Textos
Sebastian Hacher
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junio 10, 2019

Ayahuasca: quieren prohibir la medicina de la tierra

Tengo trece años y estoy en la sala de videojuegos de mi barrio. Vengo aquí todas las tardes. El ambiente es de estación de tren: gente de paso, ruido, marginalidad.  El salón es oscuro y tiene olor a humedad. Hay unos veinte juegos de los que sale una música infernal.

Debo pesar menos de cuarenta kilos: soy flaco, quizás demasiado para mi edad. Nunca se me dieron los deportes: prefiero subir a los techos a leer un libro antes que jugar al fútbol. Tampoco me gusta pelear, pasatiempo que en mi barrio es bastante común. Para suplir eso que a mi edad se considera una carencia llevo un cuchillo en el bolsillo. Nunca me voy a animar a usarlo.

Todas las tardes venimos a los videojuegos. Mi favorito es el flipper de Los Locos Adams, pero a veces juego al Pac-Man o al Mortal Kombat. En mi grupo somos seis, y todos usamos el guardapolvo marrón de la escuela. Nuestro cabecilla se llama Máximo. Es rubio, tiene hermanos más grandes y una cicatriz que le atraviesa todo el mentón. Eso lo vuelve un poco oscuro, fascinante y peligroso al mismo tiempo. A mí me intimida que haga cosas que el resto de nosotros todavía no: salir de noche, tomar alcohol y saber de sexo.

Hoy confirmó algo que ya flotaba en el ambiente: nos va a llevar a debutar a un prostíbulo sobre la avenida Rivadavia. Para festejar tiene dos latas de cervezas, una en cada bolsillo del guardapolvo. Abre una y nos convida. A mí no me gusta el alcohol, pero tomo un trago para no ser menos que los demás. Está tibia y creo que me hace algún tipo de efecto. Después de ese primer trago de mi vida, el tiempo avanza como una cinta rápida: nos sacamos los guardapolvos, caminamos diez cuadras, subimos por una escalera –otra vez la humedad rancia– y Máximo negocia con el portero del prostíbulo. Primero le dicen que no, que somos unos nenes, y al final que pasemos rápido, directo a las habitaciones.
A mí me toca una mujer que me parece enorme. Llega desnuda y me dice que me saque todo, que no tenga miedo. Nos acostamos frente a frente. ¿Te gusto?, pregunta y yo digo que sí, que es muy linda, pero mi voz apenas se escucha. Tocame, dice, y lo hago como un niño al que obligan a pasar la mano para acariciar a una fiera a través de una reja. La rozo apenas y ella se ríe de ternura, me acaricia la cara y por un segundo nos miramos como quienes en verdad somos: un niño y una mujer desnudos en una cama de colchón viejo y sábanas grises. Vamos, dice, la primera vez siempre pasa. No te hagas problema. Me levanto en silencio, aliviado y con vergüenza, huyendo casi. Me visto y salgo a la calle. Espero a mis amigos sentado contra la persiana baja de un negocio. Tengo frío y me quiero ir a mi casa, subirme al techo a leer y encerrarme en mi mundo.

Mis amigos salen de a uno. Al principio estamos todos callados, como si algo se hubiese roto entre nosotros y nadie lo pudiera verbalizar. El último en salir es Máximo. Parece el jefe de una mafia en miniatura. La bañé en cerveza, dice. Uno a uno, cada pibe narra su propia aventura. Yo tengo ganas de llorar, de salir corriendo, de decirles a todos que ni siquiera sé si me gustan las mujeres, por lo menos no así, no de esa manera.

