La marihuana se usa para tratar el cáncer, el Parkinson, el Alzheimer y la epilepsia. Sus semillas están llenas de proteína y omegas. Sirve para hacer papel y biocombustible, sus fibras se usan para la construcción de casas y coches. También es una droga recreativa para 192 millones de personas y nunca se ha registrado una muerte por su consumo. ¿Qué pasaría si el mayor productor de América del Sur la legaliza?
Henry Ford usó marihuana y soja para la carrocería de un prototipo de automóvil sostenible en 1941, «
the soybean car». Hoy, el cáñamo, como se llama a la planta de marihuana cuando se usa con fines industriales, está presente en modelos como el
Alfa Romeo Giulia o el Peugeot 308 y en un auto deportivo «
más fuerte que el acero».
Una sola hectárea de cáñamo produce la misma cantidad de pulpa que cuatro hectáreas de árboles, pero tarda solo unos meses en crecer. Produce tres veces más fibra que el algodón, con menos agua y sin usar pesticidas. Hay botellas hechas con base de aceite de cáñamo que son biodegradables en tan solo 280 días, frente a las PET que se degradan en 420 años. Las semillas de la planta contienen casi tanta proteína como las de soja y seis veces más omega 3 que el atún fresco.
Todo este potencial se encuentra en una planta que en Paraguay está prohibido cultivar. Pero en otras partes del mundo la relación con el cannabis es diferente.
En casi cualquier lugar de la Unión Europea, se puede acceder a aceites, cremas, champús, geles y hasta comida para gatos con cannabis medicinal, aunque aún no está regulado el autocultivo y el uso recreativo.
Uruguay fue el primer país del mundo que lo reguló en 2013. Desde entonces, previo registro, sus habitantes pueden comprar marihuana, incluidas sus flores, en farmacias autorizadas; también pueden tener hasta seis plantas en casa o formar parte de un club con cultivo colectivo. Además, hay empresas autorizadas a producir con fines científicos y de uso medicinal.
Canadá fue el segundo en el mundo en legalizar la marihuana con fines recreativos. En la bolsa, su mercado está valorado en más de 1.000 millones de euros y proyectan alcanzar los 4.000 mil millones en 2024. En Estados Unidos –el país que inició la guerra contra las drogas en los años 70– la mayoría de los habitantes vive bajo leyes que regulan la marihuana. En 15 estados se ha despenalizado totalmente y en 35 está permitido su uso medicinal. La industria del cannabis de este país proyecta que
registrará 19.000 millones de dólares en ventas en 2020. Y 45.000 millones para 2025. La recaudación en impuestos de esta industria superó los 1.040 millones de dólares en 2018.
Desde 2015, Jamaica permite el autocultivo, portar unos 50 gramos y su uso para los religiosos rastafaris. Chile despenalizó el autocultivo y su consumo privado en 2016. La Agencia de Vigilancia Sanitaria de Brasil dejó de considerarla una droga en 2019, aunque se mantiene prohibida. En Argentina legalizaron el autocultivo en 2020 y ya existe una empresa estatal produciendo aceite de cannabis. También Perú, Ecuador y Colombia han regulado su uso medicinal. Pero en Paraguay sigue siendo delito cultivarla.
«Nosotras seguimos siendo criminalizadas», dice Cynthia Farina, presidenta de Mamá Cultiva, una organización de familias afectadas por enfermedades que pueden ser tratadas con cannabis. Activaron para que la ley obligue al Estado paraguayo a proveer aceite medicinal de cannabis a quien lo necesite. Pero no logró el fin principal: el derecho a plantar en casa, como la menta, el cedrón, la ruda o la salvia.
La marihuana se usa en los sistemas de salud de
Estados Unidos (1996), Canadá (1999), Israel (2001), los Países Bajos (2003), Suiza (2011), la República Checa (2013), Australia (2016) y Alemania (2017) y la mayoría de la UE para reducir las convulsiones de la epilepsia, para la fibromialgia, artritis, asma y glaucoma, para el acompañamiento de la quimioterapia, el autismo o la ansiedad. Combate otras enfermedades neurodegenerativas como la esclerosis múltiple e inflamatorias crónicas como la enfermedad de Crohn. «También tiene propiedades antitumorales y antidepresivas demostradas por científicas de España, Israel y EEUU», destaca
el médico paraguayo Arturo Vachetta.
