Textos
Marcela Turatti
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junio 10, 2019

Los Esclavos de la Amapola

Los Esclavos de la Amapola*

La Montaña, Guerrero.— Esta región del país es, desde hace tiempo, según el gobierno, la principal incubadora de narcos. Pareciera un hormiguero: narcos van y vienen, nacen y mueren, los hay de todos tamaños y texturas, salen hasta por debajo de las piedras.

Eso sí, los narcos de por aquí son distintos de los famosos: no traen camionetotas último modelo, blue jeans, botas de cocodrilo, cintos piteados, pistolas con cachas de oro o su buen sombrero. Quienes aquí se dedican al negocio de las drogas usan sombreros tan duros como tortilla tatemada, camisas transparentes por tanta lavada, viejas escopetas mata-conejos, tienen sus brazos huesudos y su hilerón de chiquillos descalzos con la panza inflada. Vaya, ni carros tienen.

Con su puro esfuerzo, familias enteras de montañeros han hecho de esta zona la campeona nacional en producción de amapola, aunque su vida es más dura que un pellejo de vaca muerta. Y quizás esa es la causa de su éxito.

A todas luces se ve que las ganancias por sembrar la planta son para otros, aunque los que corren el riesgo y ponen los retazos de tierra y el pellejo son estos miles de indígenas que al sembrar la yerba prohibida ganan poco más de lo que les daría una cosecha de maíz –ahora que el maíz ni precio alcanza–, lo justo para no desnutrirse, si acaso para mejorar su casa y mandar sus hijos a la escuela.
No todos lo logran. Sólo los que tienen suerte de que los soldados no den tremendas palizas a sus frágiles plantíos, no los encarcelen por hallarles semillas escondidas o lograron salvar sus plantas de que les caiga una plagazón.

Esos son los riesgos que los cultivadores enfrentan cada temporada. No pocos están en prisión por enrriesgarse.

Hija de esta cadena montañosa es María, una mixteca de 23 años, alta entre los de su pueblo en cuya estatura ha hecho estragos la desnutrición, delgada como vara, que a los 15 años soñaba con tener un pedazo de milpa repleta de amapolas lindas, con sus flores moradas bien abiertas, como las que ahora mismo acaricia y entre las que posa para fotografiarse con su celular.

María soñaba que con las ganancias de una sola cosecha reemplazaría la paja del techo de su casa por láminas o que echaría piso de cemento para que los suyos no enfermaran con cada aguacero.
Ocho años después, María se abre paso, contenta, entre las amapolas que crecen en la milpa de Anselmo, su vecino, todas con la cicatriz de la cesárea que indica que ya les exprimieron la baba que guardaban dentro, ésa que –ya procesada– se vuelve adictiva y es cotizada en el mundo, pero también perseguida. En este paraíso prohibido, a María le brota la idea de ser “narca”, como lo es Anselmo, como lo fue su papá, como lo son muchos en su pueblo desde que tiene memoria.
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MARIA
Cuando tenía ocho años en todas partes había sembradíos, donde estaban floreados se notaba la amapola, aquí le decimos ‘maíz bola’ o ‘goma’. Una gente decían que la planta era mala, que volvió loco a las personas, pero otros decían que comían la hojita y que sabía más o menos como de rábano.
Muchos decían, ‘¿Cómo vamos a hacer para obtener dinero?, pues tenemos que sembrarlo aunque es peligroso’, y sí, mi familia sembraban pero muy poco, a veces no sabían cuidarla bien. Así lo vi a mi papá en el cerro. Una vez como ya iban a rayar llevó a mi hermano, de por sí no querían llevarnos a nosotros los niños a donde tenían eso, pero me tuvieron que llevar y me senté ahí, me quedé viendo, ‘¿Y cómo le hacen?’, yo hacía preguntas. ‘Vete a dar vueltas por allá, si vienen unas personas, unos guachos (soldados), nos avisas’, no me dejaban andar en los cultivos. Esa vez casi no lograron tener grande increso, nomás 20, 30 gramo, nomás unos 200, 300 pesos, pero aunque sean unos 300 pesos (15 dólares), pues ya es dinero.
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A principios del siglo pasado no era delito cultivar esas matas tupidas que a María le llegan a la cintura y la hacen sentirse modelo de un comercial de champú con esencias florales. Los países que más jugo le sacaron a la goma de opio fueron Francia, Holanda y Reino Unido cuando era fácil comprar jarabes de heroína para la tos o calmantes a base de opio. Desde 1886 la amapola se cultivaba en Sinaloa, pero las plantaciones mexicanas se quedaban pálidas ante tamañas ganancias de los europeos.
En 1914, el gobierno de Estados Unidos restringió el comercio de la amapola, mientras el mexicano empezó a regular los cultivos y obligó a los productores a sacar permisos. Doce años después, en 1926, la prohibió. En la década de los 40, los americanos estaban urgidos de opiáceos, sobre todo de morfina para dopar a sus soldados heridos en la guerra. Una leyenda negra, todavía en boca de ancianos, indica que los oficiales gringos hicieron un convenio con los mexicanos para que los campesinos de aquí pusieran las tierras, el trabajo y el sudor con tal de tener a los veteranos de guerra bien surtidos.

