Entrevistas
Jorge Panchoaga
Colombia -
octubre 28, 2020

Fotografías para imaginar mundos nuevos

“No podemos condenar a la fotografía a que solo pueda ver el presente y lo que ven los ojos. Deberíamos permitirle imaginar el mundo”, dice el fotógrafo colombiano Jorge Panchoaga. Hijo de la mezcla de una familia indígena y una urbana campesina, además de fotografía estudió antropología y, aunque nunca la ejerció de manera formal, reconoce que eso nutrió su mirada. Los mundos que imagina Panchoaga no son ensoñaciones abstractas: sus trabajos van de la etnografía a la ciencia ficción, de la investigación histórica y la intervención en el debate público a la explotación de territorios oníricos.

Además de trabajar sobre temas como la memoria oral, la resistencia y las relaciones del ser humano con la naturaleza –su proyecto multiplataforma más conocido es Dulce y Salada– Panchoaga es uno de los gestores de la plataforma Drogas, Políticas y Violencias, donde hay cuatro ensayos visuales suyos. Uno de ellos, Historia natural del silencio, indaga sobre relatos de colombianos y colombianas atravesados por el mundo y las vivencias de lo ilegal en Colombia. Los otros retratan distintos aspectos del cultivo de hoja de coca y a los campesinos que cultivan amapola. “Lo que en algunos espacios o pueblos o vidas sociales es una planta sagrada, alimento o una conexión con una explicación más grande del mundo y de la vida”, dice, “otros lo ven desde una lógica simplificada de la consciencia y del mercado. Para unos es una droga y para otros, un universo”.  

 

¿Esa contradicción es la que une tus trabajos?

Intento navegar esa paradoja a través de profundizar cada uno de esos escenarios, en cuanto a las conexiones, las divisiones que existen, los vacíos, la desinformación y, sobre todo, intentando romper los vínculos que simplifican y estereotipan las formas de explicar cada uno de estos espacios.

La política de drogas está enfocada con una sola mirada moral y restrictiva. En este sentido, mi trabajo busca alejarse de las explicaciones facilistas del tipo “la coca es igual a la cocaína”. La coca es una planta que se cultiva hace siglos en diferentes culturas y hay un proceso químico descubierto en el siglo XIX para extraer el alcaloide con el que se obtiene clorhidrato de cocaína. Este proceso químico busca sintetizar uno de los componentes de la planta y, a partir de ese descubrimiento, comienza una nueva línea de tiempo y de sucesos históricos. El uso en el mercado de la planta tiene distintos momentos en la historia: existieron momentos de consumo legal donde se tiene registro de un papa y al menos dos expresidentes estadounidenses que fueron adictos al alcaloide por consumo de vino Mariani que la contenía como uno de sus componentes. Lo mismo ocurrió con la Coca Cola: dentro de sus componentes tenía cocaína. Fue después de muchos años que prohibieron el consumo y empezó el camino de la estigmatización.

A partir de la prohibición se inicia una lógica de persecución pero, nuevamente, se basó en una perspectiva de las múltiples que tiene. La hoja de coca se entiende de muchas maneras a través de los años, a través de espacios sociales, míticos y ceremoniales. Creo que hay que empezar a entender histórica y socialmente qué ha pasado. También se trata de entrar en la intimidad, tanto de lo rural como de lo urbano e intentar entender cuáles son las causas, los resultados. Es romper lo moral y lo “bueno” o “malo” que existe alrededor de eso y, más bien, verlo desde otros puntos de vista.  

¿Piensas que la mirada antropológica tiene influencia en tu trabajo?

Soy antropólogo, me ha servido mucho, aunque nunca he firmado un contrato como antropólogo. De alguna manera, mi visión está marcada por la antropología pero también por las dinámicas familiares. Mi familia es indígena. Mi tío, Luis Panchoaga, era el chamán de la familia y organizaba encuentros espirituales y ceremoniales en los que nos sentábamos a mambear, o sea, masticar coca, y hablar. Eso era parte de la cotidianidad.

Durante años yo fui discípulo de mi tío. En la dinámica familiar yo era el que presentaba más características para ser el siguiente brujo de la familia. A los 21 o 22 años me fui. Básicamente, dije «esto no es para mí» y abandoné lo que podría haber sido el entrenamiento de años. Mi mirada está atravesada por todas esas cosas.

