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Joseph Zárate - Musuk Nolte
Perú -
septiembre 22, 2022

La guerra de los Ovayerii no ha terminado

Los asháninkas —la nación indígena más numerosa de la Amazonía peruana— se han organizado desde hace generaciones para defender su territorio. Se llaman a sí mismos ovayerii: guerreros. En los años de la guerra contra Sendero Luminoso, estos grupos —reconocidos por la ley como Comités de Autodefensa— derrotaron al terrorismo en la selva del Vraem. Hoy, pese a la indiferencia del Estado, “el ejército asháninka” resiste frente al narcotráfico, los madereros ilegales y los invasores de tierras. Para ellos, la paz sigue bajo amenaza.

Por Joseph Zárate

Lo llamaban Bendito. 

Era un joven alto y robusto como un tronco, pastor de una pequeña iglesia evangélica, cuyas palabras eran tan enérgicas y seductoras que pudo convertir a decenas de asháninkas cómo él en cristianos. Pero en la comunidad nativa de Potsoteni, donde había nacido y crecido al igual que sus antepasados, Bendito no logró convencer a los militantes de Sendero Luminoso de cambiar el camino de las armas por el perdón. Para los terroristas —muchos de ellos profesores o agricultores también asháninkas— el único modo de abandonar esa vida de pobreza, ese “abandono histórico” del Estado peruano, era tomando el poder a través de “la guerra popular”. 

Todo aquel que se opusiera a ese proyecto era un enemigo y debía ser exterminado. Degollado. Ahorcado. Apedreado. Morir con un balazo en la cabeza.

Bendito vio cómo asesinaron a las autoridades de Potsoteni, cómo las familias aceptaban unirse a las filas del Partido por miedo. Entonces una noche a mediados de 1990, cuando en una fiesta los mandos terroristas se emborracharon, el joven pastor, junto a sus dos mujeres, sus hijos pequeños y un grupo de 30 familias aprovecharon para huir en la hora más oscura de la noche. Navegaron en canoas por el poderoso Ene, ocho horas río abajo, sin detenerse, hasta llegar a Poyeni, otra comunidad en la cuenca del río Tambo, fuera del alcance de Sendero. Desde ese día, aquel pastor de 25 años —que en ese tiempo aún se llamaba Alejandro Pedro Chubiante— cambió su nombre por el que hoy todos los asháninkas lo recuerdan. Quiso proteger a su familia, aunque le sirvió muy poco: un par de años después, en una emboscada mientras cosechaba yuca, unos terroristas lo asesinaron a pedradas.

“Esa historia nunca me la olvido, pero no me victimizo porque ha muerto mi padre”, me dice Ángel Pedro Valerio, hijo menor de Bendito, entonces un bebé abrazado a la falda de su madre, la noche de la huida. “Los asháninkas recordamos para que esa tragedia no vuelva a pasar”.

Ayahuasca Musuk

Comité de autodefensa de la comunidad Unión Puerto Asháninka, Río Ene. /  Musuk Nolte 

Aunque las imágenes que conserva de su padre son demasiado borrosas, Ángel Pedro dice que ha conservado su legado. En unos meses tendrá la edad de Jesucristo y a la vez cumplirá el sexto año trabajando como presidente de la Central Asháninka del Río Ene (CARE), creada en 1993 para organizar a esta nación indígena —la más numerosa de la selva peruana— en el proceso de repoblar las tierras que habían sido tomadas por el terrorismo a fines del siglo XX.

El pueblo asháninka fue la nación amazónica más castigada por la guerra entre las Fuerzas Armadas y Sendero Luminoso, según el informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación: más de 30 comunidades desaparecieron, unos 10 mil indígenas fueron desplazados, cinco mil secuestrados y seis mil asesinados, cerca del 10 por ciento del total de muertes registradas. 

