“Intento registrar las capas de vulnerabilidad del ser humano”, dice el fotógrafo de Chiapas, México, Roberto Tondopó. Le interesan los momentos de crisis, de transformación e incertidumbre, en los que nos sentimos más frágiles. Con la fotografía recorre su propia intimidad: la muerte de sus padres, los momentos vulnerables de su sexualidad, de transición de identidad subjetiva y progresiva que existen en el ser humano. “Sobre nuestra pequeña muerte de identidad que es la vida, en tanto en cada momento dejamos de ser quien éramos antes”, dice, dispuesto a explorar las distintas dimensiones del duelo.
En Tránsito, en el nombre Glorioso de San Sebastián, Tondopó construye un mundo alrededor de las Chuntá, hombres que bailan vestidos de mujer en una festividad de Chiapas de Corzo, al tiempo que explora su propia transformación y el desmembramiento simbólico a raíz de la desaparición física de su padres. En sus palabras, es “un proceso de tejido y destejido de mi historia”. Para él, el arte tiene la capacidad de transformar las emociones y paulatinamente encontrar el camino de conocimiento para encontrar paz, de convertir el duelo en “baile, llanto, fuego o polvo de estrellas”; para producir una catarsis que permita dejar de vernos como seres desconocidos en esta experiencia humana de conexión en los momentos frágiles más profundos.
Antes, en 2015 publicó su fotolibro Casita de Turrón, en el que refleja el recorrido de sus sobrinos desde la infancia hasta la adolescencia. Allí observa esos tramos de la vida en los que “no encaja el cuerpo con la mente, con la imaginación o con los deseos”, una atracción por la “fragmentación constante” que lo llevó a interesarse por el proceso de las personas trans.
¿Cómo contarías tu búsqueda, tu trabajo?
Básicamente me he interesado en la construcción de la subjetividad de los individuos, en la etapa clave de la sexualidad que significó la pubertad y en un proyecto posterior, también en paralelo del proceso subjetivo de personas trans, cuya corporalidad no necesariamente corresponde con la manera en cómo ellas se conciben, para convertirse en individuos sin divisiones, no solamente en acción sino también en ideación, imaginación y pensamiento.
Desde antes de ser fotógrafo me interesan los aspectos de intimidad, los momentos en que nos sentimos más vulnerables para encontrar respuestas, tiempos de crisis cómo la pandemia por la que atravesamos. Esos son los momentos que me interesa abordar en una reflexión desde el arte y la fotografía, porque son los momentos en que podemos conectar con nosotros mismos a profundidad, que creo son pocos. Estos momentos que experimentamos de incertidumbre o desconcierto nos ayudan a replantearnos ante la vida, nos sacan de nuestra zona de confort, para poder ver y sentir con otros ojos desde un lugar al que no estábamos acostumbrados, y con ello, mover ideas fijas.
En el fotolibro Casita de Turrón abordas la transición de la infancia a la adolescencia de tus sobrinos.
La descomposición personal o fragmentación es una constante. Después de ese proyecto me interesé en el tema de personas LGBTI+ y especialmente individuos que están en transición, justo por lo mismo: porque su deseo no corresponde al cuerpo que tienen. Momentos en los que el cuerpo no encaja con la mente, con la imaginación, con los deseos. En la pubertad, esos momentos álgidos de hormonas, de sexualidad en crisis. En Casita de turrón, las imágenes aluden además a la forma inestable con las que se construyen las vivencias de la infancia, a través del carácter fragmentario de la memoria.
¿De dónde viene el nombre Casita de Turrón?
Casita de turrón es una referencia simbólica del cuento de Hansel y Gretel. La casa representa el cuerpo simbólico de la madre de los primeros años y una regresión oral basada en las satisfacciones más primitivas. Ese proyecto se detonó a partir de la lectura de los cuentos de hadas infantiles, que tienen ese universo de símbolos asociados a la infancia desde un lenguaje asociado a las imágenes. Retomé en particular el símbolo de la casa que los niños devoran.
Estuve leyendo el libro Psicoanálisis de los cuentos de hadas de Bruno Bettelheim, importante psicólogo y psiquiatra infantil que atendió a niños gravemente perturbados, que habían vivido situaciones de violencia o de abuso y que él encaminó para salir adelante, volviendo a encontrar un sentido a sus vidas a través de la lectura de los cuentos de hadas.
¿Y cuál era el mensaje que buscaste dar a través de este proyecto?
Cuando me acerqué a esta búsqueda de símbolos un poco sexuales, fuertes o violentos de los cuentos de hadas, era un lenguaje que necesitaba explorar porque su fuente descrita en imágenes simbólicas, con las que la mente de un niño puede relacionarse más allá del entendimiento racional, de cualquier manera.
