Textos
Ricardo León
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junio 10, 2019

La guerra al revés

Junio, 2019

“¡Jala, nomás, yo voy a sembrar otra vez!”. Silvia Serna amenazaba así a un agente del Proyecto Especial de Control y Reducción de Cultivos Ilegales en el Alto Huallaga (Corah), entidad estatal a cargo de la erradicación de cultivos ilegales de hoja de coca en la selva del Perú, país que disputa siempre –junto a Bolivia y Colombia– el primer lugar en producción de clorhidrato de cocaína.
Era 2014 cuando conocí a Silvia en un viaje al Monzón, un distrito enclavado en la región Huánuco, donde desde los años 80 hubo una presencia predominante de narcotraficantes y terroristas del grupo Sendero Luminoso. Había sido una zona inexpugnable por mucho tiempo. A mitad de esta década, ya los senderistas habían sido desplazados por el Ejército y la Policía, y los gobiernos se enfocaban en la lucha contra el otro frente, el tráfico de drogas.
Pero esta guerra era desigual: las fuerzas del orden no fueron a capturar a las cabezas de las mafias de cocaína, sino que empezaron desde abajo, con los agricultores cocaleros, muy pobres en su gran mayoría.
“¡Aunque sea déjame un pedazo de chacra!”, le decía después Silvia al mismo agente, ya no en tono de amenaza sino de súplica. Ya no había nada que hacer: sus plantas de coca habían sido arrancadas desde la raíz y luego cortadas con un machete. Esto ocurrió en el caserío de Sachavaca. Para mala suerte de esta mujer, el equipo de erradicadores había instalado su campamento temporal muy cerca de su casa y de sus cultivos. Sus pequeñas parcelas de coca fueron las primeras en ser arrancadas en esta zona.

Poco antes, en el 2012, en pleno proceso de erradicación de cultivos de coca en el Monzón, los agentes del Corah vivieron días difíciles, críticos. En agosto de ese año, campesinos cocaleros y dirigentes de los gremios locales se enfrentaron a los erradicadores, que se desplazaban siempre resguardados por efectivos de la Policía Antidrogas. En uno de esos enfrentamientos murieron dos pobladores, cinco quedaron heridos.

Después, el asunto se puso peor: las vías de acceso fueron bloqueadas con piedras y troncos de árboles, había amenazas constantes de atentados contra los policías, estos a su vez reprimían con más fuerza a los pobladores. Se llegó a debatir si no era mejor idea suspender los trabajos de erradicación temporalmente, pero eso para el gobierno de aquel entonces –el presidente era Ollanta Humala, que en las elecciones había sido apoyado por el sector cocalero– habría significado un retroceso o una derrota.

En cada cosecha, Silvia obtenía hasta 15 arrobas de hoja de coca (una arroba equivale a 25 libras, o a 11,3 kilos). La Empresa Nacional de la Coca le ofrecía 60 soles (unos 18 dólares, al cambio actual) por cada arroba. Al mismo tiempo, un hombre a quien ella no conocía, pero que obviamente acopiaba coca para el narcotráfico, le ofrecía 40 dólares. Con eso ella pagaba los gastos de su casa, el colegio, la luz. Cuando erradicaron hasta la última de sus plantas, ella buscó al alcalde de Monzón, Job Chávez, para pedirle trabajo. Fue capacitada en un taller de cómputo, y poco después fue convocada para trabajar como ‘personal de apoyo’ en un pequeño colegio del distrito, pero el salario que recibía no ayudaba a mantener a sus cuatro hijos.

“¿Qué hago, entonces?”, me dijo poco antes de despedirse, cuando le pregunté si volvería a sembrar coca. Y agregó: “No tengo cómo pagar ningún gasto. ¿Qué harías tú?”.
Silvia funciona como el límite exacto entre lo que podría terminar siendo una gestión adecuada en la lucha contra las drogas, o un nuevo fracaso en la materia.
***
Como todos aquí, el alcalde de Monzón, Job Chávez, era cocalero. Como muchos en el pueblo, se oponía a la erradicación y a los planes de cultivos alternativos legales, como cacao y café. Agricultor y con solo estudios de primaria, Job tenía por entonces dos hectáreas sembradas en el caserío de Matapalo, un pequeño territorio que siempre ha sido disputado entre el narcotráfico, Sendero Luminoso y el Estado.