Una estrategia posible es guardar silencio, pasar desapercibido.
¿Cómo te fue? pregunta Máximo, y me pone una mano sobre el hombro.
En ese gesto me subordina: estoy bajo su jerarquía en esa danza de apareamiento simulada, ese ritual juvenil de machos que se repetirá tantas veces y que con nuestros trece años ensayamos como buenos cachorros que somos, que queremos ser.
Estuvo buenísimo digo.
Hablo lento, pausado. Un truco para que todos pierdan la atención en mí.
Recién ahora, treinta años después, entiendo que esa experiencia se impregnó en mí como un circuito por el que fluyeron en loop sensaciones recurrentes. Máximo, a quién no volví a ver después de aquellos días, se quedó adentro mío de una manera indetectable, y por eso mucho más dañina: esa mano oprimió mi hombro para siempre, me empujó adentro de un ritual del que siempre quise escapar.
Mi angustia fue siempre vivir en esa frontera: querer estar afuera sin terminar de estarlo, intentar ser yo mismo y a la vez nunca renunciar del todo a los rituales que la sociabilidad de mi entorno me intentó imponer desde pequeño.

Todo esto lo pienso porque el que dirige la ceremonia hace rato nos pidió que nos mantuviéramos erguidos, que sostengamos la postura. En los rituales colectivos de ayahuasca hay que seguir ciertas reglas. En este caso, ayudar a que avances el ritual colectivo: lo que Mario, nuestro guía, llama el alma grupal. Y quizás yo no esté aportando tanto, porque estoy despatarrado: me gusta estar así cada vez que puedo, pero intento obedecer y cuando me pongo rígido, cuando hago fuerza para parecerme al resto, aparece la imagen de Máximo con su cicatriz, con ese porte de matoncito quiere que sea igual a él, pero un poco menos macho: uno que realce su dominio. Quiere poner su mano sobre mi hombro, cooptar a través de ese gesto mi energía vital para volverse más fuerte,  dominar sobre la manada.
Si estuviese en un laboratorio, si alguien pudiera medir que lo pasa en mi interior ahora, descubriría que mi cerebro cree que estoy viviendo la experiencia  del prostíbulo como si fuera la primera vez, que estoy rodeado por mis compañeros del primer año de la escuela secundaria, reprimiendo las ganas de llorar.

Porque la verdad es que no imagino nada: siento cada recuerdo en el cuerpo, en cada uno de mis nervios. Hasta percibo los olores. Estoy en ese mismo lugar en el que estuve a los trece, pero la diferencia es que ahora, además, lo puedo ver: en el rebobinado de mi cerebro, en ese segundo vivir del acontecimiento también soy el observador. El mundo de las visiones y el del sueño quedan en la misma región de la conciencia.

Pienso en los chamanes que bailan frente al fuego con una cortina de plumas delante de los ojos. ¿Para que las usan?, pregunté una vez. Para no chocarse: la máscara de plumas vela la vista, pero deja entrever lo que hay delante. Te deja habitar el umbral, ese límite entre dos mundos donde todo parece posible.

Para entrar en ese umbral estoy acá, en un campo a cincuenta kilómetros de la ciudad,  rodeado de árboles, dentro de una casa de fin de semana junto a ocho personas que no conozco, pero que buscan más o menos lo mismo que vine a buscar yo.

Antes de venir hicimos una semana de dieta sin sal, azúcar, alcohol, grasa o cafeína. Llegamos esta mañana casi en ayunas, y bebimos un té de tabaco para terminar de limpiar nuestro cuerpo. Esa fue la primera prueba. Luego descansamos, miramos el horizonte, hablamos banalidades, dormimos la siesta bajo el sol del otoño. A la hora en la que se puso el sol, Mario y Diego se vistieron de blanco, apagaron las luces y empezó la ceremonia.

Hace unos minutos me llamaron al frente, me extendieron un vaso pequeño y tomé la ayahuasca: un trago apenas, un shot espeso y marrón con gusto amargo. Es la tercera vez que lo hago en mi vida y mi cuerpo recuerda cada encuentro con un acto reflejo: todo se eriza cuando siento su aroma.

Si fuésemos como esos chamanes con máscara de plumas, ahora sería la mirada, lo mirado, el leño que arde y el que baila delante del fuego a mitad de camino entre el vértigo y el éxtasis. Pero somos otra cosa: occidentales en busca de una medicina que nos sane el alma. La llama es una vela que deja entrever sombras y el baile va por dentro: estoy recostado sobre los almohadones sobre los que haré todo el viaje y no me moveré de aquí, al menos de manera física, en toda la noche.

