¿O de qué otro modo uno procesa –con la mente o con las vísceras– que cinco matones vengan al portón de una escuela de chicas a propinar semejante paliza al maestro de historia?
Buscamos razones, pero es que no las hay. ¿Fue acaso esa mañana en que el profesor comparó la “Guerra del opio” con la “Guerra de la pichicata”? ¿Fue acaso que una de nosotras –sabemos quién– llevó el relato de la lección escolar a los oídos de su padre como si fuera una afrenta? ¿Qué cosas podía el maestro de historia enseñarnos que no tocara con su advertencia y su admonición los hechos de nuestra inmediata contemporaneidad?
Una mañana el maestro de historia nos explicó que la “Guerra del opio” había sido una estrategia de Inglaterra para recuperar su antiguo poderío económico luego de que China hiciera del té su producto estrella. Desde la segunda mitad del XVIII, la demanda mundial del té había enriquecido a China. A comienzos del siglo XIX ese apogeo se instituyó como un gran peligro para otros imperios. Inglaterra necesitaba ofrecer un producto que saneara el balance entre lo que importaba y exportaba. Contrabandear opio desde la India hacia China fue la solución. Cuando China creó leyes estrictas para regular y castigar el extendido tráfico de opio que había adormecido a sus trabajadores, Inglaterra trianguló su negocio usando a mercaderes norteamericanos que llevaban el producto desde la India, de tal modo que Inglaterra lucía impecable. Claro que cuando la propia Inglaterra debió atravesar los pasillos más oscuros de su endémica Revolución Industrial, ese opio se volvió en contra suya. El resquebrajamiento de los vínculos sociales que la división del trabajo y sus ocho horas de fábrica habían generado desató, a su vez, inéditas tasas de delincuencia, suicidio y prostitución. El opio hizo temporalmente aceptable esa soledad masiva, pero se llevó consigo el espíritu de los tiempos, el hálito de generaciones que, esperanzadas, habían visto nacer una magnífica revolución de metal, engranaje y vapor. Quedó el vapor.
Esa misma mañana, el maestro de historia dijo que la pichicata era una forma de convertirnos en colonias de un modelo económico similar al que había implementado Inglaterra. ¿Modernidad?, se preguntó, quitándose los lentes para limpiarlos con su propio aliento. Esa palabra siempre ha sido problemática. Durante la Revolución Industrial el opio había hecho de las suyas; el “láudano” –tan musical en su sonido– era la forma de sentirse vivos, aunque se estuviera cada vez más cerca de una muerte ordinaria, y eran modernos. Mucho. En nuestro pueblo, todos los pichicateros eran mercaderes serviles –pobres títeres levitando sin piso gracias al dinero hueco–. Eran ellos quienes enriquecían a un monstruo mayor. Nada que envidiarles a los siervos del feudalismo. Y nosotras, ¿nos creíamos modernas? ¿En serio? A veces creo recordar que nos pusimos rojas, pero también podía ser la adolescencia, ese constante estado de pudor.
Luego, claro, vino la paliza.
Las granjas
A veces, alguien se perdía durante un tiempo. No era necesario preguntar. Estaba en una “granja”. Así se les llamaba a los centros de rehabilitación, que seguramente experimentaban con todo tipo de métodos para llevar adelante una empresa tan mayúscula como convencer a una persona adicta de que estar lúcida, despierta, consciente del mundo –aun cuando el mundo fuera una mierda– era mejor. Tuve un novio que pasó allí una temporada. A veces bromeaba: “Una temporada en una granja”. Se trataba de una granja paraguaya que usaba la conversión religiosa como su herramienta más eficaz. Dios sustituía a la cocaína. En China, el estado había intentado sustituir al opio, instalarse con su rotundidad fálica en los corazones de sus súbditos, y su fracaso consistió precisamente en eso: el plano de lo real no ofrecía nada que tejiera una hebra entre la soledad insoportable de un alma cercada por el economicismo y la sed de una trascendencia sagrada en un más acá, de un sentido. El estado y su sistema de prohibiciones nunca han tenido ni el erotismo ni la narcosis que brindan los estupefacientes. Las granjas lo sabían y por eso buscaban otras pasiones que pudieran primero cortar y luego sustituir el poderoso lazo afectivo con la cocaína. ¿Cómo dejar de amarla? ¿Cómo transferir ese amor necesitado a otra sustancia, materia, potencia, idea y realidad? ¿Cómo sentirse arrasadoramente querido por otra entidad absoluta?