Las cosechas se extendieron tanto que, en 1948, el ejército mexicano recibió su primera orden de erradicar los cultivos, y desde entonces nunca se zafó de esa tarea. Pero eso no impidió que, en los años 70, México se convirtiera en el primer proveedor de amapola para los gringos. En 1977, el gobierno mexicano, presionado por el vecino del norte, lanzó la “Operación Cóndor”: fumigó masivamente cultivos y soltó soldados por los cerros para perseguir cultivadores. Guerrero de por sí estaba militarizado pero era porque la desigualdad social había incubado grupos guerrilleros; todavía no figuraba entre los productores.

Hasta finales de los años 80, Guerrero salió a relucir como estado de origen de la mariguana y, con el tiempo, se fue afianzando también la amapola, porque es una planta que, como los montañeses, resiste a la geografía pedregosa, al terreno irregular, a la pobreza más extrema y al clima ensañoso.
Pronto, la moda de la goma se extendió entre los pueblos y algunos hasta cambiaron de nombre. Como San Luis de la Loma al que se le conoce como San Luis de la Goma. México es, según la ONU, el tercer productor más importante de opio.
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MARIA
Si la gente los ven que llegaron los soldados a donde acampan, entre familias van corriendo, ‘Llegaron los guachos, no vaya nadie a traer leña’, y nadie salía. Por eso no encontraba las personas.
Cuando bajaban los militares pues has de cuenta como una fantasma, todos se escondían, ellos rodeaban la comisaría pero el comisario nunca llegaba porque tenía miedo. Unos del pueblo que tenían armas –no de las otras sino de esos para cazar conejos– hasta tenían que esconderlas, y las semillas abajo de la tierra.
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El pueblo de María se ubica en este enredo de montañas que comparten Guerrero y Oaxaca, con cerros pelones de tanta talada, manchones de bosque ralo, intentos de milpas malogradas. De lado de Oaxaca se le llama sierra Mixteca; en Guerrero, La Montaña, conformada por 19 municipios, habitada por 312.000 habitantes, la mayoría indígenas nahuas, mixtecos y tlapanecos.

En esta región mexicana se vive en condiciones similares a las de Congo, Ruanda o Somalia, que aquí significa no tener trabajo; no encontrar comida; no conocer el excusado; borrar de la dieta carne y verduras y, en casos extremos, echar al comal las raíces de los platanares o insectos al plato; tomar agua del arroyo puerco; alumbrarse con la luz de la luna.