La ayahuasca es una planta que se mezcla con otras sin perder el nombre. La definición química: es una liana que inhibe la monoamino oxidasa –IMAO– y eso permite que el DMT, aportado por la otra planta con la que se combina actúe en nuestro organismo. El DMT es un enteógeno que provoca estados alterados de conciencia. Está en la naturaleza y en nuestro cuerpo en estado natural. Dicen que en el Amazonas hay miles de recetas de Ayahuasca, que cada pueblo y cada curandero la prepara a su manera. En la selva hay más de trescientas mil especies vegetales, y solo esa mezcla exacta entre dos es la que provoca el viaje en el que estoy ahora.

La que usamos hoy tiene chacruna y se cocinó durante varios días en el corazón de la Amazonía peruana, hasta convertirse en este caldo espeso. Mario me acerca el vaso, hago una reverencia y tomo. En pocos segundos empieza el efecto. Primero es una sensación que sube por mi columna vertebral, algo que me abre por dentro y me atraviesa. Luego, una explosión de colores que salen de mi cabeza en líneas que parten del centro de mi cráneo, inundan toda la sala y vuelven hacia mí.
Antes de empezar Mario dijo que dejábamos atrás el tiempo cronos para entrar en el de kairos, ese que los griegos llamaban un tiempo divino. El tiempo deja de ser horizontal y se convierte en vertical: todo lo que fuimos se pone delante nuestro. En algunas culturas se equipara el viaje de ayahuasca con la muerte. Una muerte simbólica, de esas que te permiten renacer.

Nuestro viaje empezó un rato después de las 21 horas. A lo lejos se escuchaban los tambores de una fiesta y cada tanto algún perro que ladraba en los campos cercanos. Cuando Mario y Diego empezaron a cantar no quedó nada de eso. Ya no supimos de horas, de ruidos de afuera, de vecinos o circunstancias externas.

La ayahuasca no es una sustancia que se pueda tomar de manera recreativa, antes de ir a una fiesta o para divertirse. El consumo es ceremonial. En Brasil hay religiones que la consideran un sacramento. En el Amazonas es patrimonio de chamanes y médicos brujos. La sustancia aporta la química, pero el efecto solo se produce en contexto.

Y ahora que estamos en ronda, iluminados por esa vela pequeña en el centro del salón, ahora que Mario y Diego cantan para acompañarnos, entiendo qué significa eso: cada estímulo externo me pulsa, dirige mi viaje hacia lugares nuevos. Es la tercera vez que tomo, pero la primera que lo hago de forma tan ordenada, con una ceremonia pensada en el mismo idioma que hablo. La planta nos habla con una voz clara.

Cuando nos piden estar erguidos, sostener la postura, retrocedo a ese pasaje de mi última infancia. Siento que en cada una de las ceremonias previas avancé por los laberintos de mi cerebro para entenderme a mí mismo. Lo que se despliega delante de mí es mi propia mente revelando sus mecanismos. El trance es el momento de mayor claridad.

En algún momento quedo de este lado del umbral de la conciencia y recuerdo las preguntas que decidí responderme hoy. Me las formulo a mí mismo. ¿Estás seguro que querés saber la respuesta? dice la planta, que ahora me susurra cosas desde la nuca. Estoy seguro, respondo y mi mente atraviesa en un segundo las diez cuadras que separan la escena de Máximo del primer recuerdo que tengo.
Ahora tengo tres, cuatro años apenas, y lo que revivo es la escena arquetípica de mi infancia. Me acerco desde arriba: me veo a mí mismo durmiendo y al resto de los personajes alrededor. Son marionetas representando la coreografía de un recuerdo. Siento lo que ellos sintieron, cambio de punto de vista, descubro qué significa la posición que cada uno ocupa en el espacio. Allí donde antes leí que me hacían un daño involuntario ahora veo el dolor de mi linaje: lo palpo, siento el mismo miedo que ellos sintieron y en ese mismo acto los abrazo. Sanar es desarmar el nudo de una cuerda por muchos años enredada, es poder abrazar esa historia que ya no tiene dobleces.

