Textos
Araceli Manjón – Cabeza Olmeda
-
junio 11, 2019

El drama de los países de tránsito: centroamérica y las drogas

EL DRAMA DE LOS PAÍSES DE TRÁNSITO: CENTROAMÉRICA Y LAS DROGAS (1)

La política prohibicionista en materia de drogas que se practica con intensidad desde los años 60 del siglo pasado, tuvo, entre sus muchos desaciertos, el de dividir a los países del planeta en tres grupos: países productores de drogas, países consumidores y países de tránsito. Esta clasificación se escenificaba perfectamente en el continente americano. Sudamérica producía; Centroamérica y México, en un principio, eran el corredor de las drogas hacia el norte; y en los Estados Unidos de Norteamérica y en Canadá se consumía. Naturalmente, esta clasificación no era estática, porque México acabó produciendo y EE. UU., también. Por otro lado, el consumo problemático y el menudeo de drogas se han acabado instalando en los países Centroamericanos que antes no tenían problemas significativos ligados al consumo.

Analizamos, en primer lugar, el porqué de esa división. La política de EE. UU., so pretexto de la guerra contra las drogas, necesitaba una legitimación internacional que explicase la intervención económica, militar, policial y política en los asuntos de los vecinos del sur. En un principio, se sostuvo que los países consumidores eran las víctimas de la oferta ilícita de drogas y que los países productores eran los responsables. En esa ecuación, primero estaba la oferta y la demanda no era más que la triste consecuencia de esa oferta. En ningún momento se admitía la otra explicación: o sea que la demanda es la que provoca la oferta; ni tan siquiera se pensaba que demanda y oferta se alimentaban mutuamente. La responsabilidad por la cocaína que se esnifaba en Chicago o en Nueva York, se trasladaba a Perú, Bolivia y Colombia y se utilizaba como legitimación de la presencia de los EE. UU. en esos países. Naturalmente, esa presencia no se asentaba en bases de cooperación respetuosa con la soberanía del otro, sino en una actitud hegemónica que llevaba a una relación asimétrica viciada e injusta. Enumeramos algunos ejemplos para entender esa relación de dominación: el Plan Colombia, con el que se quería controlar no solo el tráfico de drogas, sino también la lucha contra la insurgencia; la Certificación con la que se evalúan los esfuerzos antidroga de los países latinoamericanos para condicionar la ayuda exterior a la evaluación obtenida; la operación Interceptación, que se lanzó contra la frontera y contra el orgullo de México en 1969; la DEA operando en México y negándolo hasta el asesinato de Enrique Camarena; la operación Rápido y Furioso de 2011, por la que EE. UU. permitió la circulación “controlada” de armas ilegales que se vendían a los intermediarios de los narcos para llegar hasta ellos, pero a las que se perdió la pista hasta que los narcos las utilizaron para asesinar; o el Plan Mérida, dirigido al control de México y Centroamérica.