Implica también que una simple diarrea puede ser asesina; que la gente tiene que aguantarse hasta un mes las dolencias porque no llegan antes las brigadas médicas; jugarse la vida por los caminos de curvados que conducen a la ciudad; encontrar pueblos vacíos –con puertas atrancadas con un trozo de madera– porque sus habitantes se fueron a la pizca de tomate a Sinaloa o a Estados Unidos.
La Montaña está ubicada tan en la periferia de la periferia que los maestros rurales se esfuman quejándose de que no hay comida, ni doctor, ni modo de llegar.

Sus pueblos están extrañamente esparcidos en cimas de cerros imposibles o al fondo de los acantilados. Sus viviendas lucen una miseria estándar: casas de adobe, techo de palitos, un tendido de tablas en lugar de cama, fogatas con las que se cocina envenenando el aire, chozas con parches de cemento y pisos de tierra roja.

Los niños montañeros miden seis centímetros menos que los de la ciudad. Muchos son flacos, con panzas infladas por las lombrices que almacenan; encorvados como ancianos, con costras como quemaduras de cigarro por las infecciones en la piel.
En esas condiciones vive María.

Entre esta miseria se engendra la planta que mueve millones de pesos lejos de aquí porque sirve para fabricar la heroína, sustancia que en el mercado negro mexicano, en 2005, según la PGR, costaba 32.850 dólares el kilo, y aumenta de precio cuando cruza a Estados Unidos. Aunque las familias montañeras que la sembraron y cuidaron como a una chiva embarazada, apenas recibieron 22.000 pesos (mil dólares) por kilo al año.
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MARIA
De mi pueblo los que no siembran ‘maíz bola’, unos trabajan en la construcción en Tlapa, o en Culiacán o están en Estados Unido, porque en mi pueblo no hay trabajo. Los que siembran amapola no tienen mucho increso, es poquito lo que gana, pero con eso poquito se paga los estudios de su hijo, su uniforme, la cooperación del maestro, tantito de maíz, lo básico.
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Algunos de los cerros de La Montaña están tan empinados que uno no se explica cómo aparecieron milpas en esas pendientes verticales con sus surcos bien peinados, y qué habilidades poseen los hombres-cabra que siembran en el espinazo del cerro sin caer al abismo.
Cada familia indígena tiene un tasajo de tierra, ninguna es latifundista. Invierten su vida en sacarle comida a su milpa, aunque su desnutrida tierra cada vez es más tacaña y comparte poco maíz. Pero como La Montaña está en la periferia del país, lejos del gobierno, de las oportunidades, de los servicios, toda esa mezcla sirve de abono para la amapola.
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MARIA
Una vez una plantita nació frente a mi casa y la dejamos crecer, la flor estaba bonita, y los soldados bajaron y preguntaron a mi papá, ‘¿Lo vió esa planta?’, ‘Es una flor que trajo el agua y ahí nació’, ‘Arráncala, es malísimo, le sale amapola, eso es malo’. ‘Es que no sabíamos que era malo, señor’.
Otro día que bajaron también él se ponía a platicar con ellos, ‘¿Y ustedes qué hacen acá?’, ‘No, es que venimos a destruir la amapola, ¿usted siembra?’, ‘No, yo no conozco’, y de por sí teníamos semillas de eso y mi mamá hizo un hoyo adentro de la casa y ahí escondió el garrafón de las semillas, pero mi papá no los dejó pasar y ahí estuvo platicando, no podía hablar bien español, nomás lo intentaba, y pues les empezó a ofrecer agua, tortilla. Y le empezaron a decir, ‘No le vaya a siembrar usted porque eso dejan loco a los niños y a todo, y si los vemos lo llevamos en la cárcel muchos años’, y así le decían, pues, y ya mi papá le explicaba, ‘No conocemos eso, pensábamos que eran flores’.
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Los más empeñados en ‘la goma’, a lo mucho, cultivan media hectárea. Una entera implica harto esfuerzo para una sola familia y una inversión que podría ser catastrófica porque tanta planta junta es escandalosa vista desde el cielo o desde la carretera.
Para iniciarse en el negocio se necesitan 5000 pesos (250 dólares) de inversión inicial (para comprar semillas, mangueras, fertilizantes, herramientas y pagar peones y comidas). Un campesino promedio usa 10 rollos de manguera de 25 metros cada una para acarrear el agua de los arroyitos más cercanos.