Alguna vez, como todos, he sido fan de bandas de música. Los cantantes que más me gustaban escribían sus letras. Yo tendría 13 años y en las entrevistas decían: «Escribo sobre lo que he vivido». En la fotografía y en muchas cosas pasa igual. Incluso, la ciencia ficción se hace a través de lo que hemos vivido y somos. Eso entra en diálogo con los temas que trabajamos, con las personas que conocemos y en ese diálogo el proyecto y nosotros como personas nos transformamos. Todos mis proyectos tienen ese diálogo entre lo que he vivido y lo que va sucediendo en el camino.   

Los trabajos sobre coca y amapola tienen una mirada que rescata lo natural, la belleza y casi no se ve violencia.

Empecé a fotografiar el tema por Guillermo Ospina, un amigo que fue mi profesor en antropología. Un día me dijo «ve, estoy trabajando en una zona en Nariño, en la zona con más cultivos de amapola en el país”. Me invitó a que hiciéramos un trabajo juntos. Y yo bien mandado le dije que de una. Un día nos fuimos en su carro, cuando llegamos ya tenía unas ideas en la cabeza. Habíamos dialogado mucho sobre el tema y yo había leído mucho sobre temas de drogas y narcotráfico, entre etnografías, noticias, teoría y los clásicos relatos de violencia. Hay un libro que me influyó mucho: El truquito y la maroma, cocaína, traquetos y pistolocos en Nueva York, de Juan Cajas. Es, básicamente, uno de los trabajos más interesantes que he leído, con una larguísima reflexión en torno a las drogas.

Lo primero que le planteé a Guillermo fue hacer un trabajo que fuera muy tranquilo. Mi idea era ir, hablar con las familias que estaban cultivando y entender que esa era su economía familiar. Una economía que se daba en ese contexto donde llegaban personas de otras regiones y les compraban la goma del opio. Ellos cultivaban, cosechaban y de eso vivían. Me interesaba cómo se constituía el día a día, más allá del gran negocio del narcotráfico.  

Esa lógica está implícita en el resto de tus ensayos.

Podría decirse que es una forma de ver algunos aspectos de estos temas. Cuando viajé a Bolivia a hacer el trabajo de la Coca en la zona de los Yungas tenía mucho interés por el tema. Viajaba pensando lo que había aprendido con mi tío, mis mambeadas y lo que entendía de mis experiencias en Colombia. Después de empezar el proyecto investigué sobre la historia en Mama coca, que es un libro clásico dentro de la investigación de la coca en Latinoamérica. También leí otros libros y empecé a reconstruir la historia de la economía y la hoja de coca: los vinos, los jarabes como remedio, Coca-Cola, Mariani, etc.

Empecé a ver los afiches publicitarios de la época; hice una recopilación y luego leí sobre Bolivia y la zona de los Yungas. Yo viajaba a hacer el trabajo con los afrobolivianos que viven en esta zona del país y que cultivan hoja de coca desde hace siglos. Su conexión con la hoja de coca se remonta a los primeros afrodescendientes esclavizados que llegaron a trabajar en las minas ubicadas en las partes altas de los Andes en lo que hoy es Bolivia, el cambio de altura y los trabajos forzados generaron muchas muertes en esta población. La solución de los esclavistas para no perder más esclavizados fue llevarlos a las zonas bajas, a las haciendas donde se cultivaba hoja de coca a que trabajaran allí, no porque los españoles pensaran que se debía mantener las tradiciones del cultivo y el pijchar, sino porque sin hoja de coca no había minería y sin minería no había nada para llevar al reino de España.

Hay una conexión profunda entre el trabajo de minería y la tierra, la fuerza que da la hoja de coca, las dinámicas sociales, los ritos de entregar una ofrenda a la tierra con la hoja de coca para los espíritus que están dentro de la mina. Digamos que la hoja de coca es un todo en ese contexto. Me interesó mucho eso, pero también me interesaba más como era la relación ahora, qué lazos y puentes se habían construido a lo largo de los años entre las comunidades afros de la zona de los Yungas y la hoja de coca.  

¿Con qué te encontraste?