«Nos obligan a las familias a comprar un producto importado y a un costo muy elevado», dice Farina, cuya hija de nueve años lleva cuatro tomando aceites que casi han eliminado las convulsiones que sufría. La ley «es letra muerta, no hay registro de usuarios, ni producción, ni distribución», denuncia.
Édgar Martínez Sacoman fue condenado a cinco años de prisión por producir aceite medicinal al mismo tiempo que el Gobierno concedía la primera autorización para importar aceite medicinal al laboratorio Lasca-Scavone. Este vendía cada frasco a 1,8 millones de Gs., unos 300 dólares. Luego comenzó a producir su propio aceite y ahora vende un frasco de 50 ml, que sirve para dos semanas, por 624.750 gs. Es casi un tercio del salario mínimo en un país donde 7 de cada 10 trabajadores gana en un mes
ese sueldo o menos.
Además, sólo se importan aceites de cannabidiol (CBD), uno de los 113 cannabinoides que componen la planta, y por tanto sin tetrahidrocannabinol (THC), el componente psicoactivo y primario, que sirve como analgésico y neuroprotector. «Juntos son mucho más efectivos. Por eso queremos hacerlo nosotras mismas, lo que garantiza que será barato, de buena calidad y 100% orgánico», dice Farina.
La redactora del primer proyecto de ley de autocultivo de Paraguay es la abogada Lisette Hazeldine. Ella puso las palabras al texto que presentó el senador Víctor Ríos y que se convirtió en la ley 6007, aunque en el proceso los demás legisladores cercenaron las posibilidades de autocultivo.
En 2020, un nuevo proyecto buscaba despenalizar la planta, pero fue vetado por el Ejecutivo y ahora debe volver a la Cámara de Diputados, con mayoría oficialista. «No está simpática la cosa, están haciendo fuerte lobby para no darnos aprobación», opina Hazeldine, también cofundadora del Observatorio Paraguayo del Cannabis y docente e investigadora de la Universidad de Pilar. «Lo hacen con desinformación, como criminalizar el THC, para tratar de atajar, pero no tiene sustento ni jurídico ni científico», asegura.
«La barrera más grande que tenemos es la ignorancia. En un mundo ideal podríamos convertirnos en el mayor exportador de América de cannabis, tenemos la mejor tierra», sostiene la profesora.
«Es como si prohibieran los yuyos del tereré», opina José Cardona, integrante de la Cámara Paraguaya del Cannabis Industrial, constituida en 2019 por unas 80 empresas y algunas agrupaciones de agricultores. El cáñamo es marihuana, son la misma planta, solo que la industria llamó cáñamo a las especies elegidas o hibridadas por su bajo THC –que en su mayor parte está en las flores– para alejarse del estigma social.
Por iniciativa del Senado,
un decreto presidencial de octubre de 2019 bautizó el cáñamo industrial como «cannabis no psicoactivo» y estableció las normas para su producción, entre ellas que el contenido de THC sea menor al 0,5 por ciento –la marihuana recreativa, en cambio, suele superar el 6%– y que el Ministerio de Agricultura lo gestione. En agosto de 2020,
otro decreto lanzó un programa nacional para la investigación, producción y comercialización del «cáñamo industrial (cannabis no psicoactivo)», pero hasta hoy no pasa de los papeles.
«El cáñamo se sigue manejando de modo muy restrictivo, lo hacen con trabas fitosanitarias y trabas burocráticas», dice Cardona, ingeniero agrónomo que hace cinco años vio en el cáñamo una nueva oportunidad y quiere producir y exportar. «Es un contrasentido que en un país donde se dan las condiciones de clima y la planta está sumamente adaptada no se pueda revertir la ilegalidad», argumenta.
A paso lento, Paraguay aprobó en diciembre de 2017 la ley 6007 que regula la producción y el consumo del cannabis y sus derivados con fines médicos y científicos. Casi tres años después, el Gobierno aún no la ha puesto en marcha. La prioridad para el negocio hasta ahora la tienen las grandes farmacéuticas.