La planta es demandante como un noviazgo: todos los días hay que llevarle agua, y estarse un rato acompañándola, regándola tramo por tramo, porque sin líquido no da el estirón.

Pedro y Rosa habitan una casa de concreto y piso de cemento que luce el sello del patrocinio del gobierno federal. Viven en Metlatónoc, durante años considerado el municipio más pobre de México. Desde el año 85 se estrenó como ‘gomero’ al ver que a sus vecinos les salía bueno el negocio. Sacaba primero 50 gramos, ahora junta medio kilo.

Esto lo cuenta tímido, en su idioma mixteco; a su lado, su mujer está embromada en una máquina de coser, inventando un pantalón.
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PEDRO Y ROSA (EN VOZ DE MARIA)
No, no siembran mucho y como aquí no hay agua ¿dónde van a agarrar? Si siembran mucho no pueden cuidar, tienen que pagar personas que vayan a cuidarlo, si usan peones cobran 150 o 200 al día (7 dólares), según la distancia del cerro, porque tiene que sembrar hasta el monte. Prefiere usar pura familia. Namás contrata peones cuando va a limpiar su terreno, como avientan antes al aire la semilla, como cilantro, y la plantita va creciendo unas arriba de otras, como sea contratan peones para quitarle las plantas encimadas y que tenga espacio para crecer. Tienen miedo de sembrar mucho, viene ‘licóptero, viene avión, lo soldado ve.
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Para sembrar, se prepara la tierra con la anciana técnica de prenderle fuego; se le peinan los surcos y le arrojan las semillas como el padrino de un bautizo que echa bolo. Los primeros brotes nacen empalmados y para que no se ahoguen se arrancan las plantas encimadas. Las sobrevivientes se yerguen en un tallo largo, coronado por una bolita, o bulba, o cápsula.

Cuando la mata alcanza 15 centímetros se le ayuda a dar otro estirón con fertilizante. Dependiendo del clima y la altura, las “bolitas” tardan de tres a siete meses en crecer al máximo para ser rayadas. Entonces, con navaja de afeitar a cada bulba se le hacen rajaditas horizontales, por donde escurre, tímido, despacio, el látex de opio o goma. Horas después alguien colecta esa baba tan insignificante que una latita de chiles alcanza para almacenarla.

Cada hectárea podría parir 11 kilos. Equivalentes a 800 gramos de heroína. O a 6.400 dosis. Pero los montañeros sólo cultivan una cuarta, sexta o décima parte de una hectárea. La mayoría la dejan para maíz. A la amapola le destinan pura retacería que no les da más de dos kilos. Cada kilo, sin descontar gastos de inversión, les deja 22.000 pesos (mil dólares), aunque varía al capricho del mercado.
¿Cuánta no será la necesidad de ingreso que, con todos esos pedacitos hilvanados, los montañeros han convertido esa zona en campeona nacional en cultivos ilícitos?
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Josefina tiene 28 años y 7 hijos. Es una mamá sola que vive en una comunidad rural del municipio de Tlapa, cabecera natural de La Montaña. Cada año, esta mujer correosa que por las penurias vivida parece cuarentona, enfrenta el dilema de volverse gomera o irse a las ingratas pizcas. Y cíclicamente siente la tentación de sacar a su familia adelante “a la mala”, y cuando está impuesta a sembrar y junta el material para hacerlo –las semillas que le venden en un garrafón de vinagre, la navaja, las latitas de chile, las corcholatas que usará como balanza, la manguera fiada– se le monta el miedo.
Esto lo cuenta debajo del cobertizo de su casa protegido por una lámina agujerada. Su mamá pela tomatillos a su lado, sus niñas echan tortilla al comal, las gallinas pasan entre sus piernas.
Ella no ha sembrado por miedo. Su vecino, en cambio, tiene el cultivo a la vista, en una porción de terreno hundido, como succionado. Ella me lo enseña bajando agarrada de ramas, hurgando si no hay federales cerca.

