“Bomba”, Centro de Bogotá, 1990
Entrevistas
Zoraida Díaz
Colombia -
septiembre 30, 2022

Todas las guerras que vi

Para nadie es un secreto que la historia de la fotografía ha sido contada, sobre todo, por hombres. Tal vez por eso, en lugares como Colombia, la historia de las fotorreporteras está por contarse. Zoraida Diaz fue una de ellas: a inicios de los noventa fue la fotógrafa oficial de Reuters en su país y cuando tuvo que irse fuera por la violencia, fue jefa de fotógrafos, editora de sección del cono sur y editora de fotografía en la misma agencia, para Latinoamérica. Díaz abrió caminos para que otras reporteras de la imagen construyan con sus fotos la memoria de un país que todavía sangra. 

Por Marcela Vallejo

—Yo me las arreglé y prácticamente me escapé de mi casa. Mis papás se escandalizaron, pero así llegué a Colombia en el 87. Ellos creían que lo de la fotografía era solo un hobby.

En realidad, así fue como Zoraida Diaz regresó a Colombia. Nació en Bogotá, en el seno de una familia de clase media. Cuando cumplió ocho años sus padres decidieron emigrar a los Estados Unidos, siguiendo los pasos de las tías paternas que ya se habían instalado allá. En ese país ajeno, lo primero que Zoraida extrañó fueron las montañas.

Hoy Zoraida vive en Maryland, Estados Unidos. Regresó después de una larga trayectoria trabajando para la prensa. Primero para Reuters, agencia en la que trabajó como fotorreportera, jefe de fotógrafos, editora de sección en Argentina y luego editora de fotografía para Latinoamérica en Washington. Después, en busca de cambios volvió a Centroamérica, donde años antes había nacido su pasión por la fotografía. Vivió en la provincia de Guanacaste, Costa Rica; allí retomó la fotografía documental y creó con su pareja un periódico local. Hace un par de años cursó una maestría en escritura creativa en la que nació su libro de memorias The Altering Eye.  

Zoraida cuenta en ese libro que regresó a Colombia con 22 años. Volvió a vivir en la casa de su infancia, frente a la Escuela Militar de Cadetes, en busca de unas raíces que sentía que había perdido.

La juventud, dice, la hacía moverse con curiosidad y energía. Quería ver lo que había leído durante su formación universitaria en letras, conocer lo que aparecía en las novelas de los autores del Boom, y quería hacerlo a través de su cámara. 

Para ese momento ya había trabajado en la mesa de edición de Reuters para Latinoamérica, en Washington, traduciendo las leyendas que acompañaban las imágenes. Allí se hizo amiga de varios fotorreporteros de la agencia que estaban trabajando en campo, especialmente de Bob Strong. Él le propuso trabajar como stringer para colaborar con la agencia.

Cuando decidió viajar, en Colombia ya habían pasado las «grandes historias» que interesan a la prensa internacional. En 1985, el país había pasado por un desastre natural enorme y un evento sin precedentes: la avalancha de Armero y la toma del Palacio de Justicia a manos de la guerrilla del M-19. 

—Al principio trabajé como freelance para la agencia y haciendo otras cosas, más personales. Yo no entendía bien lo que sucedía en Colombia, pero poco a poco fui estableciendo contactos.

Después de 10 meses, logró establecer relaciones para uno de los viajes que cambiarían su forma de ver y entender su país. En sus memorias cuenta que las instrucciones que le dieron antes de viajar fueron escasas: que empacara lo que pudiera cargar, algo de comida no perecedera, unas botas pantaneras, ropa para el frío y el calor y un impermeable. Además, llevaba un paquete de hormigas culonas tostadas y una botella de brandy. 

Su padre, que había llegado de visita desde Estados Unidos, se sorprendió por la combinación y le preguntó a dónde iba. Ella se apresuró a decir que se dirigía a los Llanos orientales y que las hormigas y el brandy eran un regalo. Cuando ya tenía lista la maleta el papá volvió, le entregó una botella de cognac y le dijo: “Si vas para Casa Verde, no puedes quedar mal”. Por supuesto que sabía para quién eran esas hormigas: Jacobo Arenas, uno de los fundadores de las FARC, era de origen santandereano. Alguien que podía disfrutar aquel curioso regalo.

