Entrevistas
Ronald “Malandro” Pizzoferrato
Venezuela -
diciembre 24, 2020

Un ojo callejero en Caracas

Cuando Ronald Pizzoferrato quiso intentar entender la migración, él mismo ya era un migrante. Había ido desde Venezuela hasta Suiza y allí se había comprado su primera cámara de fotos. Todavía no sabía que era fotógrafo. En Caracas había sido artista del graffiti callejero: conocía la ciudad y sus paredones. Tenía amigos en cada rincón: gente que lo ayudaba a transitar por los rincones más peligrosos para pintar paredes. En Suiza el plan era otro: ser obrero de la construcción, escapar de la crisis que por 2014 ya se hacía sentir fuerte en su país.

Ronald “Malandro” Pizzoferrato tiene 32 años, es italovenezolano y le gusta hablar sobre aquello que conoce. Caracas, donde creció, es una de las ciudades más violentas del planeta. En sus vueltas a la ciudad quiso entender por qué. Eso lo llevó a conocer al submundo que refleja en su proyecto Plomo. Buscó cuáles eran esos signos violentos que le permitían dilucidar en qué medida la violencia afectó a la sociedad. Se valió de etnografías y de netnografías, que es lo mismo pero en redes sociales.

También visitó el Centro atención integral CAI Maicao de ACNUR y albergues que reciben a migrantes venezolanos en Bogotá, Cúcuta y Riohacha. Le intrigó la vida de esas personas que migran de forma precaria, y que llevan encima sus objetos más preciados.

Ronald no está seguro de si nombrarse fotógrafo, investigador visual o artista. De lo que está seguro es de que su camino empezó cuando hacía grafittis en las noches caraqueñas. Eso lo hacía pasar tiempo en las calles, de madrugada, caminar mucho, encontrarse con problemas y ver “cosas que un ciudadano de a pie no vería”. Y eso, dice, es lo que muestra en su trabajo.  

¿Cómo te acercaste al mundo de la fotografía?

Es raro mi desarrollo como fotógrafo o investigador visual, porque no me considero fotógrafo. En Caracas hice un par de cursos. Tuve la oportunidad de hacer dos cursos de fotografía cuando tenía diecinueve años. Nunca he sido parte de un círculo ni tengo un background académico. Básicamente, hice ese curso porque un amigo me motivó.

Me fui a Suiza en 2014 y trabajé en la construcción, típico trabajo de migrante. Allá me compré una cámara y empecé a tomar fotografías. Y, entonces, cada vez que viajaba para visitar a mi familia, comencé a documentar algunas situaciones de Venezuela. Eso sucedió en los años en los que Venezuela ingresó en esa crisis en la que empezó lo peor.

Cuando volví a Suiza con esas imágenes, un grupo de fotógrafos amigos las vio y ese fue el principio. Luego, durante un año, hice fotoperiodismo pero me cansé. Era lo mismo siempre: la gente revolviendo la basura e historias sobre cómo la revolución destruyó la sociedad.

Hace dos años tuve la oportunidad de presentar mi trabajo en la Universidad de Artes de Zurich y me gané una beca para hacer una maestría. Ahí lo que traté de hacer fue desarrollar los efectos de la identidad, de la violencia que es parte de la sociedad de Caracas de una manera inherente. Empecé a ver cómo la violencia se consume también a través de las redes sociales, de la digitalización, y analizar el rol de los géneros. Me interesa, también, la violencia a nivel político y cómo se consume la violencia incluso a nivel lingüístico. En marzo publicaré el libro sobre el proyecto Plomo.

Venezuela, incluso antes de la llegada de la revolución y todo esto, ya era una de las ciudades más peligrosas del mundo. En los últimos 15 o 16 años siempre hemos figurado en el top cinco, alguna vez hemos estado en el lugar 1 o 2. Siempre la violencia ha sido un factor dominante en nuestra ciudad: ya seas rico, pobre, hombre, mujer, perteneciente a cualquier raza o credo. Lo que empecé a investigar fue cómo esa violencia comenzó a crear mecanismos, tanto en la comunicación como en la dinámica propia de la ciudad.

Algo muy importante que digo siempre es que yo no la defiendo pero tampoco la condeno. Mucha gente trata de confundir y decir que hago cierta apología a la violencia y es solo que yo me considero una persona que está haciendo esa investigación. Hasta el momento, la violencia solo había sido contada juzgándola. Lo que yo quise fue entender a qué niveles la violencia ha influenciado a la sociedad. 

¿Y cómo nació ese interés por estas temáticas?