Los primeros senderistas en llegar al Ene, a mediados de los ochenta, lo hicieron junto con grupos de colonos que se dedicaron al cultivo de hoja de coca y que se habían asentado en la margen izquierda del río. Su propósito: controlar la selva central, luego de enfrentar a los militares en Ayacucho, sierra sur del país. Los terroristas saqueaban las chacras, quemaban postas médicas y oficinas municipales. Levantaban campamentos de trabajo forzoso en la espesura del bosque donde tenían cautivos a cientos de asháninkas por meses. Los obligaban a trabajar la tierra, a cocinar para los mandos terroristas, a abandonar su lengua para hablar quechua o español. Acuchillaban o ahorcaban a los rebeldes delante de sus familias. Violaban a las mujeres. Secuestraban a los niños entre los 10 y 15 años para adoctrinarlos y convertirlos en combatientes. 

Mujer asháninka con un machete en la comunidad Kimaropitari. El machete es una de las principales herramientas en las chacras, para abrir camino en la maleza, pelar pescado, entre otros usos. / Musuk Nolte

En esa misma época se desató el boom del tráfico de cocaína en el valle del Ene. La economía local cambió rápidamente y estimuló la apropiación de tierras. Las, hasta entonces, apacibles pistas de aterrizaje de las misiones religiosas se volvieron muy activas. Y aparecieron colombianos. Les pidieron a los asháninkas que abandonaran el cacao para dedicarse a la más lucrativa coca. Hubo quienes aceptaron, otros que no.

Cientos de asháninkas como Bendito y las familias de Potsoteni huyeron al monte o por el río. Aunque a un alto costo. Algunas personas tuvieron que dejar atrás a sus familiares más débiles o pequeños. Temían ser encontrados por los comandos de aniquilamiento. Los jefes de las comunidades, sin embargo, sabían que no podían seguir huyendo para siempre.

“Tenemos casas de concreto, pero no hay agua potable ni desagüe ni internet para que puedan estudiar nuestros niños”, dice Ángel Pedro, líder asháninka. “Tenemos unas escopetas que nos dieron para defendernos de Sendero, pero ahora ya ni sirven, están obsoletas. Si no fuera por nuestra organización, por nuestra propia fuerza, ya nos hubieran desaparecido”.

Miembros del comité de autodefensa de Osherato patrullan la comunidad. Hace unos meses atraparon una embarcación que transportaba droga, algo habitual en la cuenca del río Ene. / Musuk Nolte

La huída, el combate, el retorno

A diferencia de otros pueblos amazónicos que conquistan territorios, los asháninkas son guerreros defensivos: cuando son atacados, cuando invaden sus tierras, tienen la reputación de ser los guerreros más fieros —los mejores con el arco y la flecha— de las 51 naciones amazónicas que existen en el Perú. De ahí que, luego del golpe inicial de Sendero en el valle del Ene, la población asháninka se organizó sin esperar la ayuda del Estado peruano.

Durante generaciones los asháninkas han formado grupos especializados en protegerse de las amenazas. Les llaman ovayerii: guerreros. En su libro Rondas campesinas y nativas de la Amazonía peruana, el antropólogo Óscar Espinosa explica que estos grupos constituyen una práctica tradicional a la que los asháninka se han visto obligados a recurrir en distintos momentos de la historia, cuando han tenido que defender sus tierras o sus vidas. Esta tradición fue reactivada frente a la situación de violencia terrorista.

A comienzos de los noventa, cuando la guerra contra Sendero era más sangrienta, los asháninkas del valle de los ríos Ene y Tambo se organizaron en lo que hoy se recuerda como el ejército asháninka: un batallón de guerreros indígenas armados con escopetas, arcos y flechas que hacían asaltos sorpresivos a los campamentos senderistas. Para ello, los ronderos nativos apelaron a la tradición de guerreros de sus abuelos.