Su padre no intentó disuadirla, sabía lo terca que podía ser. Solo le dijo que ojalá aprovechara e hiciera algo más que fotos. “El presente se forja sobre el pasado”, le dijo, y le recordó que, años atrás, él, su familia y muchos otros campesinos habían tenido que abandonar sus tierras para sobrevivir a la Violencia (así con mayúscula). A él, además le había tocado de muy cerca, pues su hermano murió en el Bogotazo, en 1948 en medio de las revueltas por el asesinato del candidato liberal Jorge Eliecer Gaitán.

“Mi padre quería que su hija mayor asumiera que ser colombiano era cargar esas historias de peso, como Atlas”, cuenta en su libro. “A pesar de que había regresado a mi lugar de nacimiento e insistido en fotografiar los peores impulsos de mis compatriotas, todavía se me juzgaba libre de penas pasadas, demasiado indiferente, demasiado inconsciente, demasiado estadounidense.”

Ayahuasca Musuk

“Policías y Ladrones”. Serie Juegos de Niños. Calle El Cartucho, Bogotá. 1990

La travesía hacia Casa Verde

En el país donde las historias de interés internacional escaseaban, ese año, 1988, estaba todo empezando a efervescer. Los diálogos de paz con varias guerrillas unidas bajo el nombre de Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar estaban en auge. La guerrilla de las FARC estaba en Casa Verde en medio de una tregua cada vez más amenazada. El genocidio de los militantes de la Unión Patriótica (UP), partido político asociado a las FARC que nació con los diálogos de paz en el 84, era ya innegable. “Todo pasó frente a nuestros ojos”, el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica, registra para el periodo 1984 a 1988, punto en el que la violencia alcanza un momento crítico, 1680 víctimas, de las cuales 1280 fueron asesinados o desaparecidos.

Casa Verde ha sido llamado también el santuario de las FARC. En un principio se refería exclusivamente a la sede de los dirigentes históricos de las FARC, como Manuel Marulanda ‘Tirofijo’. Eso cambió con el tiempo, y las necesidades de seguridad, pero el nombre se mantuvo para referirse al área en el cañon del río Duda. Luego, la sede de reuniones de los mandos estuvo ubicada en la zona llamada El Rincón de los Viejitos. Ahí había un teléfono en comunicación directa con la Consejería de paz. El campamento de los combatientes, conocido como El Pueblito, quedaba a unos minutos de la extinta vereda Ucrania en el municipio de Uribe (Meta), sobre el cañón del río Duda. 

Pedro Antonio Marín Marín, más conocido como Manuel Marulanda o Tirofijo, fue un campesino perteneciente a las Autodefensas campesinas del sur del Tolima, en Marquetalia. Un grupo que junto con los marquetalianos, sobrevivientes de la operación Soberanía, formaría lo que luego se conocería como la guerrilla de las FARC. 

Para 1988, esta guerrilla contaba con casi 6.000 combatientes y ya llevaba seis años de una tregua inestable en medio de unos frágiles diálogos de paz que iniciaron con el gobierno de Belisario Betancour y que, con dificultad, se mantuvieron con el gobierno de Virgilio Barco. La idea de santuario y refugio de Casa Verde se diluía con la vigilancia constante de las Fuerzas Militares. Fue en ese contexto que llegó Zoraida, en un viaje que le tomó varios días, y le significó una experiencia inolvidable.

—Fue cuando yo entendí todo. Tal vez el no vivir en Colombia me hacía ver la situación con mucha distancia, veía la problemática pero no la entendía muy bien. No entendía ese profundo malestar social que existía a esos niveles El tema de la guerrilla me abrió los ojos. Llegar allí fue toda una experiencia que me enseñó que, en realidad, el nuestro era un país dividido. Era como viajar a otra realidad.

Ella tomó las instrucciones del equipaje al pie de la letra. Salieron por Usme, con otros compañeros periodistas y los guías les hicieron atravesar el páramo del Sumapaz. A los dos días de viaje no podía más. Lo que había llevado para protegerse del frío no era suficiente. Los guías les consiguieron unos caballos al tercer día. Cuando llegaron al campamento Zoraida se sorprendió con lo que encontró:

—Parecía una pequeña ciudad de madera, incluso tenía casas con jardines. Tenía escuela, talabartería, panadería, una sastrería donde hacían los uniformes. Era en un sitio abierto y por ahí andaba Arenas con su “teléfono rojo”.

Era El Pueblito. Darío Villamizar en su libro ¡Atención cae Centella! La operación Colombia o el mito de Casa Verde, cuenta que las rutinas en El Pueblito eran las mismas de un campamento guerrillero. Los horarios se establecían con un pito, con cada llamado se iniciaba una actividad diferente.

