Visualidades
Zahara Gómez
México -
diciembre 01, 2020

México: un recetario en memoria de los desaparecidos

Zahara Gómez soñaba con ser “fotógrafo”. Lo dice, en masculino, a propósito. Se imaginaba registrando la guerra, trayendo la verdad a la luz, cambiando el mundo con una imagen. Pero cuando se puso a tomar fotos se dio cuenta de que su camino no era por ahí. Fue durante una exposición que se preguntó: ¿quiénes van a los museos? ¿A quién interpela la fotografía expuesta en estos espacios? Entonces entendió que su búsqueda tenía que ser la de crear en comunidad.

El proyecto del que ahora se ocupa surgió de forma colaborativa. Hacía años que Zahara registraba a las Rastreadoras del Fuerte, el grupo de mujeres de Sinaloa que se juntan para buscar a sus desaparecidos. “No estamos solas. Además de Dios, nos tenemos a nosotras”, dicen las Rastreadoras de sí mismas. Zahara hacía años que tenía vínculo con ellas cuando les preguntó qué necesitaban, para darles una mano. Ellas respondieron “recursos”. Se les ocurrió la idea: un libro de recetas con los platos preferidos de los que hoy están desaparecidos. La comercialización sería una forma de conseguir financiamiento y el libro en sí, un modo de invocarlos.

Se llama Recetario para la memoria y, ahí, las mujeres compartieron las recetas del bistec ranchero que le hacían a Ernesto, de los camarones ahogados para Susy, de la cabeza de chivo para Jorge Alberto, los tacos de birria de Sergio y el pozole que le encantaba a Camilo, entre otras varias.  

¿Cómo surgió y creció el Recetario para la memoria?

Llega como un capítulo de una macro investigación en la que vengo trabajando hace unos 6 años. A nivel más personal, mi papá era argentino. Salió de Argentina en el ‘78. La figura del desaparecido es algo con lo que estoy familiarizada desde hace mucho tiempo. En la facultad estudié Historia del arte. Cuando lo pasé a la práctica fotográfica, realmente me acerqué a los equipos forenses, al Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), al colombiano, al de Guatemala. Conocí a “Las flores” en el desierto de Atacama, en Chile.

Cuando empecé a trabajar con eso en México, me enfrenté a que la urgencia era diferente que en un país que mira con años hacia atrás. El equipo forense mexicano es muy reciente, apenas está tomando forma, se fundó en 2014 y todavía tiene poca autonomía en la manera de trabajar. Yo ya había conocido a varios grupos de familiares. Hice un viaje para allá en 2017. Nos conocimos con algunas familias, nos caímos bien. Hice un trabajo muy documental o periodístico de lo que son los rastreos, las fosas, la oficina. Después estuve yendo varias veces al año, empezamos a tener más relación, las señoras y yo. Cuando voy me quedo en casa de ellas. Empecé mucho a preguntarme, en esas idas y venidas, ¿para qué se cuenta?, ¿qué aporta una fotografía en un debate sobre la desaparición forzada con la urgencia que tiene México? Me cuestioné mucho el oficio.

Tuve una exposición y ahí había algo de encontrarse siempre con los mismos, que es maravilloso pero a veces salta puentes. Lo viví bastante mal: ¿quién va a los museos?, ¿quién ocupa los espacios? Se produce para un público que ya está alertado o ya tiene una reflexión sobre la temática. Me provocó mucha rabia. Dejé un poco la producción fotográfica personal, sí seguí yendo a Mochis, Sinaloa, a hacer apoyo de registro para ellas. Empecé a entablar con ellas el deseo, las ganas: lo que más me interesaba era hacer un proyecto colaborativo o colectivo pero que fuera más mano a mano.

También, con el desafío de sacar este tema de los círculos donde ya se habla de esto. Pensaba en cómo convocar a personas que no tienen esa sensibilización para que puedan ser parte de todo esto. En todos esos espacios compartidos fue fraguando la idea de hacer algo de manera colaborativa, hablar de los desaparecidos desde un lugar que no empiece en el momento en que se lo llevaron. Porque, si no, parece que la historia empezó allí. Queríamos ir a otros lugares que también son de vida. Permite darle cuerpo a cada uno y cada una y que no se quede en una cifra.

