Textos
Laura Restrepo
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junio 10, 2019

Las cosas no tienen la culpa de nada

Los objetos son inocentes. Y la droga, finalmente, no es más que el objeto que aparece enquistado en las nociones de tráfico de droga, carteles de la droga, guerra contra la droga o drogadicción. Sin embargo, hemos convertido a la droga en una explicación en sí misma: en un mito. Y todo mito –según R. Barthes- liquida la complejidad de los actos humanos que se esconden detrás. La droga es entonces lo pasivo e inanimado (no tiene la culpa de nada), mientras que lo vivo, mutante y significativo aparece en las relaciones humanas que en torno a la droga se van entretejiendo.

¿Qué pasa entonces si por un momento quitamos la droga del medio, y tratamos de vislumbrar algo de lo que aparece detrás?
Para el efecto conviene empezar por el principio: Colombia, fines de los setentas e inicios de los ochentas, cuando la droga era aún invisible (no se contaba con ella como causalidad) y su tráfico brotaba bajo tierra, generando en la superficie cambios profundos sin que el país supiera a ciencia cierta a qué atribuírselos.

LAS RUTAS ANTIGUAS

Existían rutas secretas que habían sido abiertas tiempo atrás: trochas en mula por entre la selva; travesías en camión por el desierto, o en cayuco por los ríos; caravanas que cruzaban de noche la cordillera; inciertos embarques aéreos. Estos recorridos clandestinos fueron aprovechados por el naciente contrabando de la marihuana, y luego de la cocaína. Pero ya desde antes los había abierto y utilizado el contrabando de electrodomésticos (de prohibida importación) y luego de cigarrillos Malboro. Y después de la droga, o a la par con ella, sirven y servirán para el tráfico de armas, de órganos y de niños, y para la trata de blancas.
Primera aproximación: haces a un lado la droga, y las antiguas rutas clandestinas siguen estando ahí, y nos hablan de una ilegalidad crónica y organizada que se nutre de cualquier mercado prohibido, y que transita por tierras de nadie hasta donde no llega el control estatal.

LA DOLARIZA

Tal vez el primero de estos grandes cambios colectivamente experimentados, fue la repentina afluencia de dinero, que se vino encima y tomó al país por sorpresa; aquello que después los mexicanos llamarían la dolariza. Así, de buenas a primeras, una lluvia de billetes verdes, como caídos del cielo. Imágenes y presencias antes desconocidas, como los costales llenos de dólares que aparecían pudriéndose en sótanos; las camionetas 4×4 de vidrio polarizado que en la carretera pasaban zumbando en un ventarrón de quítate o te piso; los muchachones en camiseta esqueleto que estrenaban cadena de oro, mini Ingram y prepotencia en las discotecas chic de la ciudad.
Se destapaba la moda del dinero exhibido a rodos, extraña y rechinante en un país como Colombia, donde hasta ese momento se consideraba que hablar de plata era asunto de mal gusto, ni se diga andar ostentándola. Un tipo haciendo alarde del precio del BMW que acaba de comprar, o una señora presumiendo un diamantazo: no eran de buen ver. Ricos sí que los había, pero los de toda la vida: la casta de los old money, hasta entonces dueña del país. Pero esos se hacían los invisibles, resguardándose en clubes privados, edificios custodiados y haciendas en las afueras, o exiliándose en París o Miami. Un colombiano promedio podía pasarse toda la vida sin conocer personalmente a un colombiano rico. Y de repente la plata cambiaba de manos, y la nueva modalidad era el despliegue, la ostentación y el despilfarro. El dinero vistoso hacia su irrupción.
Un ejemplo de la manera tradicional: un maestro carpintero, con cortesía decimonónica heredada de su padre y de su abuelo, diciéndole a quien le encarga una biblioteca: No se preocupe por el precio, mi don, por dinero no vamos a pelearnos. Esa voluntad de ignorar la importancia del dinero, y el sentido de la dignidad que ello confería, bien podían remitirse a tiempos de El Lazarillo de Tormes, uno de cuyos protagonistas, el Ciego, ponía a hervir piedras en la olla de la sopa, para que no se notara que no tenía con qué pagar hueso.
Esa era la impronta nacional hasta que llovió la dolariza, y junto con ella apareció la figura del mafioso. Los mafiosos, enigmáticos personajes con inmensas fortunas salidas de la nada, o del sombrero de un nigromante; tanto así, que en un juego de palabras, el habla popular los bautizó los mágicos. Antes, quien tenía dinero lo había heredado o lo había trabajado con el sudor de su frente; el mágico no contaba con lo primero ni se esforzaba por lo segundo. El mágico había descubierto un mecanismo inédito, expedito y violento para hacerse rico de la noche a la mañana.
El dinero empezó a cambiar de manos tan súbitamente, que el joven Pablo Escobar, desde los propios inicios de su carrera, tenía ya la claridad necesaria como para producir una de sus frases lapidarias: Qué pobres son los ricos de Medellín. Palabras intonsas a simple vista, pero tan agudas que marcaron la vuelta de página. Basta con imaginar a un niño nacido y crecido en la miseria, como fue Escobar, quien, al convertirse de buenas a primeras en el hombre más rico del planeta, hace el descubrimiento del siglo: comprende que puede meterse al bolsillo a esos míticos ricos que antes percibía como intocables, infinitamente lejanos, dioses absolutos del Olimpo. ¡Vaya revelación! Él, un don nadie, un hijo del abandono, un hamponcete de poca monta, en menos de una década había puesto a comer de su mano a la clase dirigente, y exclamaba con razón: qué pobres son los ricos de este país. O sea: qué fácilmente se dejan comprar. Más adelante ensancharía mundialmente sus dominios, hasta llegar a considerar pobres diablos también a banqueros suizos, empresarios multinacionales y macancanes de Wall Street.
A imagen y semejanza de Escobar, miles de jóvenes colombianos encontraban en el nuevo negocio una suerte de revancha histórica. Unos años antes, grupos musicales de izquierda, como Quilapayún, habían cantado un viejo himno de guerra que decía: Que la tortilla se vuelva y los pobres coman pan y los ricos mierda, mierda. Ahora, el espejismo emergente parecía indicar que esa vuelta de la tortilla, con la cual la revolución no había logrado cumplir, estaba siendo propiciada, en cambio, por el narcotráfico.
Segunda aproximación: al tapar la droga, enseguida se dibuja ante los ojos no sólo una transfigurada idiosincrasia nacional, sino también una nueva dialéctica entre riqueza y pobreza.

