Entrevistas
Joseph Zárate y Andrés Cardona
Ecuador -
agosto 15, 2023

Voces por el Yasuní

Este 20 de agosto, los ecuatorianos decidirán en consulta popular si el petróleo del Parque Nacional Yasuní —una de las zonas más biodiversas que existen— se queda bajo tierra, o si debe ser explotado para conseguir el progreso prometido por el Gobierno. En un hiperviaje por los países amazónicos, desde VIST recogimos las voces de líderes indígenas, activistas y ciudadanos que, desde la selva ecuatoriana, reclaman la protección de esta reserva natural y toda la vida que contiene.

Por Joseph Zárate y Andrés Cardona

“Cuando estaba en mi choza llegaron unas personas del cielo. Traían muchas cosas y estaban vestidas de colores verdes. Ellos nos querían comprar con comida, para luego ingresar a nuestro lugar sagrado Sawirau, que para ellos era un simple pozo petrolero”

Un noche de finales junio, Sani Montahuano rompía el silencio del Centro de Arte Contemporáneo de Quito, con esas palabras. Ante un auditorio lleno, la cineasta y activista sápara —25 años, líneas rojas de achiote en el rostro, largos pendientes con plumas de águila y tucán— contaba una historia basada en las memorias de sus abuelos: un relato tejido con recuerdos de cuando “los blancos” llegaron al territorio de sus ancestros, en la selva del Pastaza, para explotar aquella sustancia prehistórica que sostiene la vida moderna de nuestras ciudades.

“Al paso del tiempo llegaron con grandes máquinas y empezaron a destruir mi hogar, mi selva, mis animales. Los espíritus se iban junto con esa destrucción. Pero ellos lo llamaban desarrollo”.

La lectura de Montahuano era el clímax de la presentación de Estado Fósil, libro que reúne voces de artistas y activistas para pensar nuestra relación cotidiana con el extractivismo y sus consecuencias. “¿Hay algo en nuestras vidas que se escape del petróleo y sus derivados?”, se cuestionan los autores, y esa pregunta aparentemente sencilla respondida también por el relato de Sani, que abre el libro es, para el Ecuador, más urgente que nunca: en agosto, se cumplen 50 años del inicio de la exportación de petróleo desde la Amazonía ecuatoriana, pero también se definirá un asunto mucho más urgente. El domingo 20, los ecuatorianos decidirán en consulta popular si el petróleo de un sector del Parque Nacional Yasuní —el área protegida más grande del país— se queda bajo tierra, o si debe ser explotado para conseguir millonarios ingresos prometidos por el Gobierno.

Ayahuasca Musuk

Sani Montahuano, cineasta y activista de la nación Sápara. Miembro de Tawna, colectivo de artistas audiovisuales de la Amazonía ecuatoriana.

Declarado como “reserva de biosfera” por  la Unesco, el Parque Nacional Yasuní es un símbolo de vida para el Ecuador y el planeta: sus casi 10 mil kilómetros cuadrados de selva —ubicada entre las provincias de Orellana y Pastaza, nororiente de la Amazonía— son el hábitat de miles de especies de plantas y animales, además de ser el hogar de los tagaeri y los taromenane, las últimas naciones indígenas que viven en aislamiento voluntario desde hace generaciones.

Pero las presiones políticas y empresariales del gobierno de Guillermo Lasso por explotar los recursos que hay bajo el suelo del Yasuní —considerada la mayor reserva de petróleo del Ecuador— son cada vez mayores. No es un peligro menor: la evidencia muestra que la presencia de dicha industria en la selva ecuatoriana ha traído mucho más daño que “progreso” verdadero. 

Tomemos, a manera de ejemplo, un dato estatal: entre 2012 y mayo de 2022 hubo 1.584 derrames en Ecuador, principalmente debido a la falta de mantenimiento de los oleoductos, de acuerdo con el Ministerio de Ambiente, Agua y Transición Ecológica (Maate). Es decir: hubo 12.6 derrames por mes, unos tres derrames cada semana. 

La cifra es alarmante, por supuesto. Pero más eficaz que cualquier estadística sería visitar una ciudad con más de medio siglo de contaminación petrolera para entender el daño de esta industria (y de lo que podría pasar con el Yasuní). Lago Agrio —ubicada en Sucumbios, provincia vecina del Yasuní— es una de ellas. 

“Lo ves ahí”, me dirá Sani Montahuano, tiempo después de su lectura, aquella noche en Quito. “Hay zonas donde no puedes cultivar en esa tierra, los niños no pueden ir a jugar en los ríos porque están contaminados. ¿Quién cura esa tierra? No hay tecnología que sane esa tierra. Y eso, para los pueblos indígenas, es matar lo que somos”.