Las situaciones de abuso, de violencia o maltrato que los niños viven en general eran en el fondo, un mensaje para otros niños, pero especialmente un mensaje dirigido a mis sobrinos, con quienes construí esta relación, y con quienes revivimos, de alguna manera, ese contenido admonitorio de los cuentos de hadas para, a través de las imágenes, entender ese camino del crecimiento con sus claroscuros y peligros. Pero también va más allá, creando una relación que antes desconocíamos de nosotros mismos, en una realidad construida para la cámara, que a través de los juegos y sin darnos cuenta, también reflejaba mucho de nuestra psique y de la casa que nos rodeaba, en un proceso en el que afloraba el inconsciente. Es algo que reconstruyo también como experiencia.
Lo personal siempre es político. Quería identificar a mi familia, dentro del proceso emocional y psicológico de crecer y madurar en un contexto doméstico tan enclaustrado, donde se vive el descubrimiento de una sexualidad que puede resultar desafiante, en un entorno como la provincia mexicana de ciertos contextos; como la ciudad de Tuxtla Gutiérrez donde crecí, permeada de experiencias tan duras para personas que durante parte de su vida vivieron la ejecución de homosexuales por parte del Estado de manera violenta tan directa a este sector de la población como no ocurrió en ningún otro lugar, en la historia de nuestro país. Experiencia sólo sepultada por el levantamiento armado zapatista del 94 en Chiapas, pero que de alguna manera, se estableció como una realidad llena de prejuicios hacia las personas disidentes que crecimos en esta región tan inmediata. Esta represión quizá indirectamente, podría estar vinculada con la historia de la Chuntá, que con el paso del tiempo, recobra esta actual vigencia.
Tus proyectos hablan de la intimidad.
La pérdida es un proceso doloroso, porque nos replantea el significado del deterioro de identidad que ocurre ante la desaparición física de los seres queridos. La fotografía como vía artística, es la herramienta que me ayuda a reflexionar en ese proceso. El duelo representa para mí esta experiencia profunda de conexión de la condición humana con otros, para generar mayor entendimiento. En esos momentos de incertidumbre, intento registrar esas capas de vulnerabilidad del ser humano ante diferentes situaciones.
Tránsito, es en su origen un momento de ruptura personal, de transición, que se detona por la muerte de mi papá aunado al momento más reciente, en el que elaboro el duelo de mi mamá. Creo que estas pérdidas, que para mí son significativas, también lo son en estos momentos para muchas personas que están sufriendo pérdidas equivalentes ante esta situación de pandemia. Experimentar el caos desde esta situación, me hace reflexionar no solo sobre un cambio personal, sino también histórico que actualmente vivimos como sociedad, en el que nos enfrentamos a una crisis sistémica que empieza también a mostrar fracturas en todo el mundo de manera global, que hace replantearnos las cosas como anteriormente las concebíamos y con ello todo un sistema que aprendimos, en un cambio de paradigmas, que puede ser una invitación para reinventarnos y continuar.
¿Qué reflexiones emergen del proceso de exponer tu propia intimidad?
Es una vía para llegar a un proceso de autoconocimiento y de búsqueda de verdad interior, para conectar con nuestra esencia. Aquel lugar desde donde sin máscaras de ego, realmente podemos compartir desde las experiencias humanas más básicas para hablar de las cosas que nos interesan y conectar con las emociones más universales.
Sólo que a veces este camino sinuoso es revelador de nuestras heridas, así que no todos estamos dispuestos a recorrerlo para llegar a tocar nuestras partes más oscuras, y enfrentar ese recorrido subterráneo por el infierno para encontrar la luz. En muchos sentidos, es desde esa formación de auténtica curiosidad como inicié en mi búsqueda artística que es equivalente a mi búsqueda espiritual. Quizá por eso la manera en la que creo la fotografía o el lugar desde donde la reflexiono, también por las raíces zoques de las que provengo tiene una carga metafísica, la que deriva del camino de la intuición y de las experiencias que me formaron de una manera natural, sin dividir los pensamientos que una formación más occidental tiende a dividir en dicotomías (negro-blanco, indígena-no indígena, mujer-hombre, vida-muerte, etc), y donde la realidad intangible forma parte también de la tangible, aunque no la percibamos. En mi caso, una construcción más mestiza o de hibridación donde conjugo los mundos que interiormente habitan la manera en que concibo mi realidad en este lugar de creación, desde donde me siento conectado con un tipo de poder superior.
