Desde que el 9 de noviembre el Congreso destituyó al presidente Martín Vizcarra, la crisis social y política de Perú protagoniza las noticias internacionales. Los presidentes renuncian, las calles se llenan, la juventud renueva demandas y formas, la policía reprime. Después de décadas durante las que reinaba el desinterés, hoy las movilizaciones vuelven a ser percibidas como el modo de cambiar el mundo.
Noelia Chávez se licenció en sociología en la Universidad Católica del Perú. Ahora analiza el fenómeno social y político que atraviesa Perú con algo de esperanza. Sostiene que el gobierno neoliberal de los 90 había logrado despolitizar a la sociedad y que, ahora, algo de todo eso está cambiando. Observa que es la juventud la que lidera las movilizaciones y ya no tanto las organizaciones tradicionales. Pero, además, que el feminismo modificó el lenguaje con el que expresarse en las calles: aparecen los colores, se ponen traslúcidos los modos más violentos.
¿Con qué te encontraste en la calle?
En Lima lo primero que me impresionó fue la plaza abarrotada de gente, algo que nunca había visto, sin carteles que agruparan a la población, de sindicatos o de partidos tradicionales que siempre eran lo que guiaban las marchas. Soy alguien que ha participado en muchas marchas desde hace diez años pero siempre hay una coordinación, un respeto a quien lidera la movilización, gente que tiene experiencia. Acá no había eso, no había banderas que marcaran identidades específicas.
Lo segundo que me llamó la atención fue que la movilización estuviera fragmentada. Se movía por cuadras. De pronto, salía un grupo que era de una colectividad y la gente no lo seguía, marchaban por donde creían que tenían que marchar. No había una ruta delimitada, no salían todos al mismo tiempo. Eso a mí me consternó porque, en un primer momento, decía que la marcha tenía que tener un movimiento para que fuera potente. Pensaba en intentar decirle a la gente: «por favor no se separen». Pero eran jóvenes que probablemente marchaban por primera vez y veía que todos iban a tomar el monumento. Luego se replicó con la consigna de ir al Congreso y empezaron a moverse al Poder Judicial. Era muy espontáneo todo. Fue tan grande que terminó ocupando todo el centro de Lima con distintas maneras de movilización. Eso me pareció locazo.
Lo tercero fueron los carteles, muy hechos en sus casas, no impresos en un lugar. Eran frases muy vistosas, jocosas, burlescas, utilizando memes, gifs. Vi un disfraz de “Elmo”, otro de Pikachu, o de dinosaurios que representaban a los políticos. Antes siempre había unos pájaros negros de una agencia de teatro que marchaban simbolizando la muerte, esos que se comen la carroña. Pero ahora no estaban ellos, había gente disfrazada de ratas, de dibujos. Vi una performance que no había visto nunca antes.
También fueron las brigadas de primeros auxilios, estudiantes de medicina que se organizaban para poder atender a los heridos, que ya sabíamos que iba a haber. También estaban los desactivadores de bombas, algo que se ha recogido en otras experiencias de Chile. Y no eran solamente hombres, también había mujeres. Eso es algo que nunca antes había visto en el país y es alucinante.
La primera línea solía ser el gremio de construcción civil y era el que iba a chocar con los policías. Esta vez no eran ellos, eran barristas de los equipos unidos en la fuerza de choque, en la primera línea. Hay una experiencia del 2015 en contra del régimen laboral y existieron movilizaciones con nuevas identidades. Creo que eso fue una semilla para lo que ha pasado ahora.
¿Qué identificas de nuevo en este fenómeno?
Somos un país con una cultura apolítica muy fuerte que viene desde las décadas de los 80 y 90 por el conflicto armado interno y el grupo terrorista Sendero Luminoso, que terminó haciendo A la clase política que nació en los 90 muy neoliberal y conservadora. Tomaron el poder para estabilizar al país y fueron generando una apolitización de las personas, estigmatizando al de izquierda como radical y a la protesta ciudadana como terrorista. Eso es un peso que cargamos durante mucho tiempo.
Pero creo que esta nueva juventud, que ha nacido en democracia, en los años 2000, en un polo económico, no conocen esos fantasmas, no los han vivido. Podemos ver un quiebre en nuestra cultura política: de una apolitización en los años 90, cuando hemos tenido en piloto automático en nuestro país, a una ciudadanía que se desprende de esos fantasmas que tenemos en el pasado para poder lograr vestir o revestir a nuestra protesta social de un acto ciudadano. Es un proceso peruano, diferente al de Chile, en donde los derechos humanos se vulneraron desde la dictadura de derecha de [Augusto] Pinochet. Acá, en cambio, el problema fue un grupo terrorista que se consideraba comunista y radical de izquierda. Eso timó a nuestra izquierda y hasta ahora le cuesta mucho recuperarse. Todo lo que implicaba disputa era teñido como «radical y terruco». Hemos logrado burlarnos de eso de “terrorista-protestas”. Ahora es, más bien, “ciudadano-protestas”. Es importante para lograr cambios. Eso ayuda a pensarlo.