 

Mirarse en el espejo de Lago Agrio

Basta introducir un palo en el barro, junto a la orilla de este río, para que broten de inmediato residuos de petróleo. “Se supone que Petroecuador ya ha limpiado este lugar, pero ya ven, no es cierto”, me dice Wilmer Lucitante, joven activista cofán, desde el punto cero de un nuevo derrame en Lago Agrio, vía Quito, Kilómetro 10. Una enorme tubería se rompió hace mes y medio, muy cerca de este tramo del río Agüarico. Lo que vemos ahora es pura tierra arcillosa, que parece haber sido arrasada por una excavadora. Wilmer lo lamenta: “Este río ya es un río muerto”.

Acabamos de iniciar lo que algunos medios han bautizado como ‘Toxic Tour’: un recorrido inquietante para ver los derrames de petróleo y otros contaminaciones causadas por dicha industria en Lago Agrio (o Nueva Loja), ciudad de la provincia de Sucumbios, el epicentro del ‘oro negro’ en Ecuador.

Este territorio caluroso atravesado por oleoductos —que tiene unas 880 piscinas (donde Texaco vertía las aguas tóxicas de la extracción) y unos 447 mecheros o chimeneas metálicas que arden de día y de noche— es el hogar ancestral de los cofanes, una de las 11 nacionalidades indígenas de la Amazonía ecuatoriana. Pero con la llegada de la poderosa Texaco, en los años sesenta, los cofanes se convirtieron en los primeros desplazados por la maquinaria del petróleo. La contaminación de sus tierras, de sus ríos, y el ruido de las perforaciones los fueron replegando cada vez más hacía lo profundo del monte.

Los primeros cofanes llamaban a esta tierra ‘Amisacho’ (lugar de guaduas, una variedad de bambú enorme y espinoso), pero los ingenieros gringos la rebautizaron como ‘Sour Lake’ (Lago Agrio) cuando explotaron el primer pozo. Ese nombre nuevo definiría, tal vez sin querer, una nueva relación de los habitantes con el territorio.

 

Wilmer Lucitante, comunicador cofán y parte de la UDAPT (Unión de Afectados/as por las operaciones de Texaco-Chevron), monitoreando un derrame de petróleo en la Vía Quito, Kilómetro 10, Lago Agrio.

Wilmer Lucitante, 33 años, el sexto de ocho hermanos, sabe esa historia por los abuelos de su comunidad. “Antes vivían en armonía con la selva. Había caza y pesca, la salud, medicina tradicional, el yagecito. Pero de manera voluntaria varios se fueron alejando y esconderse mas en la profundidad de la selva. Otros, se fueron a trabajar al petróleo, los engañaban por una funda de sal, por aguardiente”.

Desde entonces, en las provincias amazónicas de Orellana y Sucumbios, que ahora mismo recorremos —cercanas al Yasuní—, desde hace más de medio siglo se han extraído unos 7 mil millones de barriles de crudo, dejando un ingreso mayor a 42 billones de dólares. La paradoja, sin embargo, es brutal: en la misma región, más del 50% de sus habitantes vive en pobreza, además de tener cientos de personas con graves enfermedades, causadas por la contaminación del agua, la tierra y el aire. 

Mientras caminamos la orilla del río contaminado, Lucitante —comunicador de la UDAPT (Unión de Afectados/as por las operaciones de Texaco-Chevron) que reúne a 133 comunidades— reconoce que esta “remediación” es mentira. “Petroecuador dirá que ya limpiaron, pero mira”, me dice y nos muestra la tierra ennegrecida en sus manos, las manchas oleosas sobre el agua que siguen río abajo, pese a unas inútiles barreras flotantes de plástico.

“Y luego dicen que te compensan, te dan una ración de alimentos por un mes, un saco de comida, un tanque de agua y ya”, dice Wilmer, mientras se limpia inútilmente las manos. “Las autoridades de salud no llegan, parece que no les interesa. La gente aquí esta muy asustada y enojada”.

“Coma nomás, que de algo se ha de morir”

Una de las afectadas que conocí fue Elvia Salinas, 47 años, vecina de toda la vida de Lago Agrio, y que vive junto al puente donde se rompió aquel oleoducto de Petroecuador. Fue la mañana del pasado 10 de mayo. Recuerda haber salido de casa a las 5:30 am y sentir en la cara un golpe del aire con un fuerte olor a gasolina. Luego, a un tiro de piedra de su casa, la imagen de un enorme chorro negrísimo, tan alto como un poste de luz.

“Y así, mirando nomás, en cinco minutos ya estaba bañada con el petróleo”, me contó Elvia, cuando la visitamos. “Tuve que lavarme bastante el cuerpo con detergente”.

