Volver a ser chola
En “Linaje”, la artista Gabriela Olivera Hidalgo interroga las vivencias de las mujeres de su familia. En el centro de sus preocupaciones está la necesidad de reconectarse con la identidad andina que su entorno ha reprimido. Al hacerlo, busca curar las heridas que el racismo y el machismo de la sociedad boliviana abrieron en los cuerpos de sus predecesoras.
Por Alonso Almenara
“La fotografía se parece a un ritual de sanación”, dice Gabriela Olivera Hidalgo. En «Linaje», proyecto incluido en la exposición “Borrador de un cuerpo intervenido” (que Ana Casas Broda y Gisela Volá curaron en ArtexArte de Buenos Aires en 2018), la artista visual boliviana se propuso ir en busca de una parte reprimida de su propia identidad para sanar las heridas de su linaje materno: las de sus dos abuelas cholas, Clotilde y Valentina; y las de su madre Hortencia, “la hija de esa chola que se fue a la ciudad”.
“Mi abuela Valentina tenía quince años cuando se casó”, cuenta Olivera. “Ni siquiera sabía cómo venían los niños al mundo”. La artista explica que fue un matrimonio arreglado: Valentina no pudo estudiar, pues dedicaba todo su tiempo a la crianza de sus siete hijos. Enviudó a los treinta años. En segundas nupcias se casó con un hombre violento que la maltrataba. “Eran demasiadas cosas que yo no quería repetir”.
Pero no se trataba de un simple rechazo. En realidad, Olivera sintió la necesidad de conectarse de algún modo con aquellas vivencias que aún no entendía bien. Intuía que al investigar su historia familiar, podría empezar a curar, en su propio cuerpo, las heridas que una sociedad racista y patriarcal abrieron sobre los cuerpos de las cholas que la precedieron.
El trabajo fotográfico que culminaría con el proyecto “Linaje” empezó en 2016, con una ceremonia. “Armé un ritual que se suele armar en noviembre, en la Fiesta de todos los Santos. Lo que se hace es preparar una mesa con varios elementos: comida, ropa que le gustaba a la persona que uno quiere recordar. Hay esta creencia de que ese día el muerto vuelve a la vida y se sirve todos los platos que has dejado, las cosas que le gustaban”. Para la artista, ese día, su abuela Valentina, fallecida años atrás, volvió a la casa familiar. Y Olivera la recibió en su propio cuerpo: se hizo una con ella.
Memorias de la choledad
Aunque la mayoría de bolivianos tienen raíces familiares andinas, “culturalmente se sigue viendo a la chola y al indígena como gente inferior”, comenta la artista. “Hay un racismo que uno creería que ya desapareció, pero que justamente ha surgido con más fuerza en los últimos años, convirtiéndose en el elemento central en los conflictos políticos que atraviesa Bolivia”.
Para Olivera, la chola es la base no reconocida de la sociedad boliviana, “el pilar de la economía del país”. “Para mí no solo es importante y valioso recalcar eso, sino reconocer a esta figura como parte mía, de mi historia”. Lo que no es una tarea sencilla, dado que sus padres, que hablan quechua, nunca se lo enseñaron. Su madre abandonó el campo, como muchas otras bolivianas de su generación, “con la idea de que en la ciudad todo es mejor”. En ese gesto estaba la intención de borrar una choledad que duele, que ha sido vista, demasiado tiempo, como una marca de inferioridad.
“Empecé explorando el cabello porque sentí que era lo primero que me conectaba con ellas”, dice Olivera. “Será que es algo lleno de vida: las trenzas largas, el cabello negro tan característico de mis abuelas. El cabello era para mí como un hilo que suturaba esas heridas que no habían sanado, un hilo que unía mi historia, todo mi linaje”.
Olivera convenció a su madre de que la acompañara en esta travesía: en la serie fotográfica, ambas aparecen vestidas como solía ataviarse la abuela Valentina, afirmando al unísono aquello que alguna vez estuvo escondido, silenciado. “Me acuerdo que me vestí de chola en Argentina y salí así a las calles, con la idea de que Valentina no había podido viajar”, comenta. “Así que la llevé conmigo a conocer otras realidades”
Por eso, la relación de Olivera con el linaje cholo de su familia no es solo una de dolor y sanación, sino también una de curiosidad y admiración. “Quiero recuperar muchas cosas de ese legado: costumbres, la medicina natural, por ejemplo”, concluye la artista. “Mi abuela tenía esos conocimientos, esa sabiduría. El mismo idioma quechua es algo que no quiero que se pierda en mi familia”.