Cuando empecé a fotografiar me encontré con sutilezas hermosas en el lenguaje, que para mí fueron como puertas a otras formas de entender. Recuerdo que me decían «¿vos sos de Colombia? allá la hoja es para los pies ¿cierto? no para la boca». Esa pequeña narración configuraba un abismo interesante en la lógica de la producción de hoja de coca. Se referían a cultivar para producir el clorhidrato de la cocaína. Si ustedes han visto los proyectos fotográficos, las noticias, los documentales europeos y gringos sobre la forma como se produce la base de la cocaína, habrán visto que la hoja se cosecha de forma tosca, se arrancan las hojas con las manos envueltas en trapos o cintas, en ocasiones se pisa la planta, se ponen los pies sobre el tronco y se arrancan las hojas. Luego de cosechada la hoja se lanza al piso, se riega con gasolina y otros químicos, se pisa, se corta. Supongo que fue a esa forma de tratar la hoja de coca en el laboratorio a lo que se refería. Hay una relación de agresión, casi de ultraje sobre la planta en ese proceso de producción.

La frase me la dijeron las personas que cultivan legalmente hoja de coca para el consumo en Bolivia. Para ellas la relación que se tiene con la planta es distinta: cosechar tiene otro significado, enmarca otras dinámicas de relación con ella. Son las mujeres, muchas veces, las que van en grupo ayudando a cosechar en distintos lotes y es todo mucho más delicado. Cuando las acompañé, noté su delicadeza para arrancar de la planta cada hoja, se podía escuchar el sonido de cuando quitaban una hoja. Había un respeto hacia la planta. Hay un mundo alrededor de eso.

Es una sutileza narrativa pero señala posiciones diferentes, y en el medio hay un abismo. En la frase que me dijo esa persona, el nivel de comparación era agresivo, pero enfatizar la diferencia me ayudó a la hora de abordar el trabajo. No quiere decir que en Colombia no haya comunidades con una conexión de este tipo con la hoja de coca, las hay. Pero la iconografía de la narración del narco colombiano es como el capitalismo, trasciende fronteras. Y pisar la planta es como si al llegar a comer, se pateara la mesa y si el plato está frío te lo tiro en la cara. Este y otros relatos me hicieron pensar de otras maneras el trabajo. Intento todo el tiempo imaginar lo que escucho y escuchando casi siempre intento entender cómo es que puedo hablar de lo que no se ve.  

Eso queríamos preguntarte: hay una relación muy fuerte entre tu manera de fotografiar y lo onírico.

La fotografía tiene una limitante enorme y es que, básicamente, la sociedad ha intentado restringirla a registrar lo que se puede ver, lo “real”, lo que está ahí, frente a la cámara. Pero las realidades, en muchos escenarios, se componen de cosas que no se pueden fotografiar porque no existen en el sentido material pero están ahí. La fotografía debería poder dar cuenta de eso. Los espectadores y las fotógrafas y fotógrafos deberían darle esa libertad a la fotografía: la posibilidad de intentar retratar lo que no se ve, de imaginar el mundo y colonizar el futuro; de buscar un espacio de imaginación para decir «esto también nos pertenece».

En estos temas hay muchas cosas que no se pueden fotografiar. Cuando mascaba coca, cuando mambeaba, hablábamos durante horas, pero el viaje ocurría al cerrar los ojos y escuchar a mi tío cantando. Ahí podía salir y volar, ir a otros lugares, sentirme de otras formas. Cuando soñaba me entrenaba para volar y así aprendí a tener conciencia en los sueños. Aprendí a ir y volver de esos viajes y sueños y eso no hay forma de fotografiarlo pero para mí y para mi tío existe, está ahí. Así como para muchas comunidades, los puentes que tejen sus plantas sagradas son puertas a otras realidades. Puedes no creer en ello, pero para muchas personas esto hace parte de su marco cultural de realidad. Y creo que ahí hay una brecha compleja entre lo que puede y se le acepta hacer a la fotografía, lo que quiere leer el espectador y lo que consume la industria fotográfica. Esa es una dinámica donde considero que cada vez más debemos defender la posibilidad de imaginar desde la fotografía, de intentar retratar lo que no se ve de nuestras realidades, donde entendamos esa contradicción de estos tiempos. Lo onírico en la imagen para entender la realidad en su complejidad. Ya nos dimos cuenta de que solo retratando lo que pasa no logramos entenderla. En ese sentido, cada vez veo a más fotógrafas y fotógrafos desarticulando esas fronteras y empujando con sus trabajos la forma de visualizar lo que se ve y lo que no se ve.  