El masato es una bebida de yuca fermentada con saliva y camote. Su consumo es vital en las relaciones sociales y es fuente de alimento de varios pueblos de la Amazonía, como los asháninkas.  / Musuk Nolte

Carin Bendita Bardales vive en la comunidad de Kempiri con su familia, luego de pasar una temporada en un noshiro. / Musuk Nolte

Así, todos los varones adultos pasaron a conformar los “comité de autodefensa” o CADs, legalizados en 1991 durante el régimen de Alberto Fujimori. “Gracias a nosotros es que los militares han vencido”, cuenta Américo Salcedo, 35 años, presidente del comité de autodefensa del valle del Ene, que cubre unas 56 comunidades con sus anexos, desde Osherato hasta Catungo-Qempiri. Su padre fue asesinado por Sendero y su cuerpo arrojado al río. “Fujimori no ha querido enfrentarse cien por ciento. Los militares han entregado el armamento a nuestros hermanos para que ellos nomás se enfrenten, como carne de cañón. Para ir a morir. Y esa también es parte de la verdad”.

Para 1994, las comunidades del Ene como las de Potsoteni, decidieron volver a reconquistar los territorios, en coordinación con las Fuerzas Armadas. Potsoteni (“río rojo” en lengua asháninka) fue de las primeras comunidades que volvieron al valle.

“Emboscadas hacíamos a los terrucos. Poquito a poquito abrimos chacra, para vivir de nuevo en este territorio”, cuenta Toribio Valerio, antiguo dirigente asháninka, que organizó el regreso de su comunidad luego de que su tío Bendito fuera asesinado por Sendero. Hoy, más de 30 años después, desde la tranquilidad de su vejez, Toribio vive con su mujer, sus cuatro hijos mayores, sus múltiples nietos, integrado a esta comunidad de más de 500 familias, en un territorio que supera las 10 mil canchas de fútbol juntas.

Unas niñas preparan la actuación por el Día de la Madre en la comunidad de Potsoteni, río Ene. / Musuk Nolte

Haroldo Ventura, jefe de Unión Puerto Asháninka, señala un viejo mapa de la comunidad / Musuk Nolte

Este sábado soleado de mayo, Potsoteni se prepara para celebrar el Día de la Madre y el aniversario de la comunidad. El sol con sus arpones amarillos quema las nucas. Las nubes descansan sobre las montañas verdes como gigantescos animales de algodón. Ángel Pedro está ahora mismo en plena faena con otros comuneros, miembros también del comité de autodefensa, cortando a machetazos la mala hierba que se ha ido acumulando en la entrada de la aldea. Necesitan el camino limpio para que pasen unas planchas de tecnopor y calaminas que van a usar para construir unas casas de concreto de un programa social del Estado, al lado de las cabañas de madera.

“Tenemos casas de concreto, pero no hay agua potable ni desagüe ni internet para que puedan estudiar nuestros niños. Tenemos unas escopetas que nos dieron en la época de Sendero para defendernos, pero ahora ya ni sirven, están obsoletas”, dice el presidente de CARE. “Si no fuera por nuestra propia organización, por nuestra propia fuerza, ya nos hubieran desaparecido”.

Una mujer asháninka practica el shimpokantantantsiro, curación a través del vapor de plantas: colocadas en un recipiente con agua, elevan vapor al contacto con piedras incandescentes. El paciente parado sobre el recipiente recibe el vapor dentro de una kushma. Al mismo tiempo, la vaporeadora y el paciente deben sobar las partes adoloridas para expulsar el daño de su cuerpo. / Musuk Nolte

“Acá no hay paz al cien por ciento”, dice Aroldo Ventura, 47 años, presidente de la comunidad Unión Puerto Asháninka, ubicada en la parte baja del valle del Ene, donde viven unas 500 familias. Esta mañana Aroldo da órdenes y despide a una tropa de jóvenes, miembros del comité de autodefensa. Con sus cushmas marrones, caras pintadas con achiote, un par de escopetas de caza, lanzas y flechas, caminan el monte patrullando el territorio de la comunidad. Los comités los conforman, en su mayoría, hombres mayores de 18 años en cada comunidad. Sin excepción. Casi como un servicio militar obligatorio. Hoy, siguiendo la tradición de sus padres y abuelos, siguen vigilando su territorio. Aunque ya no se enfrentan al terror desplegado por Sendero Luminoso, saben que siguen habiendo peligros que deben enfrentar.