-Ahí, ‘ira, ahí se ven como cilantros, pero cuando crece es como flor rosa. Ésa es la goma-. Y muestra la bulba preñada de semillas y baba que pasará por lejanos laboratorios clandestinos, llegará al organismo de personas que morirán por sobredosis, provocará furor, alucinaciones, alegrías, desgracias y también matazones porque los gobiernos así lo disponen.
Para ella, esa planta es recurso de vida, es oro.
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La siembra del ‘maíz bola’ se asemeja a la del maíz tradicional: nacen en las mismas fechas, echan raíz hasta en tierra rocosa, las protegen los mismos santos patrones a los que se encomienda la cosecha y dan quehacer a toda la familia.
Trabajarla es muy sacrificado. Implica caminar todos los días al monte pelón. Llevarle agua. Cambiarle la manguera. Revisar sus hojas. Estar atento a su crecimiento. Enrriesgarse a diario.
En cada familia todos tienen un rol asignado: los hombres el barbecho, el chapineo, la siembra, el riego, la cosecha; las mujeres al desyerbado y preparar y llevar comida. Los niños le entran desde los cerros como vigilantes, o rayan y recolectan la baba.
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MARIA
No muy niños empiezan los hijos, de 12 a 15 años acompañan a los papás y aprenden cómo van a acomodar la tierra, a rayar, a recoger. Si los papás ven que no lo hacen bien no les permiten, porque si se pasa la navaja a donde sale la semilla ya no sale la goma. Se tiene que hacer delicadamente.
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Como en la cosecha del café, los acaparadores pasarán, jacal por jacal, a comprar la mercancía. Si tardan en llegar perjudican al látex de opio que perderá líquido, olor, peso y precio. Si el comprador no llega, nadie se animará a llevarlo a la ciudad para venderlo: soldados y policías están en los caminos.
Los montañeses lo venden a los acaparadores, estos a los fabricantes que, a su vez, montan laboratorios clandestinos en ciudades cercanas o hasta en cuevas donde fabrican morfina base (en forma de pastillitas de jabón) que se usará para sacar la heroína. Tres kilos de látex producen uno de morfina, y uno de morfina produce uno de heroína.

Entre más dinero manejan los recolectores más capacidad tendrán para sobornar a los encargados del orden que se topen en el camino.
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JOSEFINA
En estos tiempos casi nadie ha sobresalido porque los guachos vienen y se han llevado gente.
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PEDRO Y ROSA
También se sube y se baja su precio. Nosotros queremos mucho dinero pero ellos quieren dar poquito.
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La Montaña de Guerrero es la fábrica de mano de obra barata del país, incubadora en serie de personas que lidian con la desnutrición, y campeona nacional de parturientas muertas por falta de doctor, y de niños difuntos por enfermedades curables como la calentura.

Por ser pobres e indígenas son tratados como ciudadanos de quinta. El drenaje que pusieron en Metlatónoc se hundió en el estreno. La luz parpadea y funde estéreos. En lugar de clínicas recibieron tráileres como dispensarios, sin doctores, aparatos y medicinas. A sus agujeradas escuelas les faltan maestros. En tiempos de lluvia la carretera nueva se desgaja como polvorón.

Muchos montañeses viven como aves migratorias, viajan al ritmo de los ciclos de la cosecha: en noviembre las familias se trepan a los camiones que los llevan a los campos agrícolas norteños donde se les ve viviendo en barracas insalubres, bebiendo agua sucia en garrafones de pesticidas, endeudándose en las tiendas de raya de los patrones, sorteando enfermedades y cuidando que a los pequeños no los mate el herbicida, las ruedas del tractor o el brusco cambio de clima.