LA MATACINGA

Tras la sorpresa de la dolariza, vino el remezón de la matacinga.
La barbarie era bien conocida por los colombianos, mucha, muy cruel y venida de tiempo atrás, ininterrumpida desde los inicios de la historia patria. Pero, ¿batallas campales y tierra arrasada por el control de un negocio?, ¿clanes plebeyos convertidos en carteles y armando el Armagedón?, ¿señores de la guerra saliendo del subsuelo y ganando absoluto control? En el vasto panorama de la violencia consuetudinaria, aquello aparecía como una novedad. Ni hablar del volumen y las dimensiones de aquello: el diario despertar a bombazo limpio, o las masacres de trescientos, cuatrocientos vecinos en una sola noche, los aviones derribados en pleno vuelo, los magnicidios recurrentes. La violencia se convertía en un fin en sí mismo; ya no un camino para llegar a, sino un destino final.
La simple observación y la lógica común indicarían que la joven mafia, en su proceso de consolidación, empujaba a clanes y carteles a guerrear entre sí, y aniquilarse unos a otros, con el claro fin de eliminar competencia y ganar más dinero. Pero una segunda mirada devela un proceso invertido, menos predecible y todavía más neurótico: clanes y carteles pugnando por ganar más y más dinero para poder destruir a los otros y triunfar en la guerra. He ahí la paradoja: no se hace la guerra para ganar dinero; se gana dinero para poder guerrear.
Caso paradigmático de esta inversión enrarecida es el de dos familias de la Costa Atlántica unidas entre sí por parentesco, Cárdenas y Valdeblánquez, ambas pioneras en el tráfico de marihuana. A raíz de un pleito de faldas, casan entre ellas una vendetta que, siguiendo pautas atávicas, juran no detener hasta la muerte del último varón del clan contrario. Las dos familias se entreveran en esta cadena de sangre que durante años corre pareja, en un devastador empate: a cada muerto de un bando, lo seguía un muerto del otro, y vuelta a empezar en círculo vicioso. Hasta que llegó el momento en que los Valdeblánquez dejaron atrás la marihuana, evolucionaron hacia la cocaína, sofisticaron su armamento, su infraestructura y sus tácticas y multiplicaron cualitativamente sus ganancias y su poderío, dejando muy atrás a sus contrincantes, los Cárdenas, que por seguir atados al negocio tradicional, entraron en abierta decadencia, empobrecimiento y vulnerabilidad. Con los Cárdenas ya derrotados y fuera del negocio, los Valdeblánquez hubieran podido olvidarse de la vieja reyerta y ocuparse en cambio de verdaderos competidores. Pero no sucedió así. Por el contrario, los Valdeblánquez se ensañaron aún más contra sus primos y prolongaron la cadena de sangre hasta el cumplimiento estricto del propósito ritual inicial: no quedaron tranquilos hasta asesinar a un muchacho de 14 años, el último de los varones Cárdenas.
Tercera aproximación: ¿guerra por la droga, o guerra constante más allá de la droga?