“¿Y que le ha dicho la empresa?”.

“Nada, hasta ahora nada. No he recibido ayuda. Mis gallinas también ya se murieron, por ahi tengo fotos”.

Elvia me enseña varias en su celular: ahí están los cadáveres de tres, cuatro, cinco, hasta veinte gallinas criollas, “y así amanecen, bien muertas en el corral”, y me asegura que Petroecuador solo le ofreció un quintal de comida balanceada, pero ninguna solución para sus limones, naranjas, sábilas y otras plantas que ahora lucen marchitas o con unas pecas negras —las manchas del petróleo— que antes no tenían.

“Me dio un sentimiento cuando vinieron los de Petroecuador. Un doctor me dijo: no consuma ni venda lo de su huerta por tres o cuatro meses. Luego vino un ingeniero y me dijo: coma nomás, que de algo se ha de morir. Esas fueron las palabras del señor de Petroecuador. Son palabras que sí me hirieron”.

Elvia Salinas exige que las autoridades vengan a examinar la tierra que habita, saber al menos si ella y su hija menor corren peligro, pero hasta ahora el caso parece atorado en la Fiscalía. En solo dos meses, la empresa solo ha limpiado 500 metros de 36 kilómetros de contaminación. Son 1.100 barriles derramados, me había dicho Wilmer, de los cuales solo 300 barriles se han recuperado en la limpieza.

“¿Y el resto? ¿A dónde se fue?”

 Por ahora, Elvia no ha tenido más remedio que consumir los limones y naranjas de su huerta, fijándose bien en coger las que no tienen esas peligrosas pecas negras.

 

Columnas tóxicas de fuego

Un miedo parecido se extiende entre los vecinos de Lago Agrio por la presencia de los mecheros, esas chimeneas metálicas que emanan partículas de petróleo que pueden diseminarse hasta 15 kilómetros de distancia, “y cuando llueve, forman un hollín que cae en los techos de las casas, en los tanques de agua, esa lluvia que nosotros consumimos”, dice Mariana Jiménez, 82 años, hija de Nueva Loja, que vive a unos metros de un mechero ardiente.

A doña Mariana, una de las demandantes en el juicio a Texaco/Chevron, le angustia el daño a su salud y la de sus vecinos, en especial los niños. “Siempre con gripas, granos, dolor de estómago, tuberculosis, y yo digo: en vez de quemar el gas y contaminar, deberían poner una envasar ese gas venderlo a un precio cómodo en las comunidades”, reclama la abuela, que paga tres dólares por un cilindro de gas, el doble de lo que costo promedio nacional.

No se acuerda ya cuántos derrames de petróleo ha visto por esta zona, “no se pueden contar”, pero si las vez que uno de esos desastres le mató 40 chanchos de un día para otro. “Resulta que salí al médico en Quito, y cuando regresé los chanchos estaban muertos. ¿Que había pasado? Pues habían lavado el pozo 10 y habían botado todita esa agua salada, y los chanchos se habían bañado cerca al río, y a los pocos diítas se murieron toditos los chanchos, hinchados. Si eso les pasa a los animales, ¡imagine a nosotros! Esta tierra ya no es para que vivan humanos”.

Mariana Jiménez, vecina de Lago Agrio y demandante en el caso contra Chevron/Texaco.

Según datos de un estudio realizado por la UDATP, en esta región contaminada por los derrames y el vertimiento de aguas tóxicas (hasta 30 veces más salada que la del mar), solo entre 2019 y 2022, se han registrado 443 casos de cáncer y 137 personas fallecidas por esa enfermedad. Un 73% de esos casos son de mujeres, “porque son ellas las que pasan más tiempo en los ríos, lavando ropa, cocinando, están más expuestas al agua que los hombres”, me había explicado Donal Moncayo, agricultor y presidente ejecutivo de la UDAPT, desde el cuarto donde están guardados las 2.500 fojas del caso que tienen contra Chevron, y cuya reparación (9.500 millones de dólares) no han conseguido cobrar hasta ahora por las argucias legales del monstruo petrolero.

“Con todo lo que ha pasado acá, es mejor dejar el petróleo bajo la tierra”, me había dicho Moncayo, cuando hablamos de lo que podría pasar con el Yasuní. “Tenemos 50 años exportando petróleo y cuando vas a un hospital aquí, en Lago Agrio, la capital petrolera, no hay ni jeringuilla. No tenemos buenas carreteras, buena educación, ¿donde esta la plata del petróleo? Estos derrames terminan entrando al Perú, a Brasil, al Atlántico. Estos daños no son locales, son planetarios. El aire no tiene fronteras, el agua no tiene fronteras, y sin aire y sin agua, el ser humano no puede existir”.

