Textos
Héctor Abad Faciolince
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junio 24, 2019

La coca, el opio, el vino

Hace pocos meses, en una cueva rocosa seca de la altiplanicie andina boliviana, a 3900 metros de altitud, se encontró intacta la bolsa de cuero de un chamán indígena que fue enterrado allí hace mil años, alrededor del año mil de nuestra era, cinco siglos antes de que Colón atravesara el océano Atlántico. Lo más interesante de este hallazgo arqueológico son los objetos y las sustancias que se encontraron en la bolsa del chamán indígena: dos tabletas de inhalación con trazas de ayahuasca y cocaína. Un tubo de madera más largo para aspirar la droga, bolsitas hechas con hocico de zorro para guardarla. La curiosidad geográfica y comercial del asunto es que esas sustancias no se producían en las altas cimas desérticas de los Andes, sino en las húmedas selvas de la Amazonía, a cientos de kilómetros de distancia. Llevamos, pues, por lo menos mil años moviendo hojas de coca de la Amazonía, a 300 metros de altitud, a los Andes más lejanos y más altos. Hojas de coca y otras sustancias que, debidamente mezcladas, alteran la conciencia.

Otro hallazgo arqueológico interesante se produjo hace poco en la China. Así lo resumió un portal de noticias: “Los científicos encontraron restos de cannabis conservados en quemadores de incienso funerarios de 2500 años de antigüedad en el cementerio de Jirzankal, en las regiones montañosas de Pamir, en el este de China. Según publican en la revista «Science Advances», los habitantes del lugar seleccionaban las plantas con niveles más altos de agentes psicoactivos y las fumaban como parte de los rituales mortuorios. Quizás de esa forma conseguían comunicarse con los muertos o ahondar en su lado más espiritual”. Es posible que el chamán indígena usara esas drogas con fines terapéuticos o en rituales de muerte o sanación. La hipótesis más económica sobre el uso del cannabis en el ritual mortuorio chino, sería que esta alteración de la conciencia ayudaba a elaborar un duelo reciente.

Las vasijas con trazas de vino más antiguas están datadas hace unos 8 mil años, en una bodega situada en la actual Georgia. Elogios del vino se leen en Hesíodo, en Homero, en la Biblia y, ya en tiempos más cercanos, en los Rubaiyat de Omar Jayam, el poeta, astrónomo y matemático persa que vivió en Nashipur entre los años 1048 y 1131. A él se le debe que llamemos x a las incógnitas de las ecuaciones (en árabe shay, que es “cosa” o “algo”, algo que no sabemos todavía). Los Rubaiyat, es decir, Cuartetos, de Jayam, contienen varios elogios del vino. Un excéntrico inglés, Edward Fitzgerald, en 1859, traduce del persa y ordena en inglés algunos de los cuartetos de Jayam, que se popularizan en Occidente. Borges insinúa que Jayam y FitzGerald son un solo poeta, o que tal vez el persa (un defensor de la metempsicosis) reencarnó momentáneamente en el inglés. Antes que Borges, muy a principios del siglo XX, el gran poeta bilingüe y dipsómano Fernando Pessoa ensayó traducciones de las traducciones de FitzGerald. Escribió que, en realidad, más que el autor de los Rubaiyat, Jayam fue el inspirador de los mismos, creados en inglés por FitzGerald. Un poeta de mi ciudad, Carlos Ciro, a su vez, tradujo así uno de los Cuartetos de Pessoa:

Al gozo, la pena sigue y el gozo a esta.
Ora bebemos el vino porque es fiesta,
ora bebemos el vino porque hay dolor.
Pero de uno y de otro vino nada resta.

Hay en estos cuartetos una pequeña y gran sabiduría sobre el uso de las sustancias psicoactivas (y el alcohol es una de ellas): nos gustan en la alegría, para estar más contentos y mantener este estado excepcional; nos gustan en la tristeza, para soportarla, y soñar con que es efímero ese estado esencial. Diré una obviedad: la vida es dura, y para soportarla, el ser humano lleva milenios buscando y probando sustancias que nos la hagan más llevadera. La anestesia es una de esas sustancias, también el opio, el vino, la marihuana, la coca, todas las que quieran, más o menos útiles, más o menos dañinas, más o menos mortíferas, letales, morbosas, excitantes, depresivas, tranquilizantes, somníferas, alertígenas.

