Vist Projects
México -
julio 06, 2020

El peligroso oficio de ser fixer en México

 El director de cine Eduardo Giralt Brun –el Seven para los amigos– tenía una misión: encontrar actores para una película sobre un grupo de delincuentes legendarios de la Sinaloa de los 80. El Seven recorrió los barrios de la ciudad en busca de jóvenes. Frente a su cámara actuaron, por primera vez, casi 300 jornaleros, campesinos, rancheros y estudiantes. También lo hicieron unos veinte sicarios narco. “Fueron con sus radios y sus armas”, recuerda el Seven.

Él y su socio viajaron con decenas de horas de grabación a Ciudad de México pero el productor que los había contratado no los quiso recibir: se había inclinado por una visión más edulcorada de la realidad y buscaba actores profesionales en Los Ángeles. “Brother, este cabrón ni siquiera vio el material —le dijo a su compañero—, hagamos la película tú y yo”. Así nació su segundo film, que iba a estrenarse este año pero se postergó por la pandemia. Además de grabar una película, a partir de ese casting el Seven se adentró en un mundo de narcos y sicarios y se inició como fixer, una especie de agente local que garantiza logística y contactos a fotógrafos, cineastas y periodistas.

La traducción literal de la palabra al español tiene significados diversos. Según Google, quiere decir ‘mirar fijamente’, pero también es una forma de llamar al que arregla cosas. En el mundo audiovisual, el fixer es la persona que actúa como guía local, consigue entrevistados e historias, trabaja de traductor de idiomas y territorios, hace que el viaje sea seguro —y hasta placentero—, además de cuidar a los productores de contenidos para que regresen sanos y salvos.

En el año y medio que lleva como fixer el Seven trabajó con seis fotógrafos, cuatro directores de cine, una periodista y varias productoras internacionales que buscaban contar historias de la violencia narco en Sinaloa. En este tiempo, el encargo más difícil vino de parte de un reportero gráfico que quería retratar el cruce de los migrantes hacia Estados Unidos de la mano de los narco-coyotes. Una complicación doble: retratar la migración clandestina y la violencia narco, todo al mismo tiempo.

“Cuando me lo pidieron yo dije: ‘verga, brother, necesito que me des un mes de preproducción para meterme y ver si se puede hacer’. Porque los narcos, todos armados, se llevan a los migrantes en pickups hasta un punto en la frontera y ahí cruzan”.

El fotógrafo aceptó y el Seven pasó cuatro semanas recorriendo la frontera de Baja California. “Hasta que por fin di con gente que sí estaba dispuesta”, dice. 

 El fixer conecta dos mundos: el de la violencia y la creación, el de la realidad y el relato. El Seven está convencido de que su trabajo es una combinación perfecta de trabajo de campo, algo de suerte y lo que en inglés se conoce como rapport: “que es más que nada generar inteligencia emocional y empatía, cabrón”. Una empatía basada en el respeto por el otro. Él lo explica más fácil: “no hay que ser un patán y entender que hoy hay ciertos códigos que se tienen que respetar con todo el mundo. Si te invitan a comer y no comes carne, te comes tu carne y te aguantas la diarrea”.

El mismo director que le había encargado aquel casting inicial de jóvenes delincuentes también quiso entrevistarse con personas que le pudieran contar de primera mano cómo era el mundo criminal en la Sinaloa de los 80. El Seven lo llevó hasta la casa de un policía retirado que estaba casi postrado: le habían amputado las dos piernas por la diabetes.

El viejo policía se entusiasmó al compartir sus memorias llenas de violencia y corrupción y ofreció contactarlos con dos malandros de un grupo mítico, que nunca habían sido atrapados por la ley.

El Seven se indignó con la actitud del cineasta: toda la entrevista estuvo con lentes de sol. “El contacto con los ojos es fundamental, eso es ‘empatía para tontos’. No puedes tener anteojos de sol si quieres hablar con alguien en una casa. No estábamos en el pinche desierto en Sonora”, dice.

Aburrido, el cineasta interrumpió varias veces el relato del expolicía para pedirle que fuera directamente “al punto”. Cuando se cansó de escuchar historias se levantó y se fue. El Seven quedó solo con el entrevistado, que ya no tenía tantas ganas de compartir nada. “Yo pensaba: este se acaba de perder un acceso importantísimo por ser un patán”, dice. 

 En las películas y documentales hay decenas de estamentos entre el director y la realidad. Una decisión de producción puede dejar a una familia de campesinos pobres varados en la ruta —al Seven le pasó— porque la camioneta que los trasladaba tiene que llevar a un productor a otro lugar más importante.

Por eso el Seven prefiere fotógrafos: la consciencia de su propia fragilidad los vuelve más amables, humanos. Y además, dice el Seven, “saben que si los dejo solos se van a la verga”.

Un día, un sicario de Sinaloa le envió un link con la noticia de que la Marina detuvo a un integrante del cártel Jalisco Nueva Generación que diez días antes había dado una entrevista a la televisión. “El gobierno dijo que había sido porque seguían a la periodista”, dice.

¿Cómo garantizar que a él no le pase lo mismo? La pregunta no tiene una respuesta clara. El trabajo de fixer con los carteles mexicanos es, sobre todo, una labor de riesgo. Antes de aceptar un encargo el Seven evalúa tres cosas: el tiempo, el presupuesto y el peligro. “Cada día se hace más difícil esta chamba”, insiste.

También hay otros riesgos. En la preproducción para un fotógrafo se instaló una semana en una casa con un grupo de jóvenes sicarios. “Me tocó ver cómo torturaban y mataban a un chavo”, cuenta.

Y allí, el Seven encuentra un límite: si tiene esa chispa que le permite convivir con artistas de la fotografía y sentarse a tomar con un sicario y hacer las dos cosas con la misma frescura, allí donde se mata y se muere encuentra una frontera que no está dispuesto a cruzar.

–Eduardo, tú eres vago como nosotros– le dijo un sicario en Sonora.

La palabra «vago» era un cumplido. El Seven lo entendió como “bohemio, ocioso, que se mete en lugares donde no debería estar”.

“Yo por ahí puedo conectar con ellos, desde la búsqueda del riesgo, de estar buscando estar cerca de la muerte. Podemos vernos a los ojos pero hay una gran diferencia entre las personas que han matado y las que no. Yo no he matado, no quiero matar nunca jamás en mi vida y la gente que he entrevistado va a seguir matando hasta que los maten. Para mí es muy diferente”.

Parte del riesgo que hace tan difícil el trabajo de fixer es también lo que más lo atrapa. Hay quienes dicen que la gratificación es que gracias a ellos periodistas y fotógrafos ganan un premio Pullitzer o un World Press. Para el Seven eso son —literal— puras pendejadas.

“Yo tengo una vaina: creo que lo hago por la adrenalina y por lograr un acceso”, dice.

Una oportunidad de atravesar distintos territorios y de conocer de primera mano el punto exacto en el que se unen el arte y el peligro. El fixer es un habitante de los umbrales.

Fotos: Cristina De Middel