Los souvenirs
No, yo nunca recibí ningún llavero de oro o bicicleta último modelo de fiesta alguna. Quizás eran leyendas de esas que el narcotráfico pone a circular como parte de su aura, quizás no me invitaron, quizás me inventé el recuerdo. Un falso vaho ochentero. Lo que es verdadero es que el pueblo vivía en la cúspide de sus excesos. Mientras para las personas que subsistían de un mínimo salario, el dinero no valía nada –recuerdo a papá trayendo su sueldo a casa en sendas bolsas negras, como si hubiera cometido un asesinato–, para quienes traficaban pichicata, el dinero tampoco valía nada, pero por otros motivos. Por su falta de sentido, era necesario ‘vaciarlo’ en souvenirs que ocuparan con su desmesura la circunstancia de anomia en que existía el pueblo. Lo que intento amarrar a este token del recuerdo es que la hiperinflación que azotó Bolivia entre 1982 y 1985 fue el terreno de cultivo perfecto para que el narcotráfico se instalara como una vía de escape a esa precariedad asfixiante. Aunque también se cree que el dinero inflamado del narcotráfico desestabilizó incluso más el ya crítico tramo económico de mediados de la década. Esta increíble y laberíntica aporía dividió al pueblo entre quienes intentaban obligar a la materia a tomar la forma indecente de sus deseos y quienes sobrevivían abrazados a una realidad opaca, pero cierta aun en su opacidad. Vivir auténticamente en los ochenta equivalía a respirar en los márgenes, siempre en los márgenes. Y quizás, de vez en cuando, recibir una paliza.
El ser para la muerte
A ella estamos destinados, dice Heidegger, a la muerte, y nuestro único paréntesis en ese sino es vivir una vida auténtica. Esto que simplifico de manera tan burda podría parecer, así, un aforismo de autoayuda. Sin embargo, la autenticidad –cuya semántica ha sido tan desgastada– es una empresa terrible, descomunal, incluso superhumana. Implica vivir la existencia como viene, sin escurrirnos por las puertas de escape, sabiendo que la muerte nos es conmovedoramente íntima. Pero esta existencia como viene precisa de otros anclajes, elementos de sujeción a los que nuestro pacto con la modernidad nos ha obligado a renunciar. Así, lo sagrado –y no hablo de religión, por favor– podría constituir ese mástil que nos permita mantenernos con los ojos abiertos. Lo sagrado, por desgracia, es ahora un simulacro de trascendencia, un sistema de supersticiones, un gesto o un happening alucinatorio. En la mitología grecorromana –con la que estamos en eterna deuda–, uno de los castigos más crueles que un dios o una diosa podía imponer a un enemigo consistía en arrebatarle la consciencia o el de solaparla bajo la forma de un animal, incapaz de traducirse en el lenguaje. En algunas representaciones de la diosa Hera, por ejemplo, la vemos cargando una amapola (luego la reemplazará por una granada). Con esta flor, Hera arrebata a sus rivales la consciencia del mundo. ¡Qué tristeza para los narcotizados no poder arrojarse a la existencia con la totalidad de su ser! Hera lo sabe, como siempre lo han sabido las hadas malas e impacientes de los cuentos, que usan todas sus habilidades esotéricas para dormir princesas o pueblos enteros si es preciso. Un reino sumido en la inconsciencia durante cien años pierde sus generaciones, pierde su historia, pierde su tiempo, pierde los ciclos naturales de la muerte.
Vuelvo sobre mis pasos, es decir, sobre mis párrafos, y me doy cuenta de que no he podido evadir ese tonito semimoralista que tanto me asusta. Probablemente es así. Tal vez este tipo de temas nos arrincone siempre en una esquina del ring. De modo que desde este angustioso cuadrilátero intento, inútilmente, lo sé, propinar un uppercut a la interrogación inicial: ¿Por qué fracasan los sistemas prohibicionistas en su lucha contra el narcotráfico? Mi respuesta: porque la cocaína y otras drogas sintéticas, en su ominosa transignificación, han llenado la sed connatural al que existe, a la que existe, la sed de lo sagrado. Eso sagrado que se ambiciona y que ya no está –porque solo nos quedan las cosas, los cúmulos de cosas en sus distintas especies– es, a mi pequeño entender, la noción de que vale la pena el trabajo esforzado de vivir. Lo sagrado es sencillo: la aceptación de que la vida no nos ha prometido nada extraordinario, ni el éxtasis, ni la abismal narcosis. La vida solo es. Las narrativas del capital nos prometen exactamente lo opuesto. Qué dolor. Qué jodido dolor. El mundo materializado al extremo se vuelve cómplice de esa impostura.
¿Quién, pues, querría vivir lúcidamente en un mundo atroz?
¿Y para qué?