Entrevistas
Cinthya Santos Briones
Estados Unidos -
diciembre 21, 2020

Notas para construir un herbolario migrante

“Recuerdo que veía a mi madre y mi abuela; ellas usaban árnica, manzanilla, rosa, hojas de aguacate, tomillo, orégano y otras especies”; “Orégano de mi casa, de mi tierra, de donde yo nací”; “Ruda para dolores menstruales en té”. Las frases están escritas a mano, en lápiz, sobre un papel. Van acompañadas de un cianotipo.
El evento se llamó Herbolario migrante y en él diferentes mujeres mexicanas contaban cómo usaban las hierbas para sanar a sus familias. Fue un taller sobre “hierbas, migración, memoria y sanación”, cuenta Cinthya Santos Briones a Vist Projects.

Ella es fotógrafa, antropóloga, etnohistoriadora y vive en Nueva York. Suele trabajar sobre migración, memoria e identidad. Presta atención a la lucha por el control de los símbolos e identifica que hay una relación asimétrica entre fotógrafos y fotografiados. Le interesa especialmente la autorrepresentación y por eso suele planear senderos en los que es posible el juego con otros y otras. Por eso le pregunta a las abuelas migrantes cómo quieren ser fotografiadas, les pide a vendedores ambulantes que escriban en un papel su historia o a los habitantes de un santuario que hagan un dibujo a mano.

Cinthya también dirigió el documental sobre el Códice de Huichapan en el que cuenta la historia de esos documentos ancestrales. Es que ella comenzó su recorrido desde la antropología y los viajes “al territorio” en los que sacó sus primeras fotos. Con el correr de los años fue cambiando su perspectiva. “La formación que tuve en ciencias sociales tiene límites, no te permite explorar en la metáfora o lo conceptual, y el arte sí”, reflexiona.   

¿Cómo comenzaste con la fotografía?

Estudié antropología e historia. Ahí me formé en un proyecto de etnografía que nos mandaba a campo. Se dividía en varias regiones de México, cada grupo tomaba una para estudiarla. Cada vez que me mandaban, trabajaba temas interesantes: ritos y cosmovisiones, entrevistaba curanderos y chamanes. Las primeras veces me llevaba una cámara prestada de un primo, esas cámaras digitales de 2004. A través de levantar registro fotográfico para que esas fotos me ayudaran a narrar esa historia de manera visual, me di cuenta de que me parecía fabuloso contar desde lo visual lo etnográfico. Fue una curiosidad que nació ahí, pero nunca la había profundizado.

Hasta que ahora, después de un tiempo, descubrí que quería volver a la escuela y explorar otras disciplinas. Y fue la fotografía. Estudié entonces fotoperiodismo y fotografía documental y me formé en términos técnicos. Y también en términos de pensar los temas de estudio de una manera visual, que es diferente a pensarlos en términos etnográficos. 

¿Cómo fue ese giro?

Fue difícil, porque yo cuando entré pensaba como una antropóloga. Los maestros me decían que algunas cosas que quería trabajar en ese momento no se entendían visualmente. Sinceramente, tardé en digerir de qué se trataba el lenguaje visual. Ha sido un proceso paulatino y con el tiempo voy redescubriendo nuevas formas.

Ahora estoy estudiando una maestría en texto e imagen que se enfoca en el fotolibro. Estoy leyendo mucha poesía conceptual, un poeta como Juan Tablada que hace poesía en formas y esas formas son imágenes. Es como un redescubrir desde el arte y alejarme de ese enfoque tan rígido de las ciencias sociales en las que me formé. La formación en ciencias sociales tiene límites, no te permite explorar en la metáfora o lo conceptual, y el arte sí. Está abierto a la experimentación, a los sentimientos y a no ser objetivo del todo.  

¿Cómo eliges qué contar? ¿Se vinculan con tu historia personal?

