Visualidades
César Rodríguez
México -
julio 15, 2020

La vida cotidiana de los cultivadores de Amapola

 En las montañas del Estado de Guerrero se cultiva la amapola que luego se convertirá en heroína, pero la vida cotidiana allí no tiene nada que ver con el universo narco: es igual a la de cualquier comunidad rural mexicana. Por los caminos de tierra no se ven camionetas 4×4 ni gente armada, no se escuchan balaceras ni se cuentan muertos. “Ellos tienen un trabajo de campesinos: simplemente rallan, cosechan y venden. Es un cultivo ilegal, pero no están ahí vendiendo heroína”, cuenta el fotógrafo César Rodríguez.

La primera vez que Rodríguez visitó esta zona del Pacífico mexicano fue hace siete años. Viajó como asistente de otro fotógrafo y quedó encantado con los paisajes y el trato amable de los lugareños. Dos años después volvió solo. Un colega de la comunidad le ayudó a contactar a los campesinos. “Iba temeroso de no saber qué iba a pasar”, recuerda.

En las montañas de Guerrero se cultiva el 60 por ciento de la amapola del país. Ahí, Rodríguez encontró familias enteras labrando la tierra: niños y niñas, personas adultas y ancianas. Para ellos este cultivo es un modo de subsistencia. “Lo que ganan es para sobrevivir, no para hacerse ricos”, cuenta el fotógrafo.

Los ingresos que genera la venta de amapolas a los carteles narco garantiza la subsistencia de cientos o miles de familias campesinas. “Hablé con gente que pudo mandar a sus hijos a estudiar a otros pueblos o ciudades gracias a la amapola. Un señor mandó a sus dos hijos a la universidad”, cuenta.

Por las rutas de las sierras, donde antes se veían campos de maíz ahora es casi todo amapola. Son pequeñas comunidades en las que la gran mayoría de sus habitantes está conectada de una u otra manera a la producción de amapola. Los más jóvenes, cuenta Rodríguez, son conscientes de que gran parte de la cosecha –la que no derive hacia la industria farmacéutica legal– se convertirá algún día en heroína. Pero muchos, sobre todo los más viejos, ni siquiera saben para qué se usa: “Simplemente alguien les dijo que cosecharan y que iban a pagarles y lo han hecho desde hace mucho tiempo”. Algunas familias rotan los cultivos: una temporada siembran maíz, la otra amapola.

Rodríguez lleva cuatro años recorriendo las montañas de Guerrero: retratando paisajes, personas y escenas de la vida campesina. Cuando le cuenta a sus amigos o parientes sobre su trabajo, ellos lo imaginan rodeado de camionetas de lujo y gente armada. Pero la realidad es otra. Las condiciones de vida son parecidas a las de cualquier otro pueblo rural mexicano: “no hay luz, agua potable, ningún servicio básico que hay en las ciudades. En algunos casos no hay ni transporte. Tampoco hay escuela así que caminan varios kilómetros para ir a otro pueblo”, dice.

Cuando le preguntan por qué sigue yendo a retratar la vida en los campos de amapola después de tantos años, a Rodríguez le cuesta explicarlo. Dice que no tiene una razón clara. Simplemente ahí se siente cómodo. “La gente es muy amable, te reciben con los brazos abiertos”, cuenta. Pero sobre todas las cosas –dice– las sierras de Guerrero son un lugar que lo hace feliz: “Me desconecto de todo, me quita las preocupaciones”.

Y en el camino de lograr esa desconexión, César lo sabe, está haciendo un retrato de una parte de México a la que poca gente se anima a mirar de frente.  

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