¿Qué le pasa al resto de mis compañeros de viaje? Por momentos escucho que hablan con Mario. Alguno pide ayuda para ir al baño. Al rato, otro vomita desde el centro de sus entrañas con un estrépito que nos sacude a todos. ¿Qué es lo que larga? No conozco una explicación médica para decirlo. Lo que tenemos en el estómago es casi nada: apenas comimos y hace algunas horas nos terminamos de vaciar gracias al tabaco. Lo que devuelve es algo que está mucho más adentro, algo que no se va por vías normales. Al vómito que produce la planta los brujos le dicen ‘purga’: una limpieza profunda que por lo general es el final de una parte del ritual. Vomitar es cambiar la frecuencia, cerrar una etapa y empezar otra. Visto desde afuera, es un asco, pero a los viajeros nos parece lo más normal del mundo. Si tuviéramos fuerza, si fuéramos un poco menos ceremoniales, festejaríamos cada purga como un triunfo colectivo.
Mario canta:

Introdúceme en tu cuerpo
desde allí yo te hablaré.
Introdúceme en tu mente,
desde allí te alumbraré.
Introdúceme en tu corazón,
desde allí te daré calor.

A mí hoy no me sale purgar. Si en los otros viajes me la pasé abrazado al balde vomitando, esta vez no hay nada que quiera salir de adentro. Le pido a la planta por aquello que vine a resolver, la pregunta que me ronda desde años, y sobre la que medité toda la tarde. Ese interrogante que me desvela y que apenas puedo poner en palabras.

La planta me habla con metáforas: empieza por una madreselva que crece desde el ombligo hasta el centro de mi pecho. Allí se encuentra con una sensación que me sostiene desde hoy temprano, cuando nos limpiamos con el tabaco. La planta me muestra el laberinto en el que estoy atrapado y junto con eso la salida: los problemas que me aquejan, dice, no son nada. Solo tengo que tener paciencia y disfrutar el proceso. Lo que tengo que resolver está muy adentro mío, y cuando lo haga, el resto se va a disolver. Por momentos recibo visiones psicodélicas. En otros, lo que me muestra tiene la estética de un programa de televisión de los 80. Sospecho que la ayahuasca se ríe de mi educación sentimental.
Cuando el viaje termina, cuando vuelvo a mi mente normal, las ideas fluyen de una manera vertiginosa. Lo que pienso ahora son cosas de mi vida corriente: resuelvo cuestiones laborales, pienso en lo que voy a hacer mañana, organizo mi día. En algún momento salgo a ver las estrellas, pero hace demasiado frío para montar una escena romántica. Me duermo en el mismo lugar donde estuve toda la noche.

Con unas horas de descanso alcanza. No hay resaca después del viaje: desayunamos y nos abrazamos como si hubiésemos atravesado una montaña juntos. Vuelo a mi casa manejando. Es un domingo de otoño y todo es tan armonioso que mis vecinos que siempre escuchan reggaeton hoy decidieron poner Radiohead. Me paso la tarde mirando los árboles de mi barrio y escuchando Karma Police.

Por regla suelo esperar que pase un año entre viaje y viaje, pero esta vez fue distinto. Abrí un diálogo que quiero cerrar, así que me anoto para la próxima vez: un retiro de un fin de semana en dos meses.
Cuando falta poco para la fecha recibo un mensaje de correo: hubo tormenta, se cayeron varios árboles, la ceremonia queda suspendida hasta nuevo aviso. Pienso en ofrecer mi casa en el campo, pero me arrepiento. Hay algo del tema árboles que no me cierra. Al tiempo lo descubro: hace unos días hubo una redada policial durante una ceremonia en el sur del país. La policía exhibió su trofeo: un frasco de una sustancia marrón espesa, guardada en una botella sin marca. Nuestra medicina.