LA ESPINA MÁS AGUDA

Cabe preguntarse en qué clase de guerra del fin del mundo estaba pensando Pablo Escobar cuando produjo la sentencia más espeluznante que se le atribuye: Voy a emplear todo mi dinero en hacer llorar a este país. No sólo lo dijo, sino que lo cumplió; hizo derramar lágrimas de sangre a toda la nación. Una declaración extrema, ¿pero contra quién y para qué? Aquí se ha rebasado por mucho el terreno convencional del tráfico de droga, y hemos entrado de lleno en la dimensión metafísica de la guerra total, con un Escobar desquiciado y borracho de sangre, equivalente al brutal coronel Kurtz, encarnado por Marlon Brando en Apocalypse now. En este punto, ya sobre el final de sus días, Pablo no solo quería destruir al gobierno nacional, que votaba la extradición en su contra; ni a los Estados Unidos, que lo declaraban el criminal más buscado; ni a las Fuerzas Armadas o la DEA, que lo perseguían; ni a los medios de comunicación que lo denunciaban; ni a los carteles rivales; ni a sus propios socios cuando lo traicionaban; ni a los jueces que lo condenaban y encarcelaban.
Detrás de esta sentencia mayor de Júpiter Tonante, se cocinaba un rencor ciego contra algo que se extendía más allá. En embestida sin tregua ni perdón contra todo y contra todos, Escobar se empecinaba en una suerte de venganza apocalíptica contra un mundo al que él dominaba, y que, sin embargo, lo rechazaba y lo marginaba, impidiéndole integrarse, o siquiera acercarse,  negándole identidad, humanidad y participación. Siendo él quien era, se había convertido, no obstante, en un paria, un descastado, un bastardo. Lo habían expulsado de la política, le habían echado bolas negras en los clubes sociales, y obligado a permanecer bajo cuerda en los negocios de sus cómplices legales. Habían repudiado y vetado a sus familiares en los colegios, en los barrios altos, en los restaurantes y hasta en los gimnasios.
Ante el empuje arrollador de Escobar, la vieja clase dirigente ciertamente había perdido terreno; se diría que estaba arrinconada. Y, a pesar de ello, mantenía la sartén por el mango en un aspecto peculiar, quizá apenas subjetivo, o temperamental, pero altamente sensitivo para un hombre como Pablo: la vieja clase dirigente conservaba el monopolio del prestigio, y de lo que era considerado como buen gusto. Puede parecer poca cosa, pero era un arma mortal. Ante los ojos de la sociedad tradicional, incluyendo la que se lucraba de su fortuna, Escobar era, y siempre sería, un lobo, un lobazo: alguien cursi por antonomasia, charro, hortera, vulgar, mersa, mañé. Aunque tuviera todo el oro del mundo, seguía siendo el mismo miserable y muerto de hambre de arrabal. Y por bellas y enjoyadas que fueran sus mujeres, siempre serían vistas como: las zorras de la mafia.
Y esta debía ser, posiblemente, la espina más aguda en el corazón de Escobar. Con cuánto rencor no habrá pronunciado esta otra frase, que muchos le escucharon decir: Aman mi dinero, pero me detestan a mí.
Cuarta aproximación: Veamos lo que queda tras sacar del medio a la droga. Escobar la dominaba a escala planetaria, pero eso no calmaba su insaciable ansiedad. Había triunfado barriendo a los demás carteles, pero le hubiera sido imposible casar a su hijo con una niña bien.

