En el 2000 Carlos Villalón era un fotógrafo chileno viviendo en New York. “Nos gusta tu portfolio, ¿qué quieres hacer?”, le dijeron en Getty Images cuando mostró su trabajo. Carlos no sospechaba que su respuesta iba a sumergirlo en un viaje que duró quince años, y que todavía no termina.
Les propuso una cobertura de los diálogos de paz entre las FARC y el gobierno de Andrés Pastrana que habían comenzado un año antes en la zona de distensión de San Vicente del Caguán, Caquetá. Las negociaciones incluían la sustitución de cultivos de coca y se extendieron hasta romperse en 2002. Era el comienzo de la guerra contra las drogas dentro del Plan Colombia. En ese contexto, Villalón descubrió el espíritu camaleónico de la coca. Y que esa guerra estaba perdida antes de empezar porque, mande quien mande, la coca va a permanecer. Siempre.
“Llegué a Colombia a los 34 años”, cuenta, “y nunca me fui porque me encontré esta historia y dije: ‘Es el mejor lugar donde trabajar’”.
La historia al principio tenía límites precisos: los campesinos que a falta de dinero usaban la pasta base de cocaína como moneda de cambio en pueblos rurales donde el Estado se había borrado. Era el billete para pagar al médico, para comprar arroz en una tienda o ir a un restaurante.
Trabajó en un fotorreportaje sobre las historias del trueque hasta 2004. En esos años viajó cada vez que pudo al sur de Colombia para retratar a esos niños con machetes, a familias en torno de una mesa pesando una bolsa.
«Esto para nosotros es papas, tomates, naranjas”, le dijeron los campesinos que sembraban la hoja prohibida. “Si el gobierno nos diera la oportunidad de no tener que cultivar una planta que luego se vuelve droga, lo haríamos. Si pudiéramos plantar papas, si tuviéramos caminos y puentes y fuera más barato llevar la comida a un centro de acopio o mercado para poder venderla, obviamente lo haríamos. Pero no nos queda otra que hacerlo».
El plan era terminar el fotoreportaje y seguir su carrera como fotógrafo internacional, yendo de país en país. Pero un amigo vio las fotos y le dijo: “Aquí hay un libro”. Ahí comenzó el otro viaje: uno que, sospecha Carlos, no va a terminar nunca.
Coca: la guerra perdida se materializó como libro en 2019. Carlos siguió la ruta de la coca por América, desde la Cordillera de los Andes hasta Nueva York. Conoció a los Murui Muinai, que pueden oír a la planta a la vera del río Igará Paraná en la Amazonía colombiana, y a las madres de jóvenes afro y latinos encerrados por microtráfico en cárceles de gestión privada.
En el medio recorrió los extremos. Para uno de los capítulos estuvo 70 días en México siguiendo la ruta del narco. “Nunca había visto tantos muertos en mi vida y tantas acciones con la muerte”, recuerda. “Era como que jugaban a quién puede picarle la cabeza en más pedazos a sus víctimas».
Terminó agotado de tanta violencia: nunca más, se dijo, quiero volver a ver a un sicario o a un narco. Y allí, en ese punto donde estaba a punto quebrarse, donde todo parecía estar a punto de terminar, Carlos terminó de confirmar lo que siempre había sospechado.
“Fueron muchos viajes de búsqueda pero de alguna manera fue la planta la que siempre me guió”. Y al final, la planta lo llevó al Amazonas, donde vive en su estado natural y con la gente que la protege.
En su tercer día en la Amazonía empezó a compartir con los indígenas. Un día un chico le pidió que se quedara en su casa cuidándole el fuego. “Ahí empecé a entender todo esto de la coca sagrada y cómo me ayudaba de sacarme toda esa tensión que tenía por la violencia mexicana, una cosa brutal”.
Para Carlos era el final del viaje: el lugar más puro, donde todo comienza. Allí terminó de aprender que la cocaína es del hombre blanco y que la coca es indígena: que es sagrada y es poder. Un poder que de alguna manera afecta a quienes la consumen y a quienes no.
Y si bien el encuentro con lo sagrado estuvo al final y le ayudó a Carlos, no solo a entender sino sanar las heridas del viaje, la construcción del relato comienza allí, en el Putumayo: el primer capítulo del libro retrata ese kilómetro cero donde la hoja de coca aún es cultivada y consumida de manera tradicional.
¿Cómo sigue el viaje? El libro está girando solo: ya está pensando en una segunda edición del libro y en nuevas historias para contar. Y tras tantos años de registrar el mundo de la coca quiere compartir sus conocimientos sobre esta planta, para convencer al mundo de que puede ser un beneficio a la humanidad.
Y lo hace con la convicción de que la coca va a ganar la guerra a la que la empujaron. “Más allá de todo lo que fue manipulada”, dice, “al final seguirá siendo la planta sagrada”.