Realmente el proceso se demoró mucho y eso hace que empiece un ciclo de crisis y de permanente enfrentamiento entre los poderes. Eso desembocó en lo que tenemos ahorita: tres presidentes en una semana, protestas sociales gigantes, pero es parte de un proceso de transición que vivimos. Lo último fue en el 2000, pero a partir de ahí nuestra democracia fue débil y estos últimos cuatro o cinco años han terminado siendo una bombita de tiempo que iba a explotar en algún momento. Ha explotado ahora.
¿Sientes que Perú suena al ritmo de Latinoamérica?
Hay una música de cambio. En Perú siempre se ha creído que estamos «atrasados» con las olas de cambios políticos, ideológicos de derechas e izquierdas. Creo que cada país tiene sus procesos e igual estamos dentro de un mismo ciclo, de mucho reclamo y de mucho darnos cuenta de que el «crecimiento» que hemos tenido en los últimos años en Sudamérica no ha terminado realmente beneficiando a la ciudadanía. Tengo la impresión de que hay un malestar por una necesidad ciudadana mayor de la que tenemos solamente por tener recursos económicos. Al menos, en Perú, lo siento así. Y creo que en Chile también: una nación estable, económicamente próspera pero con un reclamo ciudadano importante de cambio social que se requiere, hay un divorcio ahí.
¿Qué observas en la juventud?
Creo que hablamos de sujetos, en plural, porque lo que veo de esta juventud es que no se etiqueta bajo los actores tradicionales que han liderado las protestas, al menos en Perú. Creo que demuestran mucha diversidad. En Perú lo que ha pasado es la demostración de un esquema de organización ciudadana. Los gremios, sindicatos y organizaciones civiles con más trayectoria y peso ya no encabezan el estallido de las protestas. También han dejado, en algunos casos, de representar la gran diversidad de identidades que tenemos en nuestros países. Creo que hay una gran diversidad de identidades culturales, identidades políticas, demandas ciudadanas y realidades muy diferentes.
Me da la impresión de que las desigualdades en nuestros países, combinadas con los privilegios que nos trae el crecimiento económico, termina multiplicando los intereses de la ciudadanía de una manera muy grande. Entonces en Perú tenemos a la gente de Lima: jóvenes de universidades privadas que no necesariamente marchan como estudiantes y reclaman una estabilidad política mayor, que no les roben la democracia. Pero tenemos también a tiktokers de las zonas rurales del Perú, de las comunidades indígenas, que alzan su voz y dicen «esta es una pelea entre los poderosos que no nos incluye a nosotros». Esa es otra narrativa.
Siento que hay algo que caracteriza a esta juventud y es que es mucho más diversa que anteriores juventudes que han peleado contra las élites que no los representan pero eran identidades más compactas. Eran “los” estudiantes de Perú, por ejemplo, en los años de la dictadura. Eran jóvenes organizados, con la identidad de estudiantes, no marchaban en la ciudad.
Pienso también en los jóvenes universitarios de los años 20 que se esparcen por todo Sudamérica, que eran élites intelectuales jóvenes las que terminan enfrentándose a élites mayores. También pienso en los años 70, en los gremios sindicales que terminan movilizando a la población bajo la clase trabajadora. Lo que hoy vemos acá es diversidad de identidades y es policlasista: jóvenes de Lima de universidades públicas, chicos que han tenido que abandonar sus estudios o estudian en universidades baratas y de baja calidad. Y cada uno presentándose a sí mismo o a su grupo más pequeño. Creo que hay muchos sujetos políticos y hay que ver hacia dónde decantan.
¿Y tú hacia dónde crees que va?
En Perú no hay un proyecto claro políticamente hacia el cual se quiera avanzar. Como en Chile, donde tal vez la discusión pública era mucho más madura y va a terminar decantando hacia una nueva Constitución. En Perú, lo que tienes es un hartazgo que estalla en una protesta social que aprende de anteriores protestas sociales pero que se hace más grande y que va construida desde algunos proyectos políticos hacia adelante. La Asamblea Constituyente es uno de ellos pero que todavía está en construcción; la Reforma de la Policía es otra; el discurso contra los medios, pero no termina de forjarse todavía. Es reclamar, alzar la voz, no quedarse callado, no se van a quedar callados frente a una generación mayor, a esa posición del deber ser, tal vez.
Antes del “sujeto político”, el estereotipo de quien marchaba era un hombre joven, estudiante, o sindicalista. En cambio, ahora lo que tenemos como perfil en Perú es una mujer. El promedio de quienes más marcharon es la figura de las mujeres de clase media, de 18 a 24 años, que tienen mucho interés en la política. Tres de cada cuatro se interesan por la política pero no se sienten representadas por ningún partido o colectividad de ideología. Eso es interesante porque cambia nuestra forma de ver la protesta y cómo el movimiento feminista ha ido calando muy profundo en estos años.