LA VERDADERA ENSEÑANZA

Que la vida es mejor que la muerte, parece ser, a todas luces, la base mínima e indispensable para el surgimiento de la civilización. El punto de partida. Valorar la vida más que la muerte: premisa elemental para convivir en sociedad. ¿Afirmación más que obvia, demasiado elemental?
Para comprobar que no es tan obvia ni tan elemental, bastaba con recorrer, en tiempos de Pablo, las comunas nororientales de la ciudad de Medellín, que eran por entonces su refugio y su hogar, su retaguardia, su ejército de reserva, su coto privado, su escuela de sicarios y traquetos, su semillero de cuadros y mandos para la organización. Kindergarden de los futuros mafiosos.
Supongamos que la intención de la visita a esas comunas es entrevistar a los muchachitos entre los doce y los dieciséis años que andan en moto armados de metralletas, desatados cometiendo asesinatos y magnicidios, en abierta y delirante vocación de matar mucho y morir joven. Alguien te advierte que hay por ahí un sicarito particularmente ríspido, que ha dicho que te quiere matar. Te le acercas, sin embargo, y le preguntas, ¿si no me conoces siquiera, por qué me quieres matar? Y enseguida viene su respuesta, aguda como una daga: Porque si no te mato, tú ni me volteas a mirar. Matar como única vía para ser alguien, ganar reconocimiento, ser volteado a mirar, tener un nombre, llamar la atención, conquistar identidad.
Otro más dice: Yo mato para conseguirle una nevera a mi mamá. Matar para proporcionar sobrevivencia y bienestar a la familia; para cumplir con el papel de proveedor; el hijo mayor, de oficio sicario, trae dinero a casa para alimentar a sus hermanos menores. Matar como ocupación y empleo, matar como medio de vida, matar como know-how.
Un cuarto dice: Mato para no aburrirme, para no quedarme amurao (recostado contra el muro) y desplanao (sin nada que hacer). Matar para sentirse vivo, para darle sentido a tu juventud, y vibrar intensamente, y encontrar razón de ser.
Dice otro más: Si por aquí pasa alguno con buena moto, buen fierro, buena pilcha y buena nena, yo lo mato y me quedo con lo de él. Matar para poseer, para lucir, para gozar, salir con la más linda, cargar un arma seria, vestir ropa de marca, correr en la mejor moto.
Más allá de volverse diestros en disparar y traquetear, ¿qué han aprendido el sicarito uno, el dos, el tres y el cuatro? Que la muerte paga. Que si la vida te da poco o nada, y te deja sin techo, educación, empleo o pasión, la muerte en cambio te vuelve campeón. La gran lección de Pablo Escobar para todo un país: la muerte es mejor que la vida, y no al revés. A partir de ahí, miles y miles de jóvenes colombianos se graban la instrucción y la ponen en práctica, metiéndose al narco, a la guerrilla, a los paras, a las bandas criminales. De ahí en adelante, van a matar para vivir. Y a vivir para matar.
Quinta aproximación: ¿a partir de Pablo, Colombia se convirtió en un narco-país? Más que eso. A partir de Pablo, Colombia se convirtió en un país criminal.

EL CVY O CÓMO VOY YO, O SEA, CUÁNTO ME TOCA A MÍ

Los Estados Unidos lo tuvo claro desde el principio, o casi: lo malo no era la droga, porque la droga es una cosa, y las cosas no tienen culpa de nada.
Su llamada guerra contra la droga, una ofensiva política, jurídica y militar altamente agresiva y no menos fracasada, implicó para Colombia miles de muertos, encarcelamientos, familias destrozadas, familias en la miseria, familias desterradas. Extradiciones. Miles de hectáreas de tierra envenenada con fumigantes para arrasar cultivos. Estigmatización y criminalización de consumidores y productores. Injerencia política directa mediante la fusión de lucha contra la droga y lucha anticomunista. Y, además, fulminantes efectos inesperados, o quizás al contrario, deliberadamente buscados, como el aumento del consumo de cocaína en el extranjero, y la disparada de los precios del producto hasta convertirlo en el negocio más rentable que se pudiera imaginar.
Sexta aproximación: la guerra contra la droga iba acabando con todo, menos con la droga. Porque en el fondo no se trataba de eso. En el fondo nunca se trata de eso. Se trata de lo que hay detrás. Para el gobierno de Estados Unidos, lo malo no era la droga; lo que le fastidiaba, y mucho, era no ser el dueño de tan pujante negocio.