El resultado más claro de esta concepción, que solo veía la oferta, fue la declaración de la “guerra contra las drogas” de Nixon en 1971. Los siguientes presidentes mantuvieron esta política y, algunos, intensificaron –todavía más– el uso del instrumento penal contra los consumidores internos, reduciendo significativamente cualquier opción de prevención o rehabilitación. En este sentido se significó Ronald Reagan, que declaró a las drogas una amenaza contra la seguridad nacional e implantó la tolerancia cero. Con George H. W. Bush, se empieza hablar de la “muralla antidroga” –probablemente, el antecedente del muro que hoy Trump quiere que paguen los mexicanos–. Solo con Bill Clinton hay un ligero cambio de discurso: la “muralla antidroga” no es lo más importante y hay que actuar en la demanda local reactivando las políticas de prevención, pero también se pone en pie el Plan Colombia. Su sucesor, George W. Bush, vuelve a recortar la prevención y aprueba la intervención en la Iniciativa Mérida, referida a México y a Centroamérica. Solo con Barack Obama hay cambios significativos porque asume los pésimos resultados de cuarenta años de “guerra contra las drogas” y porque sustituye el paradigma de países productores o de tránsito culpables y países consumidores víctimas, por uno nuevo, el de la “corresponsabilidad”. Esta idea supone que no hay responsables y víctimas y que el sufrimiento que provoca la guerra contra las drogas no debe exportarse en su totalidad a los países de origen o de tránsito. Cierto es que en la acción exterior de EE. UU. poco ha cambiado y hay países latinoamericanos que siguen pagando todas las consecuencias.
En lo referente a México, veíamos que, siendo un país inicialmente de tránsito, paso a ser productor y, además, acabó convirtiéndose en dueño del negocio, cuando los cárteles mexicanos les quitaron el control de la cocaína a los colombianos, tras la caída de los carteles de Medellín y Cali. Amado Carrillo Fuentes, el ‘Señor de los cielos’, lideraba el cártel de Juárez y empezó trabajando para los colombianos, transportando su mercancía, ya que la ruta marítima de Colombia a Miami se había cerrado. Para atravesar México por tierra, los colombianos recurrían a los narcos locales. Al principio les pagaban con dinero, pero si la carga se perdía, entonces, los colombianos perdían todo. Por eso decidieron pagarles con parte de la droga que trasegaban, por lo que, si la perdían, compartían la pérdida el dueño y el transportista. Al desarticularse las organizaciones colombianas en los años 90, los mexicanos, que ya conocían el negocio, se lo quedaron, controlando más del 90% de la mercancía que subía desde Sudamérica. México, dejó de ser un mero territorio de paso, para convertirse en el líder del negocio ilegal de las drogas. Además, tenía plantaciones de marihuana y, más tarde, empezó a producir metanfetaminas. Ahora, además, exporta fentanilo ilegal –el China White–.
Volvamos a la distinción entre países productores –los culpables originarios–, países de tránsito –cooperadores necesarios y, por tanto, también culpables– y países consumidores –las víctimas–. Este panorama es el que permitió lanzar todos los esfuerzos antidroga contra la oferta, olvidándose de que también era necesario actuar contra la demanda. Esto último, en Europa se entendió bien y se pusieron en práctica las políticas de reducción de daños y prevención, es decir, las únicas que siendo eficaces, además son respetuosas con los derechos humanos. Pero EE. UU. solo actuó contra su demanda encarcelando a los consumidores, es decir, incurriendo en uno de los mayores errores de la prohibición, por más que las presidencias de Clinton y Obama supusiesen un cambio de planteamiento interno, pero no tanto externo.

La cuestión en Centroamérica ha tenido unos tintes particulares. El drama de algunos países como Honduras, Guatemala o El Salvador es que no siendo ni productores ni consumidores en origen, han acabado pagando un enorme precio en la guerra contra el narco y en la de los narcos entre sí. Además, se ha instalado en ellos la violencia, hasta embargar su gobernabilidad, y ha surgido un microtráfico de drogas, antes inexistente, al pagar los narcos extranjeros con droga a sus transportistas locales y, con ello, se ha detectado un incipiente consumo que podría llegar a ser un problema; un problema más para añadir a los que tienen estos países.

Analicemos con algún detalle la situación. Centroamérica es la región más violenta del planeta en su conjunto; tres de sus países y algunas de sus ciudades, tienen las peores tasas de homicidios del mundo. En 2018, El Salvador tuvo una tasa de homicidios de 51 por cada 100.000 habitantes (solo superada por la de Venezuela), después de bajar desde el del año anterior en un 15 %. Gran parte de esa violencia puede vincularse a las Mara Salvatrucha y Barrio 18; la reducción del número de homicidios respecto a 2017 podría obedecer a las “medidas excepcionales” del Estado. En Honduras, 2018 ha arrojado la cifra de 40 homicidios por cada 100.000 habitantes, aunque en San Pedro Sula esa cifra se multiplica casi por cuatro. En Guatemala se registran 22,4 homicidios por cada 100.000 habitantes. Estas cifras, igual que en el caso de El Salvador, son más bajas que las del año anterior, pero en todo caso, nos dan una noticia de los altos niveles de violencia que se padecen. Estos tres países conforman el conocido como Triángulo Norte. Para entender el sentido de las cifras que se acaban de dar, debe tenerse en cuenta que en España la tasa de homicidios es de 0,6 por 100.000 habitantes, siendo muy pequeño el número de los que son consecuencia de la violencia propia de actividades criminales –el 18 %–.

Las cifras de los tres países del Triángulo Norte, naturalmente, no obedecen solo a que sean el corredor de la droga hacían el norte, pero esto crea unas condiciones que propician una violencia a la que las autoridades no pueden hacer frente. El tráfico de drogas no necesariamente debe recurrir a la violencia; de hecho hay lugares de la tierra donde ese tráfico existe, pero no se sustenta sobre una violencia extrema. Los datos diferenciales en Centroamérica son varios, aunque están estrechamente vinculados entre sí: no existen gobiernos y sistemas policiales y de justicia fuertes que hagan frente eficazmente a la violencia; en algunos lugares los poderes públicos no controlan el territorio; las ganancias del trasiego ilegal de drogas compran cualquier voluntad pública o privada, provocando una infiltración en las instituciones que las hace inoperantes para el ejercicio de sus funciones; lo anterior provoca unos niveles de impunidad de alrededor del 95 %, que son insoportables. En definitiva, el Estado no tiene el monopolio legítimo de la fuerza.