No somos futurólogos y no sabemos qué es lo que va a pasar. Pero lo que yo veo es una efervescencia de interés por la política por parte de estos jóvenes que han marchado. Lo dicen las estadísticas. Probablemente esto ha sido lo más masivo de nuestra historia: el 37 por ciento de la población considera que, de alguna manera, participó en la protesta. Es muy grande, más de la tercera parte.
Ese interés se traduce en una participación en el espacio virtual y el espacio físico, hay una gran capacidad de articulación rápida. Lo que siento es que hay una cultura que se está formando de supervisión de las autoridades públicas: ¿qué hacen nuestros gobernantes?, ¿qué hacen nuestras instituciones? Esta supervisión de lo político va a continuar, me da la impresión. Ante cualquier acción que pueda vulnerar las identidades, derechos o todo lo que los jóvenes consideran importante para salvaguardar sus libertades y deseos, van a volver a articularse, a salir.
Lo que no me queda claro es si esto va a decantar en identidades políticas que permitan generar realmente un cambio de nuestra clase política, que finalmente es contra la cual nos enfrentamos. Creo, y ya lo ha dicho el sociólogo Omar Coronel, que hay una politización pero pareciera que hay un rechazo a lo partidario. En una democracia, los partidos son el vehículo de representación política para llegar a los cargos públicos. Entonces, si la politización no encuentra canales o puentes con la política institucional va a ser difícil cambiar esa clase política y seremos siempre un país reactivo a esa clase política. No me queda claro cómo vamos a llegar. Ojalá esta diversidad nos lleve a construir una diversidad de proyectos políticos que puedan alcanzar a diferentes públicos, pero eso todavía está en evolución.
¿Cómo atravesó el feminismo estas movilizaciones?
Sabemos que el movimiento feminista es histórico pero creo que en esta época se ha convertido en un movimiento de colectivos. Es más, le dicen colectivas. Visibilizaron problemas estructurales muy grandes que hay en nuestro país respecto a la violencia hacia la mujer y las minorías sexuales, LGTBI también. Han comenzado a mover valores progresistas en una sociedad muy tradicional. Perú, Lima, es probablemente uno de los lugares más tradicionales y conservadores de Latinoamérica. El movimiento feminista y LGTBI mueve una serie de agendas progresistas sobre la igualdad de derechos. Creo que eso comienza a calar en las mentes de las individualidades, en un mundo muy individualizado, capitalista. Esas identidades quieren ser reconocidas, quieren ser no ocultas, no homogeneizadas. No quieren una manera de ser impuesta.
Han habido casos emblemáticos de violencia en el país, de feminicidios muy fuertes. También hay estadísticas dolorosas sobre la violencia sexual, incluso intrafamiliar. Es el país que tiene mayor tasa de violencia sexual familiar. Estas imágenes han hecho que el feminismo cobre mucha fuerza y esto ha politizado mucho a las mujeres, que ya no se quedan calladas y ahora hablan. Esto ha sido una pieza clave para formar una identidad movilizable, movilizada, que en un momento de coyuntura donde te están robando lo poquito de democracia que tienes también sales a marchar. Esa es una movilización diferente porque le saca una masculinidad tóxica que tenía la movilización social, de ser violentas, agresivas, vinculadas a esa masculinidad tradicional donde la movilización es la confrontación. Se va hacia una movilización diferente: colorida y con muchas características que son disruptivas con lo masculino.
En muchos aspectos, la crisis de los antiguos mandatos y antiguas formas de resistencia parecen estar en crisis.
Siento que debido a la hiperconectividad que tenemos, estos procesos son más rápidos. Se acorta el espacio-tiempo de los mandatos. A lo largo de la historia del siglo XX a esta parte la confrontación entre jóvenes y adultos ha existido. Si uno piensa de Woodstock en los 60, ves a jóvenes revelándose frente a formas de ser y hacer. Es una lucha por el poder, finalmente, donde una generación mayor tiene consignas, formas de hacer las cosas, un esquema y estructura sobre cómo funciona el mundo interiorizado y repetido. Eso permite una serie de estabilidades que no está mal tampoco. Pero es una estructura que se impone a quienes están buscando sus propias identidades. Ahí es donde, creo, nace la confrontación entre la juventud, que busca el poder y una generación mayor, que busca imponer una forma de hacer las cosas.
No todo es tan homogéneo, hay gente mayor en Lima que se suma a las protestas dirigidas por jóvenes. Hay padres, madres, adultos que han visto el potencial de cambio y salen a cacerolear, cosas que nunca había visto en mi país. Pero creo que esto ha existido siempre y ahora es más rápido y fuerte por nuestra capacidad de decir cosas, que se viralicen y reúnan gente. Se hace al instante. Tenemos a personas que son altavoces, personas escuchadas por millones de personas.
Un partido político no puede hacer eso, no son escuchados de esa manera, en cambio un tiktoker, sí. Eso es interesante y tiene sus riesgos pero creo que hay una rapidez que hace que haya menos capacidad de poder contener la emocionalidad y la movilización.