CAMBIO Y FUERA

Pablo regresa ya muerto, y últimamente no es raro volver a verlo hasta en la sopa. Pero en esta reencarnación, viene convertido en súper estrella mediática. Te topas con su rostro mofletudo en afiches, muros, pantallas de cine y televisión. Su inconfundible copete rizado y caído sobre el ojo: ahí está, en la latonería de los autobuses, en los quioscos, en las vidrieras de las librerías. Sus ojillos de ratón perseguido. Su sonrisa socarrona, sobre todo cuando se hizo fotografiar, siendo el criminal más buscado de la tierra, apoyado en la reja de la propia Casa Blanca, en Washington.
Pablo ya no es presencia, es apenas representación. Ya no es amenaza, es apenas diversión.
Mientras estuvo vivo y activo, nadie atinó a caracterizar con precisión su desbordante personalidad criminal. Y, al parecer, en muerte tampoco se logra del todo, ni en las series de TV, ni en los reportajes y documentales, ni en las biografías o las películas que giran en torno a él. Ya Pablo ni siquiera es Pablo, es el actor, o el personaje, que representan su papel.
¿Cuál es el quid del despiste, el punto ciego que impide llegar hasta los recovecos más hondos de Escobar? ¿Quién fue él en realidad, qué quería, qué perseguía, qué odiaba con tanta convicción, cuáles eran sus métodos, cuál la verdadera fuente de su inmenso poder, la base de su imperio del mal?
¡Responde, Pablo!, se lo podría conminar, como el padre Karras al demonio en El Exorcista, porque así se hace con toda aparición inquietante e indeseada. Ineludible, enorme, muerto pero vivo, Pablo murmura: Aunque me mataron, no pudieron derrotarme. Y no pudieron derrotarme porque no supieron entenderme.
El primer error que se comete a la hora de rotularlo, es creer que su negocio fue la droga. ¿Traficar con drogas ilícitas, la base de su imperio?
¡Desde luego! Claro que sí, a quién se le ocurre decir otra cosa, el mundo entero lo sabe, es apenas de cajón.
Y sin embargo, no. No fue del todo así. La droga no es más que un objeto: eso conviene recordarlo.
La droga para Escobar fue apenas un side-line, un punto de apoyo.
Su verdadero negocio fue la muerte.
La muerte: auténtica fuente de sus ganancias incalculables.
Al hacer de la droga un fetiche, un mito que nos tapa los ojos, se nos escape el alma del asunto. La droga nos ciega, al monopolizar cualquier intento de interpretación.
Los negocios legales de los Trumps actuales son juego de niños: competencias a puños, trampas sin imaginación, estafas, triquiñuelas, mordiscos y patadas. Poco más que eso. Pablo Escobar, en cambio, supo añadirle al asunto el motor que hacía falta, el auténtico multiplicador, el corazón que más fuerte late. El toque religioso, y más aún, el golpe mágico: la muerte del adversario.
La muerte del adversario, ahí está el secreto. En la audacia para liquidar a la competencia, para borrar a la contraparte, bien sea en los negocios, legales o ilegales; en la venganza o en la justicia, y tanto en la guerra como en el amor.
Eliminar a la competencia. Deshacerse de quien se interponga, sea comerciante, traficante, político, juez, general, ministro, periodista o candidato presidencial. Lo que no ayuda, que no estorbe: se lo extermina, y ya.
Borrar a la contraparte, acabar con el rival, tanto a la hora de amarrar un negocio, como a la hora de conquistar a una mujer.
Para eso, lo que se necesita es músculo militar. Y eso fue lo que Pablo Escobar supo montar, bien para sus propios propósitos, bien para alquilarlo al mejor postor. Un ejército privado bajo sus órdenes, una infalible máquina de matar. Los sicarios más hábiles y sanguinarios convertidos en generales de un batallón carnicero que se movía a la sombra, y cuyo Comandante en Jefe era Escobar.
A la hora de la verdad, Escobar no inventó nada nuevo. La originalidad no fue uno de sus atributos. Al fin y al cabo, eliminar a la competencia es la clave de la economía, el ABC para cualquiera que se quiera enriquecer: el viejo truco por todos conocido y que lleva el nombre de capitalismo salvaje. Pero a la salvajada, Pablo supo hacerle su propia interpretación; se las arregló para añadirle su aporte personal. Su marca de fábrica, su firma, lo que nadie le puede negar y en lo que pocos le han sabido imitar. El arte de destapar lo ya presente pero todavía oculto; de hacer evidentes las intenciones que estaban ahí, pero disfrazadas; de llevar la tendencia hasta el extremo: ese fue Pablo Escobar.
Su truco, su milagro particular, fue eliminar a la competencia a escala masiva y a física bala, cuando no a tajos de motosierra. Matando a quien se pusiera de obstáculo, a quien pretendiera competir con él: así multiplicó sus ganancias por mil. Eso lo saben también ellos, los negociantes, los dueños del gran capital, los inversionistas, los banqueros, todos ellos. Lo saben, pero no llegan hasta donde Escobar llegó: él no tuvo reparos ni timideces al practicar el arte de matar.
Nos confunde creer que su gran negocio fue el tráfico de estupefacientes. No logramos ver, o no queremos, que su abracadabra no fue la droga, sino la muerte. Su don natural fue la inmensa capacidad de matar, a quien fuera y en cualquier lugar.
Última aproximación: quitamos del medio la droga, y la muerte sigue ahí. La muerte siempre ha estado ahí.