¿Eso mismo te ha ocurrido en otros proyectos?

En Historia natural del silencio todo lo que sucede es de una época que ya pasó. Me fui a 1980 y 1990 y recopilé historias de personas que, en esa época, eran niños o niñas que crecieron y tuvieron algún tipo de relación o historia que se relaciona con el mundo del narcotráfico. Eso no se puede fotografiar desde el presente. Entonces lo que hice fue construir una ciudad imaginaria, o muchas. Hay fotos de Popayán, de Cali, de Medellín, de Bogotá. Las personas habitaban esos lugares y yo hago fotografías a partir de sus historias pero el proyecto surge de intentar construir esas ciudades imaginadas. 

¿De qué trata ese proyecto?

Tiene que ver con cómo la sociedad colombiana en diferentes momentos estuvo permeada en distintos niveles por el narcotráfico. Cuando no era éticamente juzgado a nivel social, había cierta permeabilidad en la que la gente entraba a ser parte de esos trabajos y muchas familias crecieron en cotidianidades que tenían algún tipo de interacción con este mundo: el narcotráfico generaba, y genera valga decir, mucho trabajo y como en cualquier industria requería de mano de obra. Para una parte de la sociedad se configuró como trabajo.

Cuando hablas con diferentes personas en Colombia, en el pasado siempre hay alguien que tenía un conocido, un primo o el amigo del amigo, un vecino o el padre de una de las compañeritas del colegio del hijo que trabajan de pilotos, cocineros o “lavaperros”, como llaman aquí a los mandaderos o choferes. Esas historias están ahí, en un subconsciente silenciado por la moral y la ética de la sociedad actual colombiana. Como herederos de las buenas formas, silenciamos el problema pero no lo solucionamos. Y como resultado tenemos cientos de historias nunca contadas que flotan en el silencio de cientos de personas. Yo he estado intentando recopilarlas, haciendo el ejercicio de escucharlas para fotografiar en el presente, juntando la memoria de personas que siendo pequeños vivieron episodios relacionados a estos contextos, recopilando la memoria oral autorregulada y autosilenciada.

En Popayán las historias de muchos amigos, conocidos e incluso familiares lejanos tienen que ver con eso. Lo mismo en Cali o Medellín. En Bogotá es más difuso porque llega gente de muchos lados. Las personas entienden que «de esto, las historias de ellos, no se puede hablar». De eso trata Historia natural del silencio: de la forma tan natural en la que aprendimos a callar esa parte de la historia del país.  

¿Cuál es el marco que une esas historias?

Todo esto, de alguna forma, enmarca las maneras en las que yo intento reflexionar sobre la problemática, sobre lo que llaman “políticas de drogas”. El abstracto “políticas de drogas” es una idealización del aparato estatal y de los gobiernos para la lucha contra las drogas, pero esa idealización afecta la vida diaria de las personas. Se le llama así porque son los lineamientos sobre los cuales se ejercen programas y acciones sobre la realidad. Pero claro en esas políticas se enmarcan ideologías, intereses, y sobre todo un agenciamiento sobre el presente y sobre el futuro, es por eso que ahí está el debate, un debate sobre la narración y la forma de entender el tema de drogas. El debate está ahí aunque los efectos están generalmente sobre las poblaciones más vulnerables, los resultados están en la cotidianidad: a los muertos los entierran todos los días, los presos dejan de ver a sus familiares; las balaceras se producen y en el medio hay niños, los yonkis siguen estando en la calle o con problemas de salud. Pensar en otras políticas y en otras narrativas es también transformar los efectos sobre la realidad.

Por eso la labor de repensar la realidad y revisitar lo que ocurre con temas como la amapola, la coca o nuestro inconsciente social. Estamos intentando entender esas conexiones, ver cómo esas lógicas de los discursos y las políticas tienen y han tenido efectos en la realidad, pero además entender que las actuales políticas de drogas no están en la capacidad de comprender todos los matices y realidades que hoy coexisten en el campo de las drogas. Estructurar una narrativa, unos discursos y unas políticas que, al menos, sean discutidas por la sociedad debería ser una prioridad para una región como Latinoamérica. También, que sean vistas a través de las lógicas de las investigaciones científicas en los resultados de la guerra contra las drogas, de los síntomas de la sociedad actual, de algo que vaya más allá de lo moral y que se pueda tener una discusión mucho más amplia y sana.  