El Gobierno anunció que el cáñamo industrial daría trabajo a 25.000 pequeños agricultores paraguayos, lo que fomentaría el desarrollo del campo. Sin embargo, todo quedó en manos de Healthy Granes, propiedad de Marcelo Demp,
un empresario paraguayo que fue condenado en enero de 2020 junto a su hermano por falsificar a espaldas de sus socios los documentos de otra de sus empresas, Latin Farmes. La única compañía autorizada hasta ahora.
La firma Healthy Grains
aseguró en septiembre de 2020 ser la primera empresa paraguaya y de Latinoamérica en exportar alimentos derivados del cáñamo industrial a Estados Unidos. Dice que enviaron 500 kilos de granos descortezados, 350 kilos de harina desgrasada y 150 litros de aceite de cáñamo. «El sol debería salir para todos en el negocio del cannabis y no solo para Healthy Granes», resume Cardona.
Ante esta situación, la desobediencia civil se ha extendido, ya no solo madres y padres desesperados por el dolor de sus hijos producen en secreto en sus casas, ahora también empresarios y asociaciones médicas decidieron incumplir las leyes a propósito y públicamente.
Otra experiencia de desobediencia civil es la del empresario Juan Carlos Cabezudo, pionero en la exportación de chía del país que hoy es el mayor exportador mundial. En 2016, quiso poner sus redes y capital en el cannabis, pero la Fiscalía le bloqueó durante tres años la primera importación de semillas de cáñamo al país. Se pudrieron en la aduana.
«No hicieron reuniones con pequeños productores, ni con empresarios, ni con la academia, la Universidad Nacional; no han hecho nada. No existe un laboratorio público. Es un camino sin salida», afirma Cabezudo.
Desde entonces ha promovido la regulación del cannabis de forma directa a pasos de la capital. En una propiedad alquilada creó la Granja Madre y produce miles de plantas de marihuana para luego regalarlas a las familias que la necesitan de Mamá Cultiva y en las plazas de Asunción. Para intentar cubrirse las espaldas se autodenunció ante la Fiscalía, que en tres años no le ha perseguido.
Ha organizado congresos sobre el cannabis con expertos internacionales y puede hablar 12 horas seguidas sobre el tema si es necesario. A finales de 2020 creó una marca llamada Kokuesero que regala el aceite de cannabis con todos los cannabinoides a las personas sin recursos y lo vende con factura legal a menos de la mitad de precio que la farmacia Scavone.
Al margen de la capital, San Pedro es uno de los departamentos más empobrecidos de Paraguay y donde más pequeños agricultores hay. Como en Amambay, Canindeyú y Alto Paraná, también hay plantaciones ilegales de marihuana que muchas veces son el único sustento de miles de familias.
«Mientras, el terrorismo de Estado recae en el productor que no tiene ni la más mínima intención de dedicarse a ese rubro, pero lo hace porque no hay más alternativa», explica Fran Larrea, docente y concejal departamental de San Pedro. «Pero los narcos no van a la cárcel, quedan protegidos», dice.
«Necesitamos una respuesta agraria integral y el cannabis puede formar parte de ella si no se lo quedan los empresarios», argumenta Larrea. «Hay una fuerte sospecha de que con la legalización el precio caería, y ese es un fuerte temor que tiene la gente, porque la gente no planta por las bondades de la planta o por su uso recreativo, sino por el precio», añade.
«Los empresarios fijarán un precio irrisorio como con cualquier otro rubro abundante y el agricultor quedará solo», se lamenta. Por eso, junto a Cabezudo trabaja en la expansión de la marca Kokuesero a una cooperativa con pequeños productores de San Pedro llamada Copacan, pero augura que para que pueda prender la idea, los agricultores locales necesitan una profunda explicación: «no lo vamos a lograr con el silencio, necesitamos una cooperativa agrícola que se oriente a la educación y el conocimiento de todas las plantas».
Pacientes, madres y padres, empresarios, agricultoras y científicas trabajan para que Paraguay regule el cultivo y el uso de la llamada planta maldita. Pero los gobernantes dan pasos demasiado lentos en un camino que se muestra posible: ser el mayor productor legal de América del Sur, generar ingresos públicos, mejorar la salud y dar trabajo con una planta que aquí casi crece sola.
reportaje santi carneri · edición jazmín acuña & juan heilborn · ilustración robert báez