Aquel 2014, él se postulaba a la reelección. Durante la campaña electoral, regaló semillas de hoja de coca a sus potenciales votantes. Cada uno recibía unas dos mil semillas, lo suficiente para volver a sembrar allí donde el Proyecto Corah había hundido sus machetes. No todos los cocaleros trabajan para narcotraficantes, es cierto, pero sería ingenuo no creer que la mayor parte de la hoja de coca terminaría ahogada en pozas de maceración. Entregar semillas representó un mensaje político claro: había que mantener a Monzón, un distrito pobre por donde se mire, bajo el control de la hoja de coca, o sea, del narcotráfico. Un poco por conveniencia, un poco por instinto de supervivencia, pero sobre todo por costumbre. Así había sido siempre.

Pero en las elecciones de noviembre de 2014, Job perdió; quedó segundo, más de ocho puntos porcentuales debajo de Víctor Pajuelo. Esta vez a Job no le funcionó utilizar el radicalismo prococa en un distrito donde los cocaleros de su generación habían sido detenidos o habían migrado forzosamente. Tan frustrante fue la derrota para Chávez, que ni siquiera acudió a la juramentación del nuevo alcalde, y Pajuelo recibió la banda simbólicamente de manos de un alcalde anterior. Chávez no quiso ser protagonista en una escenificación que ponía fin a varias décadas de control político cocalero.

Conocí al alcalde Pajuelo unos meses después, cuando viajé otra vez a la zona. Era un lunes por la mañana y, cosa rara en el municipio de un pueblo de provincia, no había largas filas de pobladores esperando ser atendidos por algún funcionario. Después me explicaron que la mayoría de agricultores trabaja en su chacra durante las mañanas, pero que además la migración a otras zonas cocaleras del país había provocado esa fantasmal sensación de vacío en Monzón. Si la furiosa consigna que se coreaba años atrás era “coca o muerte”, la versión actual implicaría coca o mudanza.
Por cierto, quien trajo al Monzón ese grito de guerra fue Iburcio Morales, alcalde de este distrito desde 2007 hasta noviembre de 2010, cuando fue detenido por la policía por tener supuestos nexos con narcotraficantes y brindar apoyo a Sendero Luminoso. En una pared del despacho municipal, que esta vez ocupaba Pajuelo, están colgados los retratos de todos los alcaldes de Monzón, algunos en saco y corbata, otros solo en camisa e Iburcio Morales con una camiseta que a la altura del pecho tiene la imagen de dos hojitas de coca al lado de una inscripción bordaba en hilo verde “coca o muerte” como una ecuación o una sentencia.

Pajuelo tenía una lectura totalmente distinta del factor coca. De niño había ayudado a su abuelo a cosechar y aceptaba que “la coca nos daba para vivir”, pero reconocía también que en vez de generar algún tipo de riqueza “no hay un solo cocalero rico en el Perú; quien diga lo contrario, miente”, en Monzón persistía un estado de soporífera pobreza que permitió a los dirigentes seguir controlando el espectro económico, social y político de este distrito.

También era cierto que los cultivos alternativos aún no “prendían”, y que muchos cocaleros que habían optado por el cacao y el café comenzaban a arrepentirse y regresaban a la coca, a eso que antes les había funcionado pese a los riesgos.

La última vez que visité el distrito, allá por 2016, encontré su bullicioso mercado de abastos casi abandonado. Saúl Mirabal, el carnicero del único puesto de venta que atendía a la clientela (los demás puestos se habían convertido en cocheras para mototaxis) me comentó, mientras macheteaba la pezuña de una vaca para la última clienta de la tarde, que antes vendía 20 reses al mes y ahora apenas llega a dos. Ya no hay demanda en Monzón: bien por las vacas, pero mal por un pueblo que podría convertirse en una experiencia exitosa de derrota al narcotráfico, como anuncian rimbombantes los gobiernos, o en un estrepitoso fracaso con el consecuente, y muy posible, retorno a los cultivos de coca.

Monzón es un distrito enclavado en las largas quebradas verdes de Huánuco. Para llegar al pueblo se viaja durante tres horas desde Tingo María por una trocha que, cuando llueve, se convierte en un problema serio. Al llegar a su pequeña y silenciosa plaza principal, lo primero que uno ve en el centro del parque es un monumento compuesto por dos gigantes hojas de coca abiertas al sol. Víctor Pajuelo, el alcalde, no se acordaba qué antecesor suyo había encargado construirlo. Cuando le pregunté si había pensado en retirar un monumento tan explícito, respondió inmediatamente que no. “Yo he comido de la coca. ¿Por qué la voy a negar?”, me dijo. El problema de Monzón ya no es policial, sino económico.