Textos
Juan Pablo Villalobos
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junio 10, 2019

Un pueblo precioso

UN PUEBLO PRECIOSO


Tengo cuatro hermanos, nacidos entre 1969 y 1980. Dos de ellos viven en la capital del estado y los dos más pequeños residen en el pueblo donde crecimos y en el que siguen viviendo nuestros padres. Yo hace más de quince años que emigré, me fui del país, en principio para estudiar un doctorado, pero luego mi estancia en el extranjero se volvió definitiva (al menos hasta ahora) debido a que aquí encontré a mi pareja y aquí nacieron mis dos hijos. Aunque solo veo a mis hermanos, con suerte, una vez al año, todos los días hablamos, o, mejor dicho, nos escribimos. Tenemos, como todo el mundo, un grupo de whatsapp. Se llama “Pipí, mocos, limolín” en homenaje a una frase célebre que uno de nosotros (no hace falta decir quién) repetía como un mantra durante sus berrinches.

La familia de mi padre es del pueblo; la de mi madre llegó en los años sesenta del siglo pasado, desde el centro del país. Ahí se conocieron mis padres, ahí se casaron hace cincuenta y un años. Sin embargo, ninguno de nosotros nació ahí, todos fuimos llevados a nacer a la capital del estado. La excusa era que allá había mejores hospitales, aunque más bien era por un prejuicio clasemediero; ya que no pertenecíamos a la aristocracia local, ni siquiera a la burguesía pueblerina, lo mínimo que podíamos hacer era ver la luz por vez primera en la capital.

El padre de mi padre tenía una huerta y antes tuvo una tienda de granos (maíz, frijol, arroz, garbanzo). Era una parcela pequeña, al lado de la vía del tren y de la fábrica de productos lácteos más antigua del pueblo. De eso se vivía por aquel entonces ahí y de eso, en menor medida, se sigue viviendo hoy en día: de la leche de las vacas. Uno de los hermanos de mi padre, mi padrino de bautizo, que falleció el año pasado, tenía un rancho dedicado al ganado vacuno. En la huerta, mi abuelo cultivaba principalmente frutas y lo más notable de la parcela era la pared de higueras que delimitaba la frontera con la vía del tren.

La madre de mi madre se quedó sola muy pronto, cuando sus dos hijos eran pequeñitos, y nunca volvió a casarse. Llegó al pueblo acompañando a su hermana, su cuñado y la hilera de hijas de ambos. Luego del matrimonio de mis padres, mi abuela materna terminó instalándose en la capital del estado, donde viviría hasta su muerte, en los años noventa del siglo pasado. Trabajó durante muchos años en la fábrica de yogurt de una de sus sobrinas, que luego pasó a ser administrada por su hijo, mi tío, mi padrino de primera comunión. Ni mi abuela ni mi tío volvieron a vivir en el pueblo, aunque siguieron viviendo de la leche.

Cuando éramos pequeños, vivíamos en el centro, en la calle del teatro, que custodiaba, también, la espalda de la parroquia, el templo principal del pueblo. Años después, cuando ya no vivíamos en el centro, sino en el cerro, mis hermanos y yo contábamos las torres de las iglesias desde la ventana de la cocina. Eran más de treinta, a veces cuarenta, dependiendo de qué tanto nos esforzáramos o qué tan rápido nos aburriéramos. Pero no nos adelantemos. Enfrente de nuestra casa vivía una de las familias que controlaba la economía del pueblo desde los tiempos de la Colonia (eran dueños de una fábrica de quesos, crema y mantequilla); en la otra esquina, en una casa que siempre tenía las puertas abiertas, había un halcón atado, eternamente inmóvil sobre un posadero; en la siguiente calle había una peluquería, un estudio de fotos y la mueblería del compadre de mi padre, que fue quien me asistió el día en que una camioneta repartidora de leche me atropelló afuera de su comercio (yo era un niño de siete años).

Al lado de la mueblería, en el segundo piso de una casa, vivía el señor que nos asustaba, aunque entonces lo llamábamos en presente: el señor que nos asusta. Era un hombre altísimo (rondaría los dos metros) y corpulento como un armario. Padecía, por si fuera poco, algún tipo de trastorno mental. Era soltero, vivía con su madre, una anciana en silla de ruedas, estábamos en los finales de los años setenta y los principios de los ochenta. Era, pues, como cualquiera de los personajes aterradores (asesinos, violadores) de las películas y series de televisión que nuestros padres nos dejaban ver con ellos. Eran otros tiempos; también íbamos solos a todas partes: a la escuela, al parque, a visitar a nuestros amigos, a la casa de nuestros primos, a comprar cigarros o cervezas para los mayores, o chicles, como el día en que me atropellaron.

Para evitar al señor que nos asustaba, teníamos que caminar por la banqueta del lado de la peluquería, pero ahí siempre estaba dormitando un perro gran danés con un mal genio de los mil demonios. De cualquier manera, si el señor que nos asustaba nos veía venir a lo lejos de nada servía que cambiáramos de acera: él nos perseguía y con sus grandes zancadas nos daba alcance siempre. Nos agarraba por los hombros, nos miraba con furia y empezaba a interrogarnos. ¿A dónde vas? ¿Tú de quién eres hijo? ¿Dónde están tus papás? Luego de dos o tres respuestas monosilábicas, nos escurríamos de entre sus manos y emprendíamos una carrera tan veloz que dos cuadras más adelante, pasando el teatro, debíamos suspender, pues nos habíamos quedado sin aire.

Además de vacas, o como consecuencia de las vacas, otra cosa que había en el pueblo eran caballos. Nosotros no teníamos ni una cosa ni la otra, ni vacas ni caballos. Nuestro padre era médico y tenía un consultorio privado en una calle paralela a la casa en la que vivíamos. Ahí me llevó mi madre el domingo en que me atropelló la camioneta repartidora de leche. Fue, hasta donde sé, el día que estuve más cerca de morir, a centímetros o milímetros de que el golpe hubiera resultado definitivo. Pero no morí, no que yo sepa: me pusieron un parche que me cubría toda la parte derecha del rostro y me quedé en casa sin ir a la escuela durante dos semanas.

Fue un domingo por la mañana, después de las doce, cuando mi hermano mayor estaba viendo por la televisión el partido de su equipo de futbol. Yo tenía siete años y aproveché que mi madre estaba cuidando a mis hermanos pequeños para ir a comprar chicles. Me gustaría escribir que todo pasó muy rápido, o muy lento, pero no estoy seguro; supongo que pasó a la velocidad habitual. Digamos que la camioneta iba a cuarenta kilómetros por hora y que me golpeó en un sitio de la cabeza que no me impide estar tecleando estas palabras casi cuarenta años más tarde. Mi madre estaba embarazada, lo recuerdo perfectamente porque luego mis tías decían que del susto no le bajaría la leche. Todo, siempre, tenía que ver con la leche.

Tres años después, tuvimos que abandonar la casa del centro e irnos a vivir al cerro, a un nuevo fraccionamiento. Desde ahí arriba teníamos una vista completa del pueblo y de la Sierra Madre Occidental, al fondo. Solo entonces descubrimos que era un pueblo precioso.