Por perseguir los ciclos agrícolas los niños no tienen cupo en la escuela y las familias no alcanzan beneficios sociales. Tampoco tienen influencias en el gobierno para conseguir fertilizantes que les ayuden a arrancarle comida a su milpa y arraigarse.
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MARIA
Desde niña tampoco había nada de trabajo, sembraba unos meses la amapola y cuando llegaba la temporada de seca se cerraban las casas, todos íbamos para Culiacán cortando jitomate, chile, pepino, namás se quedaban los perros. Con 6 años ya ayudaba a mis papás.
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Una estimación del año xxx indicaba que alrededor de 50.000 indígenas de 60 regiones en México se dedican a los narcocultivos. No sólo en La Montaña la pobreza y los narcocultivos cohabitan, lo mismo ocurre –según la Secretaría de Desarrollo Social– en la Tierra Caliente, de Guerrero; La Mixteca y Los Chimalapas, en Oaxaca; Las Cañadas y Zona Selva, en Chiapas; La Huasteca y Zongolica, Veracruz; La Tarahumara, en Chihuahua; y Las Quebradas, entre Durango y Sinaloa.

El cerco de la miseria provoca que muchos quieran salir adelante a la brava, haciéndose esclavos de la amapola.

Anselmo no quiso alistarse a las pizcas del norte para que sus hijos no pierdan más años de estudios. Tampoco irse de mojado. Es un campesino de Metlatónoc, con camisa traslúcida y talones de los pies terregosos y resquebrajados, que camina con la facilidad de una cabra por el cerro rocoso hasta llegar al mero monte, donde los zumbidos de las alimañas aturden y los árboles tienen enredaderas. Ahí tiene su pedacito sembrado.
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ANSELMO
Nada más se puede sembrar uno al año, en temporada de seca. Es muy mínimo lo que gana, a veces gasta más en lo que siembra, necesita abono, Tamarón (insecticida) y fertilizante. En esta temporada no ve nada de beneficio, tiene que estar regado, hay plaga, a veces le sale un tipo de ceniza, se seca luego, y unos animalitos negritos que algo le pegan, pero le pone Tamarón y con eso se cae ese animal. Cuando está pequeño la plaga sí lo destruye y la ceniza blanquita seca las hojas, la goma ya no sale, dentro de los tallos se empieza a echar a perder.
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Los otros riesgos que los cultivadores corren no son naturales. Hasta el año 2006, el plantío podía ser fumigado por la PGR. Ahora es labor del Ejército arrancarlo, y capturar a los cultivadores. Por eso, a Josefina, la maña de su vecino de sembrar le hace brotar pesadillas de uniformados que la sacan a rastras de su casa y la condenan a la vida de cárcel, aunque la siembra ni suya es.
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JOSEFINA
Un vecino de cerquita sembró y de rápido bajó un helicóptero, lo esculcaron, se lo llevaron dos, tres años porque dentro de su troja apareció un costal de semilla. Y eso que el muchacho nomás sembró pedacito, y ahí en la lomita, se sentó el helicóptero. Una señora sí tuvo suerte, nomás en medio de esa milpa tiró semilla, se puso bien grandota y ella sí se escapó, sí la vendió.
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La gente siembra sus pedacitos en terrenos inalcanzables o fondos de barrancas para no llamar la atención. A veces, los gomeros se protegen trabajando de noche o ponen sobre su milpa enramadas como toldos, que simulan maleza. Pero el método más efectivo es la solidaridad comunitaria.
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MARIA
Si vienen los soldados nadie tiene que decir de quién es esa casa que preguntan, todos dicen, ‘No sabemos’. Si el soldado llega y encuentra lo da una paliza a la planta que no logra recuperarse o no se forma grande la bolita de la goma.