Los comités de autodefensa han evolucionado en sus funciones: ahora ellos se encargan de mantener el orden interno en las aldeas asháninkas. Intervienen en disputas entre vecinos (casos de violación, de robos, de violencia familiar), vigilan el ingreso de forasteros (invasión de colonos, por lo general, o el paso de “mochileros” o traficantes surcando en botes el río), detienen el avance de los incendios forestales (usando drones), resisten las presiones de los narcos de la hoja de coca (ante la que el dinero, a veces, suele quebrar voluntades). 

“Los cocaleros del Vraem, al ver que ya no hay más tierras para cultivar, invaden nuestros territorios, tumban los árboles y plantan su coca”, cuenta Américo Salcedo, presidente de los Comités de Autodefensa. “Pero después con tanto químico, la tierra ya no sirve para nada. Entonces salen a invadir más territorio indígena y así como un círculo que nunca termina”.

“Los cocaleros del Vraem, al ver que ya no hay más tierras para cultivar, invaden nuestros territorios, tumban los árboles y plantan su coca. Y ahí puedes hacer dos, tres cosechas, pero después con tanto químico, la tierra ya no sirve para nada, sin nutrientes. Entonces salen a invadir más territorio indígena y así como un círculo que nunca termina”, explica Américo Salcedo, presidente de los Comités, y que conoce de primera mano cómo actúan estas mafias. “Yo lo he visto, nadie me ha contado. Pero las autoridades del Estado peruano parecen no pensar lo mismo”.

En un documento remitido a CARE en 2021, las Fuerzas Armadas apostadas en el valle del río Ene, están privilegiando más el resguardo de la zona de la parte alta, más cerca a la selva del Vraem, donde hay un nivel mayor de acción de los grupos narcotraficantes y sus aliados, los remanentes terroristas. Sin embargo, para los asháninkas de esas comunidades, ubicadas en esa parte del valle —como Osherato, Unión Puerto Asháninka y Potsoteni— el peligro está muy lejos de haber desaparecido.

Agustin Rojas es jefe de Osherato, una de las primeras comunidades de la zona norte del río Ene. En los últimos meses, esta y otras comunidades han reforzado los comités de autodefensa frente al incremento de los conflictos con invasores, traficantes de madera y narcotráfico. / Musuk Nolte

“Hoy, los militares de la zona, dicen que, porque no tienen su padrón actualizado o su resolución actualizados, entonces los comités se deben desactivar. Pero en la ley no dice eso”, explica Irupé Cañari, asesora legal de CARE, y añade que estos requisitos no pudieron ser cumplidos por varias comunidades por el aislamiento que tuvieron que acatar debido a la pandemia. “Además no tenían ni internet para enviar sus informes ni combustible para navegar río arriba ocho horas hasta la base militar más cercana. Fue un trabajo intenso hacerles entender eso a las Fuerzas Armadas. Los comités de autodefensa continúan legalmente existiendo mientras haya estado de emergencia en esa zona. Recién si se pasa del estado de emergencia al estado de derecho, cuando ya no hay grupos hostiles, se pasa a la desactivación de los comités de autodefensa. Eso dice el decreto”.

Fue recién a mediados del 2021, que en el contexto de la matanza de la comunidad del Vizcatán del Ene, con el asesinato multiple de unos comuneros —supuestamente perpetrado por remanentes de Sendero, aunque el caso sigue en investigación— que las Fuerzas Armadas decidieron dejar sin efecto la desactivación de los comités de autodefensa asháninkas. Hoy, toda la zona del Vraem sigue en estado de emergencia. Y los líderes asháninkas bajo peligro.