Nuestra pasión por el vino, y su prestigio, como tantas otras cosas en Occidente, nos vienen de Grecia. A decir verdad, los griegos tomaban vino aguado. Para ellos la proporción ideal para tomar vino era la siguiente: dos partes de agua por una de vino. A los niños les daban también, pero con tres partes de agua. Y naturalmente, a los que no bebían vino así, los criticaban del modo más denigrante y xenófobo posible. Según Mark Forsyth (en su divertido A Short History of Drunkenness) como los egipcios bebían cerveza, estos eran bárbaros para los griegos; y como los tracios bebían vino sin cortarlo, estos también eran bárbaros. Los únicos que sabían pensar y beber eran los griegos.

Y así llegamos al punto principal del argumento que me propongo exponer aquí: Una sustancia, una droga, se la califica como moralmente buena o mala según el prestigio que esta tenga, según los buenos poemas que haya inspirado, pero, sobre todo, según quién la produzca y le saque provecho económico. Si yo produzco vino, es bueno; si tú produces cerveza o vodka, es malo. Si yo produzco whisky, es bueno; si tú produces ron, es malo. Así mismo: si yo produzco opioides, es bueno; si tú produces cocaína, es malo. Cuando los británicos producían opio en sus colonias, esta sustancia era una cosa tan buena que si el emperador de la China decidía prohibir su entrada al país, se le declaraba la guerra para obligarlo a legalizar su comercio. Las “guerras del opio” del siglo XIX se hicieron para obligar a la China a permitir la entrada y la venta de opio en su territorio.

La “guerra contra las drogas”, en la cual estamos enfrascados hace decenios, refleja una actitud colonial parecida, ya no de parte de la reina de Inglaterra, sino de parte del presidente de Estados Unidos.

El año pasado don Donald Trump declaró que la crisis de los opioides en su país era una “emergencia de salud”. Para no tener que gastar plata en adictos resolvió rasgarse las vestiduras, pero no declarar que la muerte de decenas de miles de conciudadanos suyos fuera una “emergencia nacional”, en cuyo caso se habrían liberado automáticamente recursos para combatir la epidemia. Así la declaración le sale gratis y el presidente queda más o menos bien ante su público moralista, pronunciando palabras sentimentales.

Al hacer el discurso Trump aprovechó para recordar lo urgente que es construir una especie de “muralla china” que separe su país limpio, moral e íntegro, de los bárbaros mexicanos, que obviamente son los culpables de envenenar a la juventud norteamericana.

Pero si uno mira los datos que divulgan las mismas autoridades sanitarias de EE. UU. y sus periódicos más prestigiosos, la crisis de los opioides (drogas sintéticas con efectos parecidos a los que producen la heroína o la morfina) no se origina en productos importados ilegalmente. La mayoría de la gente que está muriendo por sobredosis de drogas no fallece por la heroína mexicana ni por la cocaína colombiana, sino por drogas legales formuladas por los médicos estadounidenses y despachadas en las grandes cadenas de farmacias, tipo CVS. Los nuevos adictos y muertos por sobredosis de ese país, que son en su mayoría blancos, se envician inicialmente porque sus médicos les recetan painkillers, es decir, analgésicos muy fuertes, opiáceos sintéticos, mucho más potentes que la heroína y la morfina.

La epidemia de opioides que se ha detectado en EE. UU. y que está matando más gente que el SIDA en su peor momento, está asociada a varias drogas legales, especialmente al fentanyl, pero también al Vicodin o al oxycodone, que se distribuyen en las farmacias o por internet, y que a veces se revenden como si fuera heroína. El fentanyl es 50 veces más potente que la heroína. Y hay otra droga sintética incluso más letal, el carfentanil, que se usa para dormir elefantes, y que es 100 veces más potente que el fentanyl. Bastan pocos granitos de carfentanil en la lengua para matar un humano. Sepan ustedes que hoy en día los mayores expertos en eutanasia son los veterinarios, más que los médicos, y que en las epidemias de suicidios químicos, los más útiles arcángeles de la muerte son estos expertos en sacrificar sin dolor animales.