Un tiempo que llegaron los soldados a mi pueblo llevaban a un señor a donde están instalados, y todas las señoras del pueblo se reunieron y se lo quitaron. Después agarraron cuatro muchachos, fueron los primeros que se llevaron, ellos sembraban más, ya como media hectárea. Eso le dio miedo a muchos, ‘No hay que sembrarlo más porque así nos van a hacer con nosotros también’. Unos sí lo seguían sembrando pero en lugares escondidos, barrancas o así.
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Todos asumen que cultivar amapola es un oficio. Es natural. Es un ingreso.
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MARIA
En el pueblo nadie le dice nada a los que siembran, es responsabilidad de ellos. Me acuerdo que una señora su esposo lo rayó y lo dejó en la noche, al día siguiente cuando llega su esposo a recolectar se da cuenta que toda la goma lo robaron, su esposa molesta se fue a la comisaría y empezó a decir en el tocadisco (del altavoz) para que todos oyeran: ‘Por qué hacen eso si todos somos pobres, si quieren obtener dinero pues que siembren también, no tienen por qué ir a quitar, somos pobres, no tenemos que tenernos envidia’. Lo dice así para que se sientan más mal los que lo hicieron y que el pueblo sepa, y porque la señora se siente triste.
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Para evadir a los saboteadores de los cultivos hay tácticas más agresivas. Algunos campesinos tienden cables de árbol a árbol, como tendedero, para que el helicóptero que se arrime, se enrede y caiga. Otra es dar ‘mordidas’ (sobornos) a los soldados para que no cumplan su misión. En las zonas donde los cultivos no son caseros y los terratenientes siembran grandes extensiones, de plano, rafaguean los helicópteros con AK-47 o R-15, porque las metrallas son fáciles de conseguir en la zona y, se dice, las surten los militares.
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MARIA
El señor que tiene más estudio y entiende bien el español habló con el jefe de los soldados diciéndole, ‘Dejen a la gente sus cultivo, aquí somos pobres, tienen hijo que comer, no tenemos nada en qué trabajar, y eso nos ayuda poquito, y cuando llegan ustedes los destruyen, se van todos su esfuerzo, todo su sueños, porque con eso unos hasta logran construir su casita o apoyar a sus hijos a que estudien y ustedes hacen que ya no pueda estudiar’. Y así los convencen. Dijeron que querían 33.000. El señor anunció en tocadiscos que cooperaran para los guachos, y como los que siembran lo que quieren es ganar, aceptaron y por eso ya esos soldados no subieron al cerro a destruir.
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En los anuncios de televisión el gobierno se llena la boca con la captura de tanto pobre diablo que presenta como “resultado de la guerra antinarco”. Las cárceles están llenas de poquiteros, de narcomenudistas, de cultivadores de parches de hectáreas, de transportistas de pequeñas cantidades o de consumidores que el gobierno usa para tapar la boca a los malpensados, para contentar a Estados Unidos, para que el Congreso abra la billetera. Muchos de esos “narcos” ni dinero tienen para pagar abogado. Faltan ahí los grandes capos y sus sicarios, los banqueros que les ayudan a esconder o lavar su dinero, los políticos que los cobijan.
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Florencia Morales Dircio no se parece a la Reina del Pacífico o a Miss Sinaloa. Es una campesina analfabeta, que vive hacinada en un cuartito de madera, con otras presas del penal de Chilpancingo.
La Agencia Federal de Investigaciones (AFI) la acusó de poseer semillas de amapola y greñas de mariguana. El juez no le dio el beneficio de la duda ni siquiera porque dos testigos juraron que el lugar donde encontraron las mentadas semillas ni era casa suya. No pudo defenderse porque no hablaba español.
Su culpa (delitos contra la salud con fines de comercio de amapola y mariguana) alcanzó 5 años de prisión y 100 días de multa.