Elio Sebastián (16) y Karen Ríos (15)  están casados. Recibieron un pequeño lote en la comunidad de Boca Anapate donde construirán su casa. / Musuk Nolte 

Global Witness indica que el Perú está entre las 10 zonas más peligrosas del planeta para los defensores de la tierra y el agua. Y los líderes asháninkas, como ocurrió en la época de la subversión, siguen siendo de los más atacados y criminalizados. En 2013, por ejemplo, dos sicarios mataron a Mauro Pío —líder histórico del pueblo asháninka— disparándole desde sus motocicletas. Pío llevaba veinte años pidiendo la titulación de sus tierras y la expulsión de la empresa forestal que invadía su comunidad. En 2014, unos traficantes de madera asesinaron a balazos al líder asháninka Edwin Chota junto a sus tres compañeros en la selva de la frontera con Brasil. Durante 12 años estuvo exigiendo al Estado que le ayudara a proteger su bosque de la depredación. Solo luego de su muerte, las autoridades atendieron sus demandas. Más de 80 peruanos (en su mayoría indígenas) fueron asesinados por causas similares durante las dos primeras décadas de este siglo. La cifra solo registra los casos conocidos.

“El mayor peligro que sentimos es que el Estado, quien se supone nos debe defender, nos traiciona”, me dijo alguna vez Ruth Buendía, reconocida lideresa asháninka, ganadora del premio Goldman, el Nobel Verde, otorgado a líderes ambientales en los cinco continentes. Ella enfrentó a la compañía brasileña Odebrecht para evitar la construcción de una represa en tierras indígenas. “Nos dejan a nuestra suerte a manos de criminales”.

 

Los nuevos liderazgos

Las nuevas generaciones de asháninkas, jóvenes entre sus 20 y 30 años, hijos y nietos de los líderes que fueron exterminados o desterrados durante la guerra contra Sendero, tienen claro que no pueden quedarse con las manos extendidas, esperando que el Estado acuda a ayudarles. 

“Ya hemos esperado demasiado tiempo”, dice Florinda Yumiquiri, 28 años, madre de dos niños y un bebe que nacerá en unas semanas. De pie, bajo la sombra de un árbol, la secretaria de la comunidad de Osherato (“cangrejo”) y tesorera de CARE, dice que por eso ahora las mujeres también forman parte de los comités de autodefensa. 

“Los tiempos han cambiado. Ahora yo no puedo, pero las más jovencitas también salimos a patrullar, a chalanguear a los que vienen a invadir nuestro territorio”, dice Florinda, refiriéndose a esa costumbre asháninka de azotar a un “malvado” con unas ramas de ortiga, largas como látigos. Así, cuenta, lograron expulsar hace unos años a un grupo de colonos (“choris”) que quisieron apropiarse de un sector del bosque de la comunidad. Recién, luego de un juicio que duró casi una década, lograron terminar con ese problema al sacar su título de propiedad en 2018. No es el único caso.

Kirenia tiene 15 y ya es madre de un niño de casi un año. Al quedar embarazada de su pareja, dejó la escuela y se dedicó a criar a su niño. En las comunidades asháninka,  la vida sexual empieza en la adolescencia, aunque en los últimos años son más los jóvenes que buscan postergar la maternidad luego de culminar sus estudios. / Musuk Nollte 

A pesar de que habitan sus territorios desde hace generaciones, más de 600 comunidades indígenas —la mitad de todas las que existen en la selva peruana— siguen sin ser las dueñas legales de sus tierras. Un estudio de World Resources Institute, realizado en quince países de Asia, África y América Latina, demuestra que el proceso de legalizar un territorio indígena es extremadamente complejo, costoso y lento, y obliga, en varios casos, a que las familias abandonen sus tierras o pierdan sus derechos sobre el agua, plantas medicinales o alimentos. Mientras las comunidades deben afrontar procesos que pueden tardar más de 30 años, las empresas que solicitan concesiones en estas mismas tierras suelen obtenerlas en solo treinta días, a lo mucho, en cinco años. Los pueblos indígenas y las comunidades rurales ocupan más de la mitad de las tierras del planeta, pero solo poseen legalmente el 10 por ciento de las tierras a nivel mundial. 