Pero volvamos a los opioides y a los Estados Unidos. Ya algunos estados como Ohio y Mississippi han demandado por daños a la gran industria farmacéutica (MkKesson, Purdue Pharma, Johnson & Johnson, etc.) por producir y comercializar sin controles píldoras que son el primer paso para la adicción o el último paso para la muerte por sobredosis. Pero lo triste es que hace poco la DEA no pudo hacer aprobar una ley que hacía más fácil enjuiciar a estos grandes fabricantes de drogas legales adictivas y mortales: los republicanos, aliados de Trump y aliados de la industria farmacéutica, lograron vetar esta ley.

Es decir: si lo que es adictivo y mata se produce en EE. UU., su producción y comercio es legal y provechoso. Pero si otras cosas que matan (aunque maten menos) se producen en Colombia o en México, entonces nosotros sí estamos obligados a declarar una guerra inútil y despiadada contra los narcos. ¿Por qué no harán más bien una guerra y una serie sobre los narcos de corbata gringos, que matan más gente que los narcos nuestros? Tal vez porque los narcos de allá son químicos de bata blanca y los de acá campesinos de botas y sombrero.

¿Saben ustedes cuáles son los productos más letales que puede haber, y cuya exportación es perfectamente legal, y cuyos barones, industriales y magnates no pueden tener más prestigio? Hombre, muy fácil, las armas. Los fabricantes de armas, y sobre todo, los comerciantes de armas, intercambian cocaína colombiana por armas norteamericanas, rusas, israelíes, suecas, italianas, incluso españolas. La cocaína es ilegal, las Beretta son legales. La heroína es ilegal, las Kaláshnicov son legales. También en este caso la ética imparcial juzga sobre los efectos dañinos de unas u otras según quién las produzca. Oh casualidad de las casualidades. Desde cuando la marihuana se empezó a producir con eficiencia y provecho en California y otros estados, de repente, empezó a parecer mucho menos inmoral legalizar su consumo. Si Colombia exportara metralletas producidas en Cali y más baratas que las gringas, estoy seguro de que estas, de repente, serían armas mortales. Mientras tanto no son más que inofensivas máquinas de defensa personal contra los facinerosos.

Termino con una reflexión sobre el tabaco. En mi ciudad, Medellín, acaba de cerrar una fábrica que tenía 120 años de antigüedad y empleaba miles de obreros. Producían cigarrillos tan célebres como el Pielroja, pero también Marlboro colombiano, y otras marcas. ¿Saben algo? En Colombia, el célebre país de las drogas estimulantes (cafeína, cocaína, anfetaminas), se consume mucho menos tabaco que en Europa. Esto se debe a grandes campañas educativas sobre el daño que hace ese humo en el cuerpo. Si nosotros dedicáramos las enormes sumas de dinero anuales que gastamos en combatir las drogas, en campañas para combatir su uso indiscriminado, y los riesgos para la salud de los adolescentes que tienen el uso de la marihuana, el alcohol, el crack o los pegantes, tendríamos resultados mucho mejores para la salud pública general. Cuando uno defiende la libertad de comercio de las sustancias que alteran la percepción de la realidad, se nos acusa de inmediato de drogadictos, marihuaneros, borrachos, inmorales que queremos envenenar a la juventud. Y no. La defensa de la libertad es una defensa de la autonomía individual, de la madurez y la capacidad de decisión de las personas. Sobre todo de las personas mejor educadas. Si alguien, después de saber a lo que se expone, insiste en que prefiere seguir consumiendo drogas, porque de otra manera la vida no le gusta, o se le hace insoportable, creemos que esa persona es madura, y tiene derecho a decidir sobre su vida. Incluso a hacerle daño a su vida.