Ahora mismo México tiene 73.000 desaparecidos. Esa cifra es inabarcable, vacía de sentido muchas cosas. En esos espacios compartidos también aparecieron narrativas que son otras: cómo era Roberto, qué le gustaba a Jean Paul… Así fue construyéndose la idea. En el 2018 les propuse a las Rastreadoras: ¿qué tal si hacemos un libro de cocina?

La idea era que se pudiera usar como un libro de recetas, que fuera una manera de traer a los desaparecidos y poder nombrarlos desde otros espacios. La venta va el cincuenta por ciento para ellas. La idea es que les permita seguir caminando. Son grupos que están muy solos, que no tienen apoyo. Salen a buscar los miércoles y domingos. Hay una lucha tremenda, que se sostiene por pura voluntad, no hay otra cosa.

Empezamos a trabajar. Hice un par de intentos para ver si podía funcionar, ver qué podía pasar con una fotografía de comida y cómo se podía manejar con las recetas que ellas me han compartido. Esa cosa de cuando llamas a tu tía o a tu mamá. Ella te cuenta la receta pero no te dice “son 100 gramos”. Hay una cosa más hablada, algo de la cultura oral.  

¿Cómo fue el camino de elaboración?

El proceso de investigación y de registro ha sido de muchísima generosidad por parte de ellas y a la vez, ha sido muy potente: ninguna había vuelto a cocinar ese platillo desde que le desaparecieron al hijo, al hermano, al esposo. La cocina se convirtió en un modo de evocar al que se llevaron y, a la vez, de compartir esa no presencia desde un acto muy común, que es la cocina y una cosa muy cotidiana Todo ese proceso en el libro no aparece y creo que es la cosa más fuerte.

Me comentaban que cocinar ese platillo que no habían vuelto a cocinar también era un acto, no sé si de curación, pero sí de acompañamiento, de hacer público un duelo o una memoria desde un espacio muy íntimo. De todo esto me fui dando cuenta a medida que iba trabajando con ellas. El hecho de tener hambre es de las cosas más básicas. Si no tienes hambre, ya no estás. Tener hambre es estar vivo. La relación entre la madre y el hijo es muy fuerte en el sentido de la alimentación.

Le comenté a Daniela Rea, María De Vecchi y Constanza Posadas (que escribe para gastronomía) si les apetecía compartir un texto. Es un proyecto que, en todos sus pasos, al final ha sido extremadamente colaborativo porque también se unió Marisa Moura, que hizo el diseño del libro y las chicas que hicieron las correcciones (Tinta Roja editora).  

¿Qué conclusión sacas del trabajo colaborativo?

Creo que cada vez trabajo más así. Hay toda una cuestión sobre el sujeto fotografiado o sobre el sujeto antropológico que creo que hay que, definitivamente, tirarlo. De la misma manera que las personas que no son del mismo oficio convocan a otros tipos de ejercicios. He trabajado con defensores de DDHH, una mezcolanza de herramientas y de saberes que se van construyendo con el tiempo.

Por ejemplo, Juan Orrantia y Mauricio Palos trabajan sobre las huellas de la Guerra Fría en Latinoamérica. Empezamos a trabajar juntándonos con actores del momento histórico pero también académicos y activistas. Eso creaba un discurso que no es único, que es mucho más complejo a la hora de qué hacer con ello. Las antropólogas forenses son mayoritariamente mujeres, consiguen un espacio de cierta distancia por lo profesional.

Como comunicadores o periodistas hacemos siempre las mismas preguntas, entonces termina siempre siendo la misma historia. Eso sí lo veo problemático y somos nosotros los responsables. Termina habiendo un guión del horror que creo que hay que romper. En ese sentido, lo colaborativo o la comunidad no te permite eso, porque estás en un diálogo constante y con un trabajo en donde nada lo decides tú al cien.