A través de los libros de fotógrafos que admiro me ha parecido que mucha gente trabaja lo familiar. En mi caso ha sido distinto, empecé a hablar de los otros. Aunque es cierto que hay una relación: hablar de migración tiene que ver con mi historia familiar. Mi familia emigró en los 90 a Carolina del Sur y por mucho tiempo estuvieron indocumentados. Esa separación me hizo estar muy consciente, desde niña, de diferentes categorías: ser ilegal, indocumetado, no tener papeles, no poder transitar por el territorio de modo libre. Puede que sea algo personal sin decirlo del todo.

Tienes un interesante trabajo sobre las Abuelas…

Abuelas fue el proyecto con el que me gradué, es mi primer proyecto visual. Cuando migré en 2011 estuve trabajando como organizadora comunitaria en diferentes barrios de Nueva York y pude conocer a mucha gente de la comunidad mexicana y centroamericana. Yo tenía que llevar a la escuela una propuesta y no tenía nada. Una amiga me preguntó si podía sacarle una foto para enviársela a sus nietos que no conoce porque están en México. Y llegué y le tomé la foto y me pareció muy interesante la forma en la que ella quería que tomara la foto.

Yo buscaba crear una metodología en mi trabajo, no quería que fuera uno más que documente la migración, ya que es un fenómeno que está sobre documentado. A través de ver esa agencia empecé a discutir el término del sujeto, un término muy colonial, que usamos en antropología para referirse a las personas que investigamos pero que colaboran con nosotros. Gente con agencia sobre sus decisiones, sobre lo que deciden compartir o contar.
El proyecto salió con eso: la reflexión de la agencia de las personas que uno fotografía es un proyecto colaborativo. Les pregunto cómo les gustaría ser vistas, como les gustaría que la vieran.

Quería hablar de la vejez. Todas son abuelas, todas tienen nietos, pero no todas tienen más de 60 años, ni son mujeres canosas o arrugadas. Quería hablar desde esta reflexión de lo difícil que es ser una mujer mayor e indocumentada. Muchas son trabajadoras domésticas, niñeras, o trabajan en las tiendas como cajeras. O tienen múltiples trabajos.

También me interesaba el territorio: cómo desde un espacio pequeño en sus hogares reconstruyen su cultura, cuelgan la memoria, la relación que tienen con el espacio que habitan a sabiendas de que no tienen papeles. Hay una relación con los objetos y sus significados, esa relación barroca que tenemos los mexicanos. Cada vez que entraba a estos hogares había un universo, una etnografía del cuarto, contar esos objetos que dan vida a ese espacio.  

¿Y cómo querían ser mostradas?

Básicamente, yo llegaba y ellas tenían varias prendas de vestir, muy elegantes. Una tiene una playera de los 43 estudiantes que desaparecieron en Guerrero. Ellas controlaban todo, eran agentes. Era como si me estuvieran contratando. De repente había un papel de baño en el encuadre y me decían que había que quitarlo porque no iba a salir como a ella les gustaba. Opinaban sobre dónde poner la luz.

¿La idea de desarrollar proyectos colaborativos la fuiste descubriendo o la traes de la antropología?

Hace tiempo hice un documental sobre el Códice de Huichapan, que es el único hecho en lengua otomí. Lo hice en colaboración con el editor pero también con un hablante de lengua para que hiciera el documental con nosotros en su propia lengua. Porque el códice habla de una región en particular.

En la academia solemos tratar temas tan especializados y a veces poco digeribles para los que no los estudian. Me pareció interesante dar a conocer estos documentos. Estuve dos años estudiando en el archivo y me pareció fascinante. Pero la gente no los conoce. Muchos de ellos fueron quemados pero los que están, se deben poder conocer. Ahí entonces dije: vamos a llevar el documental en la región, dentro de las comunidades, y que lo escuchen en su lengua, no en español que ha sido una lengua impuesta.

Después edité un libro en colaboración con un amigo: textiles y cosmovisión, en una comunidad donde un tío mío es maestro rural. Con los niños que dibujan historias sobre los símbolos que hay en los textiles que bordan sus madres. Ese fue mi trabajo más representativo antes de la imagen. Siempre busqué poner en discusión la autoría. 