El Perú está entre las 10 zonas más peligrosas del planeta para los defensores de la tierra y el agua. Y los líderes asháninkas, como ocurrió durante la guerra contra Sendero, siguen siendo los más atacados y criminalizados. En 2014, unos traficantes de madera asesinaron al líder Edwin Chota en la frontera con Brasil. Durante 12 años estuvo exigiendo al Estado que le ayudara a proteger su bosque de la depredación. 

En el valle del Ene, una de las poblaciones que más ha sufrido la destrucción de su territorio a manos de cocaleros es Catungo Quempiri, ubicada en el distrito de Río Tambo en la provincia de Satipo, en Junín. Esta comunidad limita con la región Cusco y desde el 2018 empezó a denunciar la presencia de colonos invasores para sembrar hoja de coca. Según la asesora legal de CARE, se han registrado 10 denuncias por tala ilegal de bosques de Catungo Quempiri ante la Fiscalía Especializada en Materia Ambiental. Hasta diciembre del 2021 se contabilizaron 1.962 hectáreas deforestadas a causa del avance del sembrío de coca y otras actividades ilegales en esta zona.

Esta comunidad tiene a la cabeza a Clementina Shinquireri, la primera jefa de Catungo Quempiri. Su padre, quien fue fundador de la comunidad que ahora ella dirige y que participó activamente en la obtención del título de propiedad en 1999, fue asesinado por Sendero Luminoso. Ahora, ella también es amenazada por remanentes terroristas.

Florinda Yomiquiri, secretaria de CARE. Potsoteni, Río Ene. / Musuk Nolte

De ahí que, para Ángel Pedro, presidente de CARE, los comités de autodefensa constituyan la primera línea de defensa que tienen frente a un Estado indolente. “Cuando hay una emergencia los militares se demoran un mes, dos meses en llegar. En cambio, acá como comuneros, nosotros somos los que nos levantamos rápido para defender nuestro territorio”. 

El 20 de abril de este año, el asesinato de Ulises Rumiche Quintimari, quien fue hallado muerto en la carretera Naylamp de Sonomoro, recordó la vulnerabilidad en la que estas comunidades permanecen. El líder indígena nomatsiguenga, gerente de Pueblos Originarios en la Municipalidad distrital de Pangoa (provincia de Satipo, a la que pertenecen las tierras asháninkas del Ene), fue asesinado de un disparo en la cabeza. Hasta el momento, no hay avances en la investigación, según informan los deudos.

Frente a esta situación, la respuesta del Gobierno no ha sido la más adecuada. El último jueves 26 de mayo debía realizarse en Satipo una sesión descentralizada de ministros; sin embargo, esta fue cancelada. CARE rechazó la postergación de esta reunión en la que esperaban exponer la inseguridad en la que viven sus comunidades. 

“Nosotros ya lo tenemos claro: eso ya está instalado en la organización de las comunidades nativas”, asegura Ángel Pedro, que en un momento quiso ser policía para vengar la muerte de su padre, el pastor Bendito. “Así que por más que quieran desactivarnos y que se lleven sus armamentos del Estado que ya están obsoletos, nosotros continuaremos, aunque sea con nuestros arcos y nuestras flechas, nos defenderemos”.

*Este reportaje fue realizado con el apoyo de National Geographic Society y fue publicado originalmente en NatGeo en Español, en septiembre de 2022.