Visualidades
Luján Agusti
México -
agosto 27, 2020

Luján Agusti y las formas de afilar la mirada

En el occidente mexicano, en la Costa Chica, está el territorio Afromexicano. Esta zona surgió durante el proceso de colonización, cuando los españoles trajeron consigo personas esclavizadas desde África. Tenían apenas algún día de libertad a lo largo del año, que utilizaban para reunirse y recordar sus raíces. Aprovechaban estos días practicar costumbres y tradiciones que les eran censuradas en su cotidiano.

“La danza de diablos” es un ritual dedicado al Dios Negro Ruja, a quién aquellas personas esclavizadas pedían su liberación. Al inicio del baile se le invoca con respeto y reverencia al grito de ¡Urra! Hay 24 bailarines organizados en dos columnas. En un principio eran todos hombres. Ahora, aunque pocas, las mujeres también bailan.

“La danza de diablos” es una danza de rebelión y lucha, la manifestación de la fuerza cultural que trajeron reprimidas las personas afrodescendientes. La iglesia no los aceptaba y les prohibió bailar para los santos o para su dios. Por esta razón decidieron bailarle al diablo. Así, crearon la identidad del diablo que se realiza a través de las máscaras. Los sonidos y coreografías que se realizan son el sincretismo de tradiciones de origen africano en fusión con lo indígena, dando lugar al surgimiento de las primeras tradiciones afromexicanas.

Luján Agusti es fotógrafa y artista visual. Nació en 1986 en Puerto Madryn, Argentina pero ya estaba trabajando en México cuando el presidente Donald Trump aplicó la política de “tolerancia cero”. Ella había ido para retratar la religiosidad y las fiestas populares, pero se encontró con el drama de las familias migrantes. Y en la frontera aprendió sobre los mascogos, la comunidad afrodescendiente de América Latina más al norte que existe.

Los mascogos son una comunidad de se fue de Estados Unidos a mitad del siglo XIX, huyendo de la esclavitud. Cruzaban hacia México con la condición de proteger la frontera, que todavía era difusa. Se asentaron en el municipio de Múzquiz, el espejo mexicano de Texas. Algo así como la línea exacta en la que empieza Latinoamérica. Hoy allí viven unas setenta familias que se dedican a la siembra y la cría de ganado. Son buenos jinetes, dicen, y nunca les ponen nombre a los caballos. Todos los 19 de junio celebran la abolición de la esclavitud del otro lado, en Texas. Se visten de época, comen platos típicos y bailan. “Celebran sus raíces”, dice Luján. 

Antes de acercarse a algo nuevo, Luján estudia respetuosamente. Se nutre de algunas de las preguntas que plantean los feminismos sobre los roles y el lugar que ocupa cada cual para pensar sus acciones y su presente. Trabaja con el ímpetu de una mujer viajera y las preguntas de una fotógrafa capaz de mirar su propia práctica de manera crítica.

“Se pensó por mucho tiempo que la del fotógrafo era una posición de héroe, que llega para revelar una verdad”, dice. Como mujer fotógrafa, para ella no se trata de salir a la caza: “No es que vas con un objetivo claro y volvés con el resultado, como si fuera una transacción capitalista”.

“Creo que hay una forma de trabajar que está ligada a objetivos y resultados, a tener éxito o no tenerlo. A lograr la foto. Pienso que los proyectos fotográficos más enriquecedores son los que nos permiten hacernos preguntas. Que nos llevan a explorar, reflexionar, conocer y aprender de quienes van apareciendo en ese camino. Entender que los proyectos se mueven solos y hay que seguirlos”.

Luego de aquel viaje y con esas inquietudes a cuestas, volvió al sur argentino para trabajar con su propia cultura. Quería explorar historias cercanas en esa Patagonia silenciosa. “Es un territorio increíble que me parece que necesita otras voces”, dice.

Hay 9639 kilómetros en línea recta desde Ushuaia a Coahuila. Desde “el punto más norte y el más austral, di un salto que engloba todo”, dice. Desde ese fin del mundo ventoso, frío y de nublados inviernos, Luján piensa en la fotografía: “Lo que hacemos, con suerte, es abrir cuestiones que nos permitan entender el mundo donde vivimos y tratar de que el trabajo sea un aporte”.  

-¿Cómo fue tu experiencia en México?

Me fui a viajar y conocer y en el medio me presenté a un Seminario del Centro de la Imagen, que tenía un programa interesante. Estuve en el seminario, duró un año y a partir de ahí empecé a construir y me terminé quedando varios años más. Fue muy enriquecedor, aprendí mucho y es un país que me parece increíble. Allá empecé también a trabajar con proyectos que se interconectan por la presencia fuerte de la religión en la vida diaria de los mexicanos. Prima mucho el catolicismo pero a medida que te vas metiendo hay algo mucho más diverso, sobre todo para mí que venía de un contexto más agnóstico y me sentí interpelada.