Yo antes hacía graffiti. Vengo de un sitio de clase media baja y el hecho de ser adolescente y grafittero me llevó a conocer la ciudad desde otra perspectiva. Tenés que estar todo el tiempo en la calle, de madrugada, caminar, tener problemas. Muchas veces ves cosas que normalmente un ciudadano a pie no vería. Esa relación me hizo tener un gran networking de primos, amigos, tanto gente que vive en zonas pudientes como gente que vive en zonas populares. Porque algo que pasa en Venezuela, principalmente en Caracas, es que hay una gran división de clases pero en paralelo todas esas clases se mezclan.  

¿Tenés una metodología de trabajo?

No me gusta trabajar proyectos sobre temas que no domino. Me parece de alguna manera super colonial y bastante piramidal en el sentido de «yo soy el fotógrafo, voy a hablar de cierto tema». Por eso Plomo es mi primer trabajo, porque soy un habitante de Caracas y vengo de ahí.

Desarrollé esa investigación con distintas metodologías. Trabajo mucho con la etnografía: hago distintos trabajos en campo como entrevistas participativas, sondeos culturales, hago trabajos colaborativos a nivel digitalización, trabajo mucho con archivo y foto colección de archivo. También trabajo con una metodología antropológica que se llama netnografía que es la investigación a través de las redes sociales. Eso fue lo que hice, acompañado de mi fotografía. Es donde identifico y localizo esos símbolos y signos violentos que se consumen en Caracas.

También trabajo en un formato multidisciplinario y colaborativo. Tanto el de los migrantes como el de Caracas no son proyectos solamente míos, me alejo mucho de esa individualización. Trabajo mucho con sociólogos, antropólogos, personas que están en el campo, otros fotógrafos y con realizadores audiovisuales. 

Cuéntanos sobre el trabajo de los migrantes

Lo de los migrantes fue porque, desde hace cinco años, es mi situación, pero en otro contexto, en Suiza. Hace un año me salió un assignment para la frontera con un medio suizo y estuve dos meses cubriendo toda esa parte.

Fui a los centros de atención especial y me llamó la atención un sinfín de objetos que estos migrantes cargaban. Era todo bastante colorido. Soy muy obsesivo con esta parte visual. Había gente que, a lo mejor, llevaba tres o cuatro meses caminando, tratando de llegar a Colombia, o a otros destinos como Chile, Perú, Argentina, y llevaban consigo cosas que para uno no significan mucho y para ellos tiene un significado especial.

Empecé a investigar esos significados y encontré bastante teoría. Me llamó la atención eso porque no quiero aislar al objeto per se ni tampoco quiero hacer la típica historia del migrante, sino más bien una combinación. ¿Por qué la gente carga con esos objetos, qué tanto les importa, qué significado y semántica tienen desde que los cargan hasta que termina su viaje? Incluso hay muchos objetos en los que el significado cambia mientras sucede el viaje.

También noté que hay muchos objetos creados a partir de una necesidad en la migración. En el portafolio hay unas vinchas que los migrantes se ponen en la cabeza y con eso cargan las cocinas, las maletas; son como bandas que se ponen en la cabeza. Ese objeto ya está mercantilizado en la frontera, ahora puedes comprarlo.

Es un proyecto que empecé el año pasado. Ahora volví a Suiza, armé un portafolio, lo presenté a una Institución suiza de la que va a recibir un financiamiento. Por eso ahora en febrero regresaré a terminar esto. 

¿A qué te dedicaste cuando llegaste a Suiza?

Fui obrero, trabajé en la construcción. Me fui porque conocí a un pana suizo de la onda del graffiti que fue en el 2008 a Venezuela. Y, sabes, que el graffiti es de algún modo una secta. Ellos siempre me decían «cuando quieras irte, vente» y me fui en el 2014 cuando Venezuela todavía no estaba tan en declive. Llegué y trabajé cuatro años en la construcción y no fue sino hasta hace dos años y medio que empecé con la fotografía, poco a poco.

Me pasa algo peculiar: al principio, cuando no tenía muy claro lo que quería hacer en Venezuela yo era un loco. Recién hoy en día te puedo decir más claro todo esto de la identidad y la semiótica de la violencia en Caracas; pero imagínate hace tres años. En esa época el nicho fotográfico venezolano no entendía mucho y no es que hubo un rechazo, pero la gente decía «este es otro loco más». Las instituciones, personas o círculo de artistas que me dieron más oportunidades fueron las de Suiza más que la gente de Venezuela.

Cuando un sitio importante –como la gente dice que es Suiza– te da validación, luego en Venezuela sucede: «Si Suiza dice que hiciste algo bueno, entonces quiere decir que es algo bueno». Es un poco ese colonialismo internacional que tenemos de decir que todo lo que es de afuera es mejor.

Mi proceso de convertirme en investigador visual, artista o fotógrafo (como le quieras decir) fue un proceso dado por la migración e influenciado por ambas partes. Aunque todo lo que haga sea en Latinoamérica, fue gracias a la plataforma de Suiza.