Tal vez por eso, la mañana en la que la visitamos, a doña Mariana le costaba ser optimista sobre el futuro de la selva si se continuaba sacando petróleo de sus entrañas, como se quiere hacer en el Yasuní. Desde la altura de sus 82 años, ha visto demasiadas miserias girando alrededor del oro negro.

“Usted sabe, hasta una hormiga nos ayuda a vivir, un grillo, un saltamontes. Si los animales nos ayudan a vivir, nosotros también debemos ayudarles a vivir a ellos, ¿no? Pero eso no pasa, pocos defendemos la tierra. Por eso no quisiera pensar en el futuro de esta Amazonía. Me causa una enorme tristeza”.

Donald Moncayo, presidente de presidente ejecutivo de la UDAPT.

¿Y si gana el NO?

Aunque en los últimos meses, colectivos indígenas y ambientalistas vienen recorriendo el Ecuador explicando por qué debe ganar el SÍ, varios líderes y lideresas que conocimos en nuestro viaje por la Amazonía ecuatoriana admiten que el resultado de la consulta nacional para este 20 de agosto es todavía incierto. En parte, porque el sentido de la pregunta de la consulta es confusa —“¿Está usted de acuerdo con que el Gobierno ecuatoriano mantenga el crudo del ITT, conocido como bloque 43, indefinidamente en el subsuelo?”—, pero también porque la posición del actual Gobierno se inclina hacia el alarmismo económico.

“En el caso de ganar el NO, que es muy probable, va a significar cerca de 1.200 millones de dólares a las arcas fiscales”, declaró en julio pasado el banquero y presidente ecuatoriano Guillermo Lasso, en televisión nacional. “Pues habrá que pensar de qué manera se sustituyen esos ingresos. O se reducen gastos, que es muy difícil, o se eliminan algunos subsidios, que vendrían a compensar estos ingresos que se pierden por la consulta del Yasuní”.

El gobierno de Lasso parece confiado en el progreso que promete. Pero las estadísticas del propio Estado muestran una paradoja: según la Encuesta Nacional de Empleo de 2022, las provincias de Morona Santiago, Orellana, Pastaza y Napo todas amazónicas y con actividad petrolera son las más pobres del país.

Cansados de discursos políticos, y con la experiencia previa de otras protestas multitudinarias (como las del Paro Nacional de 2022), los líderes y activistas indígenas que conocimos, y que están por el SÍ, son claros en advertir lo que sucederá si la mayoría de ecuatorianos decide explotar el petróleo del subsuelo.

Vista aérea de Lago Agrio, en la que se pueden ver algunos de sus mecheros humeantes.

“¿Qué pasa si gana el NO? Continuaremos en la lucha hasta que la ciudadanía tome conciencia de que tenemos que cuidar este planeta, y que no es solo tarea de activistas o pueblos indígenas”, me dijo Patricia Gualinga, lideresa histórica del pueblo kichwa del Sarayacu y miembro del colectivo Mujeres Amazónicas Defensoras de la Selva. “Los ciudadanos del Ecuador tienen la enorme responsabilidad de decidir por el futuro del país, que hable de una economía con ética. Si se explota el Yasuní, estamos poniendo en riesgo a los pueblos en aislamiento voluntario como los Tagaeri y Taromenane. No se puede permitir un etnocidio en estos tiempos”.

Los activistas más jóvenes siguen el mismo propósito. Uno de los rostros más visibles de esa lucha es la joven activista Nemonte Nenquimo, indígena waroni, una de las naciones que habitan la región del Yasuní, y que ha sufrido la violencia de las industrias petroleras: esta es una oportunidad única, dice, “para desafiar a las industrias y limitar el poder que ellas tienen”. Hace unos pocos años, ha contando Nemonte, su pueblo alcanzó una victoria en Pastaza y lograron defender más de 200 mil hectáreas de territorio de la industria petrolera.  Ahora queremos ganar otra victoria: la de proteger al Yasuní”.

La última vez que la vimos, antes de seguir nuestro viaje por el Amazonas, la activista sápara Sani Montahuano nos lo había advertido también: “Si gana el NO, habrá una lucha muy grande, una gran movilización hacia la capital”. Para ella, que ha participado en las protestas del 2022 junto a otras jóvenes indigenas, el cine y la fotografía hecha desde “su territorio” es y será una herramienta fundamental para seguir adelante en esa lucha.

“El Estado mandará a sus policias y militares, y los llamará héroes, y nosotros los indígenas nos levantaremos, saldremos a la calles, a poner los muertos, los heridos. Pero igual nos levantaremos, y estaremos ahí para contarlo”

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