La descripción de su captura, plasmada en el expediente, evidencia su pobreza: 
Por la puerta de madera (de su casa de adobe y techo de lámina) se observó un altar con imágenes religiosas y a un costado elotes amontonados en el suelo, así como tres botes metálicos, se encontró sobre el suelo una yerba verde y seca en greña, así como envolturas color azul con un atado con las características propias al parecer de la marihuana y un pañuelo color rosa conteniendo al parecer semillas de amapola (…) se observó una cocina donde se observan un molino, una mesa de madera, una hamaca y un comal donde no se localizó delito alguno.

Florencia tenía un embarazo de 25 semanas y 16 años ese julio de 2008, cuando la atraparon.
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FLORENCIA
‘¿Aquí vive tu suegro?, venimos este orden de cateo’, le digo, ‘Yo no sé nada’. Tenía yo cargando mi niño que tenía un año y tres meses, y me lo quitaron, dice, ‘Ese tonto niño se va a quedar aquí’. Como no quería yo venir una mujer judicial hasta me arrempujaba, ‘¿Pero qué delito tengo problemas?’, y me trajeron.
(En el juzgado) me enseñan la droga y les digo, ‘Esa droga no es cierto, se la pusieron ahí porque en esa casa siembran frijol y maíz, mi suegro y mi esposo nunca trabajan de eso’.
Llevo dos años con cinco meses. No veo a mi hijo, no tienen dinero para que venga. A veces me dicen que vienen licenciados que cobran dinero pero yo les digo, ‘Ustedes son licenciados, sácame y ahí afuera voy a conseguir prestado, los voy a pagar’, pero me dicen ‘ya te falta poquito ahí, aguanta’. Son 5 años y 100 días.
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En la cárcel de Chilpancingo hay otro joven, Gumersindo Primitivo, quien dice que a él y a seis vecinos les inventaron contrabandear drogas porque un cacique quería quedarse con sus tierras. Está Alfonsa Juárez, una mujer que dice que la dueña de la casa donde trabajaba le ordenó llevar un mandado, en el camino la detuvieron los soldados y cuando la revisaron se enteró de que llevaba amapola. Está un hombre con un tumor en la cabeza, Victórico Castro, quien dice que unos encapuchados armados le salieron al paso y le dijeron que llevara un paquete a otro paraje, y se encontró soldados. Sus expedientes y testimonios dejan dudas sembradas.
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VICTORICO
Yo veo que somo indígena se aprovechan de uno. Estoy sentenciado, no estoy de acuerdo, veo que las personas que hacen los hechos no están aquí y tú, la gente que no hizo nada, está pagando.
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Al menos, medio millar de indígenas están presos en las cárceles porque fueron encontrados con semillas o plantas prohibidas, y penan condenas por delitos contra la salud que alcanzan hasta 10 años de cárcel. Por esos injustos castigos, por los peligros y por el trabajal que la celosa amapola exige, algunos, como el papá de María y sus hermanos, han preferido irse a ganar la vida y alcanzar sus sueños del otro lado.
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MARIA
La gente del pueblo ya se empezaron mejor a ir a Estados Unido. Por lo peligroso que es sembrar prefieren irse, aunque también es peligroso cruzar la frontera, pero ellos dicen que ya cruzando todo está bien, namás es la frontera, pero que aquí es mucho más peligro porque en cualquier momento pueden llegar los guachos y tú te estás invirtiendo tu tiempo y todo ahí, sembrándolo, y lo destruyen y lo sueño va a la basura.

*Una versión más completa de este texto la publiqué primero en mi libro “Fuego Cruzado: Las víctimas atrapadas en la guerra del narco” (Random, 2010)
NOTAS: El Centro de Derechos Humanos ‘Tlachinollan de la Montaña’ ayudó para obtener las entrevistas. Los nombres de los entrevistados -salvo los encarcelados- fueron cambiados. El estudio “La Paradoja del ‘maíz bola’: la marginalidad como ventaja comparativa”, del investigador francés Laurent Laniel sirvió como base.