En este punto conviene hacer una diferenciación entre estos tres países centroamericanos y México. En ocasiones se ha escuchado que México es un Estado fallido. No creo que esta caracterización sea correcta, porque en México, aun con la nefasta situación que se escenificó, especialmente, en el sexenio Calderón, puede afirmarse que existe una cierta institucionalidad y que el Estado no es débil; más bien ocurre que los niveles de infiltración y corrupción han sido altísimos. Por lo contrario, en los tres países centroamericanos a los que nos estamos refiriendo, la debilidad de los poderes públicos es extrema, lo que ha llevado a algunos a hablar de “narcoestados” o Estados fallidos.

Por otro lado, en los países del Triángulo Norte no solo existen grupos violentos locales, también están los que se han afincado huyendo de la guerra contra el narco de Calderón; claramente, los Zetas. Si analizamos el caso de Guatemala, vemos que ya en 2007 las organizaciones locales empezaron a rivalizar con los Zetas mexicanos que consiguieron adueñarse del norte del país. De esta manera controlaban la ruta de la droga proveniente del sur. Téngase en cuenta que la frontera entre Guatemala y México, con múltiples pasos fronterizos que la hacen muy permeable, no está vigilada. Parte de la droga llega en aviones que aterrizan sin ningún problema en el norte de Guatemala y que son descargados en camiones que entran en México, sin control. Estamos ante un gran narcoaeropuerto de tránsito. De la violencia de los Zetas en Guatemala fue ejemplo –pero solo uno de los ejemplos– la matanza de Petén de mayo de 2011: veintisiete campesinos asesinados –algunos niños de 13 y 16 años– al no encontrarse al propietario de la finca para el que trabajaban; sus miembros amputados se utilizaron como brochas para dejar escritos mensajes de sangre. No menor es el espanto que provoca ver a jóvenes hondureños jugando al futbol con las cabezas decapitadas de los integrantes de una banda rival.

Por otro lado, estos países también tienen que pagar su cuota a la “guerra contra las drogas”, lo que les empobrece considerablemente; muchos de los recursos públicos que deberían destinarse a educación, oportunidades para los jóvenes o salud quedan capturados para sufragar una guerra que, en realidad, no es su guerra. Y si los jóvenes no tienen oportunidades, se convierten en cantera para el sicariato, porque de todos es sabido que donde no hay Estado, puede ocurrir que el espacio sea ocupado por bandas criminales que asumen el papel del ausente y distribuyen trabajo criminal entre una población que no tiene ninguna otra oportunidad, más allá de un exilio irregular e inseguro en busca de un futuro que no pase por entregarse al narco. No es de extrañar que ante esta situación se haya reclamado invertir la regla del 1/3: EE. UU. ha mantenido durante un tiempo que por cada tres dólares que pongan estos países en la lucha contra el narco que los atraviesa, EE. UU. pondrá uno; la reclamación es que por cada tres dólares que comprometa EE. UU., la región responda con uno.
Todo lo anterior puede titularse como el drama de los países de tránsito: no son, en su origen, ni productores, ni consumidores, aunque el pago con droga a los narcos locales haya hecho brotar un menudeo y un consumo que agravan la situación; están metidos en la guerra contra las drogas por ser el embudo por el que inevitablemente ha de transitar la mercancía del sur hacia el norte; se han convertido en asilo de grupos criminales extranjeros empujados por el efecto globo (si se presiona policial o militarmente en un lugar ,México o Colombia, los delincuentes se acomodan en otro menos vigilado); además, sufragan una guerra que es de otros, pero ponen la sangre y padecen la violencia; y, mientras,  no atienden a su población ni se reflotan sus economías. Año tras año, en los informes mundiales sobre drogas de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, se recogen estos dramas, pero no se ofrecen alternativas. Y no las habrá mientras siga practicándose la disparatada “guerra contra las drogas”.

1. Artículo enmarcado en las actividades del Proyecto I+D+i DER-2016- 74872-R “Fiscalización internacional de drogas: problemas y soluciones” (AEI/FEDER, UE).