Con ese eje también abordas el trabajo que realizaste sobre los vendedores ambulantes, donde incluyes una nota escrita por ellos mismos, ¿verdad? Al igual que en el “Herbolario migrante”.

Me gusta mucho que en cada escrito hay una caligrafía diferente. En las entrevistas se generan relaciones asimétricas, entonces me pareció que era mejor que la gente escribiera. Yo les doy una idea y después que ellos hagan su propio análisis. Hay mucha agencia en ese sentido.

En cuanto al herbolario, hay muchas hierbas que encontramos en Estados Unidos que vienen de México y buscamos cómo rescatar esa memoria ancestral mexicana. Además, pensamos cómo crear espacios para el arte comunitario. El Herbolario migrante es un taller en cianotipos que di junto a una amiga, una herbalista tradicional indígena. Dimos el taller sobre hierbas, migración, memoria y sanación. Con ese conocimiento, las mujeres escribieron poesía. O recetas. O algunos cuentos o historias que recordaban que sus abuelas les contaban. Con estas plantas hicimos cianotipos, aprendieron la técnica. Las escaneé, las imprimimos e hicimos unos fotolibros. Ellas cosieron, pintaron, intervinieron y se hizo una exhibición. La idea es ver la migración desde otro punto de vista.  

También encaras, en otro de tus trabajos, los santuarios en Estados Unidos…

Desde que llegué estuve involucrada en el activismo y estuve trabajando como voluntaria en una organización interreligiosa que se encarga de parar deportaciones, de luchar para que las familias estén unidas, de evitar el encarcelamiento de migrantes. Trabajé mucho con la comunidad garífuna hondureña que vivió un gran éxodo de mujeres que venían junto a sus niños y a muchas les ponían un grillete electrónico para monitorearlas.

El movimiento santuario comienza en los 80 con un grupo de sacerdotes en todo EE. UU. que ayudaban a refugiados que huían de la violencia en Centroamérica. Ayudaban a darle santuario, a proveerles un espacio de acogida desafiando las leyes antiinmigrantes y las políticas de EE. UU. En 2006 o 2007 surgió una nueva ola, que daba también con estos mismo principios de darle santuario a los migrantes.

En EE. UU. hubo un memorándum que establece que ni en las iglesias ni en los hospitales ni en las escuelas puede entrar la policía de migración. Mi esposo fue indocumentado y es el cofundador de una de ellas. Es un sacerdote luterano, estuvo involucrado en el movimiento de justicia y derechos humanos de los migrantes, muy desde la teología de la liberación.

Ahí comencé y me enteré que una amiga iba a tomar santuario, Amanda Morales. Ella anunció públicamente que se iba a refugiar en una iglesia porque estaba con una orden de deportación y que desde allí iba a apelar su caso. Estuvo un año en esta iglesia en Manhattan. Fui a apoyarla, sin cámara siquiera. Después le platiqué sobre esta idea de seguirla y fotografiarla, de contar su historia. Le enseñé mi trabajo, a ver qué pasaba. Y así se dio.

Pero en un momento el trabajo era ya muy repetitivo, dado que las escenas eran muy parecidas. Decidí entonces expandirlo a otros lugares del país. Quería hablar de otros migrantes que no fueran latinos porque los medios se centran mucho en ellos para hablar de la deportación y la detención. Quería incluir en este trabajo por ejemplo un refugiado iraquí, otro de indonesia. Viajaba para documentar pero también pedía que escribieran sobre lo que significaba para ellos, cómo es estar encerrados en una iglesia.

Para este proyecto me metí más a los archivos. En esa época era un gran tema en los noticieros, además Trump había llegado a la presidencia y las leyes estaban más severas, más crudas. Se piensa que durante su gestión se desnudó mucho la política antiinmigrante racista de este país pero siempre ha existido. Ahora hay más atención de los medios, Trump hacía más notorio su posicionamiento anti inmigrante pero eso ya existía y esto se puede comprobar a través de ese archivo.