Cuando Zoraida llegó, ‘Jacobo Arenas’ la recibió y le dijo que al igual que todos los demás en el campamento ella debía tener un nombre. La llamó ‘Dalia’. En ese viaje aprendió muchas cosas. Sintió que se adentraba en otro país, uno  sin vínculos fuertes con la Colombia urbana. Un mundo donde quienes hacían las carreteras y los puentes eran los guerrilleros, donde ellos representaban la autoridad.

“Día de la madre”, Centro de Bogotá, 1990

En ese viaje aprendió muchas cosas. Sintió que se adentraba en otro país, uno sin vínculos fuertes con la Colombia urbana. Un mundo donde quienes hacían las carreteras y los puentes eran los guerrilleros, donde ellos representaban la autoridad.
El ambiente era cada vez más tenso en el campamento, los sobrevuelos de las fuerzas militares eran cada vez más frecuentes. A pesar de esa situación, Diaz logró mucha confianza con la gente e hizo muchos retratos a diferentes combatientes, algunos de ellos muy jóvenes y a los dirigentes. Fue en esa visita que Manuel Marulanda la convocó juntos alos otros periodistas para entrevistarlo. 

Cuando llegó se sintió incómoda. No lograba encontrar el ángulo ni la luz adecuada para las fotos. Tirofijo no se levantaba de la silla y lo único que la fotógrafa podía hacer ahí iba a parecer una foto de rueda de prensa cualquiera. La entrevista fue corta y él los despachó. Entonces ella se lanzó y le propuso moverse a otro lugar donde la luz estuviera mejor. El comandante la miró extrañado.

—Por favor, le dije, mire que los disparos de esta no duelen, señalando mi cámara. Creo que le hizo gracia, se río y accedió. 

Encontró interesante que hubieran tantas monturas de los caballos colgadas desde el techo. Le pidió que se ubicara por ahí y en dos segundos hizo la foto. Al lado izquierdo se ve una de las monturas que cubre parte de su cuerpo. Marulanda tiene una camisa clara, un reloj en la muñeca derecha, el pelo desordenado y los brazos cruzados, mira a la cámara sin sonreír. Su mirada es tranquila, su cara ya tiene varias marcas de la edad. 

Esa tranquilidad y confianza, en parte, dice Diaz, tiene que ver con el hecho de ser mujer. A la pregunta de cómo fue su experiencia como mujer y fotorreportera en una época en la que eran muy pocas, dice que tenía la fortuna de ser joven, pero también dice que era difícil ubicarla. Zoraida es delgada y alta, más que el promedio en Colombia, de rasgos angulosos y ojos chiquitos. En ese momento llevaba el pelo corto, algo poco común en las mujeres locales y nadie sabía con certeza si era colombiana o no.

—Ser mujer en ciertas instancias ayudaba, porque una mujer no inspiraba el mismo nivel de recelo y desconfianza que un hombre. La cámara y el reportero tienden a ser invasivos y aunque ser fotógrafo de agencia es un oficio de alta competitividad, lo mío siempre fue medido y lento. No solo no quería hacer fotos parecidas a las de los colegas, sino que también quería ahondar en esa comunicación no verbal tan esencial para el trabajo documental..

 “La que nada calla”. Protesta de mujeres contra violencia, Calle 26, Bogotá. 1991

En medio de la guerra de carteles

Después de los viajes de Zoraida a Casa Verde, empezaron a suceder cosas que hicieron de Colombia otra vez un foco de interés de la prensa internacional: la lucha contra los cárteles del narcotráfico estaba tomando fuerza, la negociación de paz con la Coordinadora guerrillera, el bombardeo a Casa Verde, las masacres y un magnicidio. Solo en 1988 se registraron más de 600 muertos en diversas masacres, en las cuales los mayores afectados fueron los militantes de la Unión Patriótica, en la llamada guerra sucia. Finalmente todo se desató al año siguiente.

Expertos como Hernando Zuleta aseguran que 1989 fue el año en el que el Estado colombiano perdió el control. El cartel de Medellín tenía tanto poder que podía declararle una guerra al gobierno. Si en 1984, habían cruzado muchos límites con el asesinato del Ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, un hecho señalado como el inicio de la Guerra contra las drogas en Colombia. En el 89 probaron que ya no había límites, la periodista María Elvira Samper, en su libro 1989 lo llama el año más violento de la historia reciente. El 19 de agosto de ese año fue asesinado Luis Carlos Galán el candidato a la presidencia por el partido Nuevo Liberalismo.