Creo que los espacios en los que se produce una comunidad y cuando hay un trato directo, de tú a tú, sí te obliga a repensar eso. Hablando con las Rastreadoras y con Mirna, la fundadora, al final siempre es la misma historia que se repite. Lees una noticia y lees la otra y es la misma. Entonces, yo me acuerdo una conversación con Mirna que fue: “¿qué necesitan ustedes?” A ver si yo podía aportar desde mi oficio o no y que fuera una construcción conjunta. Me dijo que había una necesidad económica, que es casi una prioridad, para que puedan seguir buscando a sus “tesoros”, así llaman a sus desaparecidos.

El tema es que la manera de contar se vaya fisurando porque nada es plano ni lineal. Fue cambiando en conversaciones con Daniela o en el diseño. Hay una pérdida de control que cuando estamos acostumbradas a trabajar solas da un poco de vértigo. Y, a la vez, posibilita otros intercambios, otros diálogos, abrirse a otros espacios.

Creo que hay que tomar parte, implicarse, tal vez desde las herramientas de cada cual pero no ponerse aparte. Me parece peligrosísimo. En las cuestiones políticas, obviamente más pero sí creo que podemos ser trampolines para comunicar, llevar a otro lado, encontrar formatos que puedan funcionar. En la cuestión de la desaparición forzada en México, realmente nos concierne a todos. No puedes ponerte de lado. No hace falta que te desaparezcan a alguien para reclamar verdad y justicia. Creo que eso urge. Desde la comunidad fotográfica y artista creo que también nos tenemos que posicionar a nivel individual.  

¿Cómo llegaste a la fotografía?

Siempre quise ser fotógrafo, lo digo en masculino. Estaba toda la mitología del fotógrafo, de una especie de caballero andante que venía con la verdad y la justicia, fotógrafo de guerra y ese tipo de cosas. Estudié historia del arte, me especialicé en historia de la fotografía. Justo cuando salí de la universidad trabajé en la agencia Magnum y se me desquitaron todas mis fantasías. Fue una gran escuela, en muchas cosas y también fue una cosa tremenda de “guau, no sé si realmente me apetece esto”. El vínculo con la fotografía lo tengo desde hace mucho tiempo.

Creer que eso de “una imagen puede cambiar todo”, o que la fotografía es “la cosa más pura”, te das cuenta de que es una mitología. Entonces piensas: ¿qué pasa ahora?; ¿qué queda? Pues queda que la fotografía es solo fotografía. Es solo una herramienta, que no pasa nada. No es tan grave ni es tan importante. Sí es una herramienta que sirve. Si lo que mañana mejor se adecúa es una proyección, será una proyección. Si es una impresión de papel con letras, pues será eso. Descartar la fotografía como medio único. También queda, de repente, hacer fotografía de comida con un sentido. La fotografía culinaria, dentro del mundo documental a nivel de mito no está valorada. Pero si es lo que permite hablar de esto, pues está increíble. Cambia de funcionalidad.  

¿Qué cambió entre que el libro era una idea y que se convirtió en una realidad?

Al libro le está yendo bien, entonces han tenido mucha atención de gente muy diferente: fue la televisión sueca, la BBC, eso para ellas es un gran apoyo de comunicación sobre la lucha. Y para crear redes, hacerse escuchar. Cada una de las que participó tiene su libro. La recepción en todas ha sido muy increíble y muy hermoso, están muy contentas. En cuanto a participar, algunas dijeron que sí y después que no; otras dijeron que no y después que sí; otras no se pronunciaron. Ahora mismo muchas que no lo hicieron tienen ganas de hacerlo. Eso está bonito.

Es argentino-española, con estudios de Maestría en historia del arte por la Universidad de París Sorbonne. Ahora vive en México y colabora con publicaciones diversas como Le Monde. The weekender, Vice, entre otras. Ganó premios y residencias (la Wabi Sabi en Buenos Aires; la PlatoHedro en Medellin, Días de campo en México, entre otras). Expuso en la XVII Bienal de la fotografía del Centro de la Imagen en Ciudad de México, en Kaunas Photo Festival de Lituania y en el Festival de Auckland y el de Arte Contemporáneo de Nueva Zelanda, entre otros lugares.