Llegué a la frontera entre México y Estados Unidos junto a la fotógrafa Tamara Merino para hacer un proyecto para National Geographic y la organización IWMF. Queríamos retratar lo que estaba pasando en la frontera. Un gran número de latinxs mayores de edad eran deportadxs a sus países y sus hijxs permanecían en Estados Unidos, como si estuvieran presos. Una locura. La intención inicial era trabajar con una comunidad indígena binacional que está muy conectada con los mascogos.

Los mascogos son una comunidad que está desapareciendo. Viven en la pobreza y su situación está más oculta. Su historia es interesante porque se originaron en el territorio estadounidense, viajaron a México en busca de refugio y el Estado mexicano los recibió con la condición de que ellos protegieran la frontera. Ahora muchos viven entre México y Estados Unidos. Y hoy, viendo el panorama de la frontera, los jóvenes en su mayoría se van a Estados Unidos a estudiar o trabajar y la comunidad queda cada vez más chica. 

-¿Cómo influyeron esos viajes en tu manera de ver la fotografía?

México me abrió la cabeza a nivel personal, a nivel experiencia de vida y en mi trabajo. Cada vez que iba a un pueblo entraba en un mundo distinto con tradiciones, cultura, fiesta, rituales y un contexto muy enriquecedor y estimulante para trabajar.

Pero a pesar de que siento que mi práctica era respetuosa, consciente y responsable, también pienso que podría mejorarse. Me daba cuenta muchas veces que llegaba a los lugares y a pesar de haber leído llegaba con mucha ignorancia y eso me empezó a generar dudas sobre mi práctica. En ese momento empecé a sentir la necesidad de ser más responsable, más que nada con creer que porque uno lee sobre una comunidad o lugar se cree capacitada para documentarla y hablar sobre y por ella.

Con el tiempo entendí que eso no es suficiente. Siempre es complejo hablar sobre historias que no son nuestras y ser la voz de otras personas. No sé si hay una respuesta general para todo: cada caso y cada historia son únicas y atienden diferentes necesidades y formas de ser abordadas. 

-Para muchos fotógrafos y fotógrafas parece difícil pensarse de esa manera.

Están a la defensiva, creo. Hay un punto en el que si no empezás a ser consciente te toca ponerte la armadura y hacerte el tonto. Trato de estar muy atenta para observar esas prácticas y tratar de no repetirlas. En el contexto de lo que me cabe a mí como mujer fotógrafa, tengo procesos para no salir de cacería y reflexiono mucho sobre eso.

Quiero ser mucho más respetuosa y delicada con los temas que elijo fotografiar. Un poco por esta cuestión de hacernos cargo de los privilegios y la posición de poder que se tiene cuando se es fotógrafo o fotógrafa. Por mucho tiempo se pensó que la del fotógrafo era una posición de héroe que llegaba para revelar una verdad, pero detrás de eso muchas veces hay manejos complejos.  

-¿Es una reflexión que haces sola o junto con otras fotógrafas?

Hago parte de un colectivo que se llama Ruda Colectiva, somos todas latinoamericanas de orígenes y culturas variadas y este tipo de discusiones se dan un montón. Hablamos de temas muy específicos como del feminismo blanco, el lugar de las mujeres afrodescendientes en el feminismo y eso nos lleva a reflexionar sobre nuestros propios trabajos y los roles que ocupamos. De alguna forma lo que hacemos, con suerte, es abrir cuestiones que nos permitan entender el mundo donde vivimos y tratar de que el trabajo sea un aporte.  

-Con esas reflexiones, ¿cambió tu manera de encarar los proyectos?

Cuando creo que voy a abordar temáticas donde puedo pecar de ignorante, trato de informarme todo lo que puedo, leo, converso con las personas con las que voy a trabajar, con colegas mujeres que me puedan iluminar.  

-¿Por qué decidiste volver a Ushuaia?

De alguna forma ese proceso me hizo volver a la Patagonia a desarrollar proyectos y visibilizar lo que tiene que ver con mi cultura. La Patagonia es un territorio increíble y me parece que necesita que haya otras voces y que es importante tratar de articular trabajos que generen interés en personas que no saben ni donde queda. Me di cuenta que acá también hay un montón de problemáticas muy silenciadas. 

-¿En qué proyecto estás trabajando ahora?

Tenía muchas ganas de venir para acá y busqué la forma de venir y trabajar en lo mío. Seguramente hubiera podido encontrar trabajo como fotógrafa pero lo que quería era hacer fotografía documental. Para eso tuve que generar las posibilidades.

Me presenté a una beca de National Geographic y estoy haciendo un proyecto ambiental sobre turberas, un típico humedal que se da en los procesos de derretimiento de los glaciares. Cuando el glaciar se retrae, se forman estas turberas que generan consecuencias importantes para la absorción del dióxido de carbono. Y las extraen y al extraerse se arruinan y se usan como combustibles y tienen otras funciones.

Me vine a desarrollar ese proyecto que habla sobre la conexión de la comunidad con la turbera. Mucha gente no sabe qué es una turbera. Como para una es cotidiano, cuesta identificar lo valioso alrededor tuyo. Eso de salir y volver me ayudó mucho. Ahora quiero hacer proyectos sobre todo acá mismo.