—Pienso yo que empieza realmente la lucha cruenta entre Estado y narcotráfico con la muerte de Galán, el 20 de agosto fue el funeral y hubo multitudes en el entierro. Para ese momento, yo había acompañado a la policía y al Ejército en algunos operativos contra el narcotráfico a principios del 89. Tengo muchas fotos de quemas de laboratorios, destrucción de toneladas de cocaína, simulacros de enfrentamientos…

Cuando asesinaron a Galán, el presidente del momento, Virgilio Barco hizo una declaración de guerra. Según él, los resultados obtenidos hasta ese momento eran “grandes y concretos”. En ese mes, el presidente declaró un estado de sitio, pues no sólo habían asesinado a Galán sino también al comandante de la policía de Antioquia, el coronel Valdemar Franklin Quintero. Y con ese decreto, Barco restableció también la extradición.

—En ese momento llamé a todos los contactos que yo había construido en las Fuerzas Militares y la Policía durante dos años de trabajo. Les propuse mostrar lo que estaban haciendo para combatir el narcotráfico.

Por supuesto, no todo eran operativos exitosos en contra de los narcos. Díaz tiene un archivo enorme de los terribles efectos de las bombas “grandes” y “chiquitas» que el Cartel Medellín, ponía con regularidad. 

—Por ejemplo —dice mostrando una foto de las que enviaba a la agencia—. Este es un pie de alguna de las fotos que yo envié en esos momentos: “un carro bomba explota el 3 de noviembre del 89 y mata a cuatro personas debajo de un puente”. A esas las llamábamos bombas chiquitas.

“Territorio de las FARC”  Meta, Colombia, 1992

Entre las “bombas grandes” estuvo el atentado contra el edificio del extinto Departamento Administrativo de Seguridad (DAS). El saldo que dejó el estallido del carro bomba cargado con 500 kilos de dinamita fueron 63 muertos y 600 heridos. Las imágenes son espeluznantes: las estructuras del edificio están colapsadas, solo se ven escombros y personas mirando lo que sucede. Esa fue una de las respuestas de los “extraditables”.

El riesgo no era únicamente para los políticos de turno. Entre 1986, empezando con el asesinato del director del diario El Espectador Guillermo Cano a manos de sicarios contratados por Pablo Escobar, y 1995 fueron asesinados 62 periodistas. La mayoría tiene como presuntos victimarios a narcotraficantes. Zoraida sentía la tensión y sabía que, aunque tenía ciertos privilegios, debía tener cuidado.

—Al ser de una agencia internacional mi trabajo no se veía del todo en el país y cuando se veía algo, en esa época usualmente los periódicos no colocaban el nombre del fotógrafo, sino solamente el de la agencia. Eso ayudó a que mi trabajo y lo que yo hacía fuera anónimo. Mis fotos eran mucho más reconocidas fuera de Colombia.

De hecho, su salida del país se da después de la muerte de Pablo Escobar y de un par de situaciones extrañas. Un día de 1991 iba de camino a su oficina que quedaba en el viejo edificio del periódico El Tiempo, frente a la plaza Santander en Bogotá. Ahí también estaban las oficinas de los esmeralderos. Diaz estaba esperando para cruzar una calle, cuando de pronto a su lado se paró una mujer. 

—Me miró y me dijo “Dalia”. Me asusté, pero le respondí con un saludo. Ella me dijo: “solo era pa saludarla” y siguió caminando. Quedé super tensa, porque imagínate eso significaba que me estaban viendo de lado y lado.

Después de eso, entre 1993 y 1994, de manera muy extraña, a su apartamento del centro de Bogotá entraron dos balas perdidas. Para entonces ella ya tenía una bebé recién nacida. Y aunque no había recibido amenazas directas, ese incidente de las balas terminó de precipitar su salida del país.

Entonces murió Pablo Escobar. El día que lo mataron, Zoraida estaba en Bogotá. Llegó a Medellín en la noche, Henry Agudelo, del diario El Mundo que colaboraba con Reuters, estaba cubriendo ese evento.

—Yo sabía que al día siguiente iban a pasar cosas. Así que a las cuatro de la mañana me fui para el cementerio y efectivamente ya había mucha gente. 