¿Cómo fue el proceso creativo?

Empecé leyendo literatura de distintos autores: Juan Cardenas, Pilar Quintana para intentar crear mentalmente una atmósfera para el proyecto, luego viaje a Cali instintivamente y empecé fotografiando museos de historia natural. Los museos me llevaron a los taxidermistas, los taxidermistas me hicieron encontrar con un objeto bastante particular, cuya historia cuento como anécdota porque no he podido comprobar si es cierta. Un taxidermista que conocí en uno de los museos, me contó una historia sobre un caballo que le encargaron disecar. Según me contó, era Terremoto I, un caballo que perteneció a Pablo Escobar. La historia de cómo llegó su piel, las fotos, y el porqué nunca lo recogieron y se quedó en su casa es fascinante. El caballo nunca había sido fotografiado: lo había dejado ver a algunos curiosos pero nunca permitió que fuera retratado. Luego de dos días en el museo me invitó a su casa y me permitió verlo y fotografiarlo. A partir de este caballo el proyecto dio una vuelta insospechada, tomó su propio rumbo.

Hay un momento en que los proyectos cobran autonomía, vida y empiezan a demandar acciones, como un ente vivo. Así sucedió. Inicié a recopilar historias alrededor de este tema, de repente me subía al taxi y el chofer me contaba una historia sobre el tema, iba a un cementerio y aparecía otra historia, me sentaba a tomar cerveza en un balcón y surgían otro par de historias relacionadas. Luego de viajar por el suroccidente de Colombia regresé a Cali y en cumplimiento con una invitación a almorzar a casa de Marti, y por recomendación de su hija Marcela Vallejo, llegó a mis manos el libro Historia natural de la destrucción de W. G. Sebald.

Cuando lo tomé en las manos me di cuenta de la conexión entre el título y el proyecto. Me di cuenta de que muy naturalmente interiorizamos callar esas historias. Nadie lo dice, porque se sabe que nadie va a querer tener nada contigo, no te dan trabajos, la visa gringa te la bloquean y hay muchas cosas que se te vienen encima; pero esa historia está ahí y la gente aprendió a callarse y a construir un sistema de imaginación de historias alternas para explicar cómo se murió tal personaje de la familia, en que trabajaba tal otro. Por ejemplo, «no lo mataron, fue un accidente”; “no fue esto, fue lo otro”; “no trabajaba en aquello, era comerciante”.

Desde chiquitos aprendieron a callar. No quiere decir que “todas” las familias de Colombia tengan una conexión, no es así. Pero sí hay una buena parte de la sociedad que ha tenido o tuvo que naturalizar eso. Hay niños que, al final, veían natural que en la casa hubiera armas y sucedieran cosas medio raras. Lo que hice fue acercarme a las personas para recopilar estas historias e intentar fotografiar alrededor de ellas. Junto a los relatos comencé a hacer una arqueología de los objetos. Empecé fotografiando un beeper de los noventa. Había pertenecido a un mágico, hacía parte de un grupo autodenominado burlonamente, como ASOTRAPO, Asociación de Traquetos Pobres, un grupo de traquetos del suroccidente del país que nunca fueron grandes narcos ni lograron amasar algo más que problemas, luchando por hacerse a algo del pastel y sobrevivir al camino culebrero de los negocios turbios. Luego en el camino laberíntico apareció una chaqueta que le perteneció a uno de los hermanos Ochoa, que fueron parte del Cartel de Medellín; luego videojuegos, un G. I Joe de juguete que le regaló un narco a un amigo, algunas joyas. El inventario va creciendo, pero cada vez es más difícil poder fotografiarlos.

Y si desde hace media hora no pronunciamos la frase “política de drogas”, es porque finalmente estamos hablando de la cotidianidad de un montón de ciudades, de sus tensiones y flujos económicos, afectivos, emocionales, de subsistencia, simbólicos. Y esto no puede reducirse a si bloqueamos un químico con el que se produce un alcaloide, ni a acabar con los cultivos con aspersiones aéreas de glifosato.  

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