Trabajas mucho con las Chuntás ¿podrías contarnos más?
Tránsito, es un momento de transición hacia el espacio social, que toma un enfoque diferente sobre los roles de la vida familiar y comunitaria. En ella indago en la Fiesta Grande, un festival anual en la ciudad de Chiapa de Corzo en el sur de México, a unos 20 minutos de Tuxtla Gutiérrez, el lugar donde vivo, en el que los hombres nos vestimos como mujeres para bailar, convirtiéndonos en ‘Chuntá’.
Es una exploración a ese universo de personas LGBTI+ en Chiapas, en el lugar donde se realiza la Fiesta Grande, como se llama a este complejo festivo y ritual de enero del que emerge la figura de la Chuntá en este proyecto, que siempre habían existido desde un punto de vista muy tradicional y masculino, aunque vistiéndose de mujer pero sin considerarse travestis.
Hasta hace pocos años se visibiliza cada vez más una pandilla de Chuntá, como se conoce a estas agrupaciones de danzantes, que da oportunidad a que los homosexuales, transexuales, travestis, y en general toda la comunidad LGBT participe de manera incluyente, la pandilla de Doña Esther Noriega Molina –conocida como la tía They–, que se formó desde su origen (noventas) por la discriminación y ataque a un individuo homosexual, Roberto Falconi, que se viste de Chuntá para formar parte de la celebración. Antes de este acontecimiento, el personaje de la Chuntá tendía a ironizar a las mujeres y no tratar de asumirse en un ejercicio pleno de homosexualidad. Las Chuntá de la tía They, no representan una orientación particular o fija, y las personas son libres de unirse independientemente de su identidad sexual.
Lo que ha cambiado es la visibilización, porque esta población de disidentes sexuales asumidos era rechazada; no se podía admitir por el resto de grupos de danzantes. Así que este discurso tiende a abrirse, pero lo que implica vestirse en este contexto, sigue siendo inalterable; es un festejo de la vida y una celebración cada vez con menos divisiones entre quienes deberían formar parte de la tradición. El personaje de la Chuntá así, puede verse desde muchos puntos de vista, pero especialmente desde la forma en que aquellos en una comunidad tradicionalmente masculina empoderan su lado femenino, transgrediendo la noción de género.
La Chuntá está asociada a esta celebración local como parte del entramado cultural y tejido social de la comunidad, como un personaje simbólico. Mientras que el otro, el individuo homosexual como las personas trans, se mueven en la esfera de su cotidianidad, pero confluyen en este momento, como parte de un grupo de mayor número de personas cada año en esta gran celebración de Chiapa de Corzo, donde se honra a San Sebastián como epicentro espiritual de la fiesta, y el sincretismo que representa, que fusiona tanto las antiguas prácticas rituales de fertilidad Chiapanecas de orígenes prehispánicos, en que se ofrendaba a un joven, junto con el cristianismo impuesto durante la colonia desde el siglo XVII, cuyo cuerpo roto y quebrado del santo, es una alegoría significativa de la comunidad, además de las formas religiosas que se dan en el complejo festivo. Y esto es fascinante en una comunidad todavía conservadora, en la que se percibe un cambio, reveladores de un punto de quiebre. Aunque también es cierto que sigue existiendo ese rechazo que nos toca replantear, justo también dentro de estas crisis sistemáticas que hoy se replantean a nivel global, y que paulatinamente tenderán a debilitarse como la estructura del patriarcado, en una transformación radical del sistema y los valores con los que nos relacionábamos.
Desde hace ocho años, en que me uní a las celebraciones a partir de la pérdida de mi padre, su ausencia me hizo pensar y reevaluar mi propia sexualidad. Involucrarme personalmente, al vestirme de mujer, cambió las cosas. Así cuanto más me involucraba, más consciente estaba de mi decisión de abrazar mi lado femenino, sintiéndome cercano de presencias femeninas importantes en mi vida, como mi abuela y mi madre, cuya presencia interior en mi vida se diluía constantemente por el temperamento tan fuerte de mi padre; para subvertirlo en este ejercicio.
En síntesis, en Tránsito trazo una conexión entre la ausencia de mi padre y mi transformación en Chuntá, desde una búsqueda de autorreconciliación y de construcción de los patrones del machismo adquirido. Esta experiencia me llevó a reflexionar sobre cómo, al adoptar identidades alternativas, se puede desestabilizar la figura de la autoridad impuesta tradicionalmente por la cultura patriarcal a la que pertenezco. La transformación me ha permitido observar los patrones de la masculinidad dominante con la que crecí, mientras que convertirme en Chuntá me da la pauta para sobrepasarlas.