La fila al amanecer era enorme. En los velorios y los funerales es común que muchas personas vayan a pedirle favores a las almas de los muertos. Escobar era muy popular en las barriadas de Medellín. Cuando ella entró, el ataúd estaba abierto, pudo ver el cuerpo con heridas y moretones. Salió por su cámara y cuando logró entrar de nuevo, ya lo habían cerrado. En todo caso, no le interesaba hacer esa foto. En la sala había dos féretros: el de Escobar y el de Limón, su guardaespaldas. Al regresar a la sala, le impactó ver que nadie rodeaba el féretro de Escobar. El ataúd de Limón, por el contrario, estaba rodeado por su familia y encima había un niño pequeño que lloraba intentando abrazarlo. 

—Me dio tanta tristeza. Así que pensé que la foto de Escobar no importaba. La foto que más trabajé y me interesó fue la de captar la mirada de ese niño, lo que crea esa cadena de violencia, que no termina. Para mí eso fue el final. 

Después hizo algunas fotos de la familia de Escobar cuando los tenían en el hotel Tequendama. «Ahí también la imagen que me impactó fue cuando vi a la hija, una niña de unos nueve años ensimismada y triste». En la foto ella está mirando por la ventana en un piso alto del hotel. «Siempre me llamó la atención como todo esto afectaba sobre todo a la niñez».

 

“Bomba”, Centro de Bogotá, 1990

Fuera del lugar común

En la historia del fotoperiodismo en Colombia hay registro de pocas mujeres fotógrafas. A veces el desconocimiento las ha invisibilizado, pero han hecho parte y han aportado al desarrollo de la fotografía y del periodismo al igual que en otros países. Para la década de 1980 se reconoce el trabajo de varias mujeres fotorreporteras: Vicky Ospina, Patricia Rincón, Luz Elena Castro, Liliana Toro. Zoraida se caracterizó porque al poco tiempo, en 1990, se convirtió en la fotógrafa oficial de Reuters en Colombia y porque desde el principio estaba en el lugar de los acontecimientos.

Después de salir de Colombia, Zoraida se fue a Buenos Aires y en Reuters le asignaron el cargo de Jefe de la zona sur, es decir que coordinaba a los fotógrafos de Perú, Bolivia, Chile, Argentina, Paraguay y Uruguay. En el 96 la historia que dirigió sobre la toma de la embajada japonesa por parte del MRTA en Perú recibió un premio en el Worldpress photo de ese año. Un año después la ascendieron a editora general para Latinoamerica y volvió a Estados Unidos. 

A pesar de semejante trayectoria, Zoraida no es una fotógrafa reconocida en Colombia. En parte, eso se debe a que su nombre no aparecía comúnmente junto a sus fotos. Solo aparecía el de la agencia. Aunque en ese momento eso significó para ella algo de protección en un ambiente cada vez más hostil, lo cierto es que aumentó una invisibilización que se aumenta por el hecho de que ella es mujer. Sin embargo, ella retrató una época de muchos acontecimientos y cambios. Y su trabajo no solo es relevante por eso, sino porque fue la testigo que llevó muchas de esas imágenes a la prensa internacional.

¿Por qué no es más conocida? Para nadie es un secreto que la historia de la fotografía ha sido contada por hombres. Probablemente por esa razón, en lugares como Colombia la historia de las fotógrafas está por contarse. Aunque cada vez aparecen más personas interesadas en hacerlo: expertas como Juanita Roa aseguran que es muy incipiente lo que se ha escrito sobre mujeres fotógrafas y mucho más en el mundo del fotoperiodismo.

Conocer la historia de mujeres como Zoraida Diaz, es importante porque ellas abrieron los caminos para muchas otras. Pero también porque es necesario que dejemos de imaginar que este ha sido un oficio de hombres. Esa idea borra las posibilidades de contar lo que sucede desde otras miradas. 

Funeral de Pablo Escobar y Limon

Manuel Marulanda, Casa Verde. 1988.

Conocer la historia de mujeres como Zoraida, es importante porque ellas abrieron los caminos para muchas otras. Pero también porque es necesario que dejemos de imaginar que este ha sido un oficio de hombres.Esa idea limita a mujeres y a personas disidentes de género que quieren iniciar ese camino profesional y borra las posibilidades de contar lo que sucede desde otras miradas.

Según una investigación realizada por el World Press Photo, hoy solo 15% de los fotoperiodistas profesionales son mujeres. La pregunta por saber si la foto hecha por mujeres es diferente, no es tan fácil de responder, pero no tenemos suficientes referentes para decirlo con certeza. Una de las cosas que Zoraida identifica en su trabajo era que el hecho de ser mujer le permitía más cercanía. Ella lo relaciona con el hecho de, quizá, «no producir una sensación de miedo o peligro». Quizá es una forma de aproximarse, una que busca otras formas de involucrarse con las historias.