Visualidades
Juanita Escobar
Colombia -
octubre 01, 2020

Juanita Escobar: la fotógrafa que habita el Llano

Una tierra plana con selvas tropicales y llanuras empantanadas. Una sabana inundable en donde conviven aves, víboras, felinos, ríos, riachos. Pero, además y fundamentalmente, lo que hay en los llanos son mujeres y hombres a caballo. Ahí, en esa geografía que comparten Venezuela y Colombia, nace una idiosincrasia muy propia: la cultura del jinete.

El desafío que se planteó Juanita Escobar fue primero comprender el territorio en sus intimidades: habitarlo a su propio ritmo para luego retratarlo. En 2007 esta fotógrafa autodidacta colombiana dejó su Cali natal para mudarse al departamento del Casanare, parte de la región de los Llanos Orientales.
   

Más de diez años después Juanita sigue viviendo en el Llano y, a lo largo de todo este tiempo, aprendió a montar. “El galope del caballo me sembró en esta tierra”, contó alguna vez sobre esta experiencia que la llevó a dejar su vieja vida. “Tenía 20 años y en mi haber unos pocos días de universidad que pronto cambié por la escuela de vida que se abrió para mí en la inmensidad del llano. Mi manera de asumir la vida la aprendí a lomo”, escribió.  

Juanita ganó el Premio Nacional Colombo-Suizo de Fotografía en el 2009 con su proyecto Gente – Tierra. Entre otros trabajos, también publicó “Llano” (un libro con unas 40 fotos suyas) y fue coautora del libro “Silencio: Un Llano de Mujeres”. 

-En tu libro “Llano” planteas que narrar esa historia es contarte a ti misma, ¿cómo relees hoy esa afirmación? 

Mi sueño era contar con la cámara historias profundas. Llegué con ganas de contar historias, de hacerme en el oficio de la fotografía, de hacerme fotógrafa. Yo quería hacer documental o dirección de fotografía en el cine y empecé trabajando como técnica ahí. Una de las cosas que encontré al ir al Llano fue la fotografía fija. Me hice fotógrafa y también conecté con una cultura de una manera muy profunda. Era muy joven, venía de una ciudad, Cali, en la que andaba de lado a lado. No me imaginé por anticipado que iban a ser tantos años. Al llegar y fotografiar la fauna y la flora sentí «yo aquí me quiero quedar». 

Aprendí mucho a través de mi gran colega de trabajo Francica Reyes, una antropóloga, y ella me llevó a ese ritmo, a esa manera de trazar una ruta de investigación. Cuento que narrar esta historia es contarme a mí misma porque son muchos años en el lugar, andar a caballo, aprendiendo cosas y aprendiendo a mirar y a contar historias. Era muy joven, venía de una ciudad, Cali, en la que andaba de lado a lado pero llegar aquí fue entender que quería seguir andando pero aquí y eso fue muy lindo y sigue siéndolo. Todas las historias que cuento han sido de este territorio, las más cercanas y más a largo plazo.
 

-¿Cómo sientes que fue cambiando tu forma de fotografiar durante este tiempo? 

Al principio sí hubo mucho cambio porque cuando uno empieza, pasa lo mismo con escribir: es muy fácil ver los cambios durante los primeros seis años. En el libro de mujeres “Silencios”, comparado con “Llano” y los últimos trabajos, la diferencia es abismal. El enfoque en el primer libro era construir perfiles y yo le ponía más énfasis a la escritura, los testimonios y la información. Las fotos eran más un registro, mostrar mujeres, señalar objetos de la cultura. Había una atmósfera más introspectiva e íntima, pero eso todavía no se manifestaba mucho en las fotos. Ahora sí siento que todo esto no está solo en las palabras, sino que la foto también lo encarna. 

-¿Cómo fue ese camino? 

La idea es ir construyendo atmósferas mediante la unión de las fotos, como en el cine. Uno aprende a contar historias y a crear con más conciencia sobre el ritmo, las atmósferas, los elementos principales de un personaje, de una historia o de una problemática. Se tiene que sentir esa transición de la historia, se tiene que reflejar en el relato.  

-Tu trabajo está marcado por el cruce entre género y territorio ¿cómo es esa búsqueda? 

Mi primer libro (Silencio: Un Llano de Mujeres), fue mi manera de llegar y conocer el territorio. Y fue a través de los oficios de ellas, desde sus tiempos y su amistad. No fue un llano solo de la acción, de la carne, de la faena, sino un llano de vida normal, de familia y culturas. Ese vínculo lo hicieron las mujeres, ese vínculo de un modo de estar con ese territorio desde varias perspectivas, de reflexión sobre el machismo y los roles. Fue un ejercicio de estar en el lugar de una manera abierta, con tiempo para que las historias salgan. 

-De los cuatro departamentos que conforman los Llanos Orientales colombianos recorriste dos y estás por trabajar con los otros: ¿se puede decir que estás en la mitad de tu viaje? 

Sí, de hecho a mí me gustaría quedarme a vivir acá. Estoy casi viviendo en un pueblo que queda a la orilla del río Meta y me muevo hacia otros lugares a hacer historias, pero es mi lugar y quiero que siga siéndolo. Ahora estoy con un proyecto: quisiera empezar un periódico comunitario con ocho jóvenes y fortalecer las narrativas escritas y visuales para contar crónicas. En principio quiero hacerlo con pocas personas cercanas y ver cómo avanzar.  

-¿Cómo se recorre un territorio como el que estás retratando? 

Mi sueño era conocer la Amazonia y la Orinoquía de Colombia. Es como medio país y es tan difícil conocer esa cultura y ese territorio. Tuve dos grandes maestras: la antropóloga y la directora de fotografía Sofía Oggioni, ella me llevaba por todos lados; nos salió un trabajo en el Llano por seis meses donde todo era por agua y teníamos que documentarlo, ella en video y yo en foto. En ese tiempo que nos pagaban, ella tenía que regresar porque tenía una hija y seguir trabajando. Nuestro ideal poder quedarnos y contar historias desde las fotos y lo audiovisual. Recorrer los ríos, la tierra plana con selvas tropicales alrededor porque son llanuras como el pantanal, llanuras inundables donde todas las especies están en los cajones de sabanas hay aves, felinos. Conocer ese territorio y el ritmo de la gente que lo habitaba fue como «Wow». Quería ver y conocer pero a través de miradas, a través de gente y de un cariño hacia ese territorio y una manera de recorrerlo. También fue por eso que a caballo pude sentir otro ritmo y encontrar historias con más tiempo.   

-¿Cómo es la cultura del jinete? 

Siento que tal vez estamos muy familiarizados con el caballo desde la culturas que llegaron a América y esa manera errante de conseguir el territorio. El punto fijo es el caballo y desde ahí se siembra o se hace una vida, se mira el horizonte, se construye una familia, un sentido de la vejez, del amor, de la relación con la tierra. Creo que esto último es lo más clave: culturas errantes en el sentido de girar en un mismo círculo. Son móviles pero no son culturas que se relacionan con el sedentarismo, sino a estar moviéndose. Acá los jinetes son jinetes de sabanas tropicales. No son solo de la llanura en donde hay pastizales. Antes se les llamaba en el llano colombovenezolano “indios de a caballo”. Es una cultura binacional con Venezuela, de hecho allá hay mucha más tierra llanera, mucho más territorio y otro arraigo, más nacional.  

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