Visualidades
River Claure
Bolivia -
septiembre 15, 2020

Warawar wawa: un Principito nacido en los Andes

A sus 23 años, el fotógrafo boliviano River Claure acaba de publicar una versión de El Principito en aymara, una obra en la que cruza el relato clásico que marcó millones de infancias con la identidad aymara de la que él proviene.

River es nieto de campesinos que migraron del campo a la ciudad. Nació en Cochabamba, Bolivia, en donde también estudió artes escénicas y comunicación visual. Después se formó en fotografía contemporánea en Madrid. En algún momento de todo este proceso, tipeó “Bolivia” en Google, dio click en imágenes y presionó enter. El resultado no lo representó: eran estereotipos, él notaba la búsqueda de una supuesta pureza que no le cerraba. 

“Existe un mundo ch’ixi, es decir, algo que es y que no es a la vez, un gris heterogéneo, una mezcla abigarrada entre el blanco y negro, contrarios entre sí y a la vez complementarios”. Así comienza el Manifiesto ch’ixi, inspirado en las ideas de la pensadora Silvia Rivera Cusicanqui, ideas que también atraviesan el trabajo de River.
   

“¿Cómo no considerarme ch’ixi si me despierto, veo Netflix y mastico coca?”, reflexiona Claure. “Tengo prácticas ‘no muy de aquí’ y también ‘muy de acá’. Creo que mi statement como artista se relaciona con mirar lo heterogéneo, observar identidades grises”.  

En medio de esa búsqueda por retratar lo heterogéneo nació Warawar wawa. El término aymara se traduce como “hijo de las estrellas” y es el nombre que River decidió ponerle al libro en el que explora cómo sería un Principito boliviano. Lo hizo apoyado por una beca del Estado boliviano que nació a principios de 2019, en colaboración con Ruben Hilari Quispe y Martín Canaviri Mamani, quienes se ocuparon de traducir por primera vez el texto de Antoine de Saint-Exupéry al aymara. Santiago Escobar-Jaramillo editó el proyecto. 

Con los Andes bolivianos, El Alto, la Isla del Sol, Uyuni, el Titicaca o los desiertos de la laguna Roja de fondo, River tomó fotografías que antes imaginó y dibujó. Como en el Principito original, los bocetos ahora acompañan e ilustran el texto del libro. Así imaginó y luego retrató a una mujer enterrada hasta el cuello que representa a la Virgen del Cerro, patrona de los mineros. A otra cargada de objetos y convertida en ekeko, cambiándole el género a la figura popular que es símbolo de la abundancia y la fecundidad. También a un Yatiri –un médico tradicional Aymara– vestido con su ropa tradicional y saludando al sol desde sus lentes de realidad virtual. Y a un niño que explora las montañas bolivianas, con la remera del Barcelona y un trozo de tul blanco que le rodea el cuello. 

Junto al texto en Aymara y las ilustraciones aparecen las imágenes que van desde cuernos de toro en referencia a la virilidad hasta mujeres del ámbito de la lucha libre con rosas en sus trenzas tradicionales. El trabajo tiene varias capas de lectura: lo poético y cierto humor amoroso –como el humor que se puede tener con una abuela a la que se ama– son solo la primera posibilidad de lectura. Los paralelismos entre el desierto de Sahara y el salar de Uyuni en Potosí son la puerta de entrada hacia esa mezcla de sentidos. 

Quién tenga familiaridad con la cultura andina y haya leído El Principito encontrará otros sentidos: el pan con forma de avión roto sobre el suelo del salar es un tanta wawa, el pan que se prepara cada 2 de noviembre para homenajear a las almas que vienen de visita. River tuvo que trabajar bastante para convencer a las panaderas tradicionales, acostumbradas a hacer figuras humanas y escaleras, de hacer un pan así. Lo necesitaba, claro, para construir su mundo nuevo.    

-¿Qué reflexión haces de esa distancia entre “lo boliviano” y la representación a la que solemos acceder?

Siempre digo: «la patria es solo un puñado de imágenes de pertenencia». Me hace pensar en que la patria es lo que nos imaginamos de ella. En ese sentido, Bolivia siempre estuvo regida por códigos muy coloniales: gente que llegó, nos vio y tomó lo exótico, como puede ser una llama, un poncho o la coca. Lo que ha hecho el boliviano, incluso el creador de imágenes de aquí, es chupar ese dedo que nos apunta diciendo qué somos y qué no somos. Mi obra, creo, apunta a interpelar estos imaginarios que me parecen una cosa obsoleta.  

-Sin embargo, es una mirada que todavía existe, ¿no? 

Si le muestro las fotos que hago a mi abuela, me pediría que le quite las lentes de realidad virtual para que sea más «puro». Hay una idea de pureza que está interpretada como «negar» la marca de Occidente. En los discursos políticos de las últimas décadas en Bolivia se ha polarizado de una manera sin precedentes la idea de «esto es lo indio» y «esto, lo ajeno o citadino”. Por eso considero que mi proyecto tiene un carácter político. Sartre hablaba de «la capacidad política de la ficción», de tener la capacidad de imaginar otros mundos. Si no podemos imaginarlo es muy difícil poder cambiarlo. Creo que es lo que medito en mi obra.  

-¿Hay, en Bolivia, una tradición previa de esa mirada? 

Desde la fotografía podría decir (y quizás suene pretencioso) que no es un lugar transitado el de mirar estas identidades indeterminadas; pero desde el arte contemporáneo boliviano, sí. En este momento el arte contemporáneo boliviano tiene muchas luces de gente joven como Marisol Mendez o Aldair Montaño trabajando muy bien, y otros artistas contemporáneos como Gastón Ugalde, José Ballivián, Iván Cáceres… También muchos sociólogos y antropólogos hablan del imaginario boliviano que siempre estuvo en constante crisis al ser un país tan pluricultural y también por la historia moderna de guerras y pérdida territorial. Esta tanda nueva de artistas contemporáneos bolivianos está haciendo algo interesante con toda esa historia y mi obra es un devenir de eso.  

-¿Cómo nació este trabajo? 

 Cuando estudiaba vi fotografía africana, que tiene muchísimo de combinación de códigos foráneos y propios. Es impresionante porque tiene que ver con esa crisis de identidad respecto a lo negro. Me encontré leyendo en el metro El Principito y al leerlo por primera vez empecé a soñar transgresoramente, me preguntaba a mí mismo cosas como: “¿Cómo sería un principito africano?». Luego fue: «¿Por qué tengo que estar hablando de lo africano?” Ahí nació la idea de un principito boliviano, de los Andes.

-¿Cómo fue el proceso? 

 Estuve conceptualizando alrededor de cuatro meses; luego otros cuatro meses de producción y otro tanto de edición y plantear el libro, que ya se imprimió. Todas las fotos fueron hechas con un equipo viajando por los Andes bolivianos. Hicimos dos viajes: uno de investigación y otro de producción.  

-¿Cómo encontraste a los protagonistas? 

 En el primer viaje lanzamos un casting de muchos de los personajes, no conseguimos a todos en ese instante pero muchos sí. En ese proceso hubo muchos «no» y muchos «¿por qué?». El hombre de los lentes virtuales, por ejemplo. A él no lo conocía pero esta foto está hecha después de que hicimos imágenes en La Puerta del Sol. Él andaba por ahí y estaba curioso, así que empezamos a hablar y después de un par de horas ya estaba dispuesto. Se divirtió mucho, mis procesos son muy colaborativos, me gusta que la persona entienda por qué hacemos las cosas, conversamos muchísimo. Tengo fotos muy bonitas de él, le pedí que se imaginara que estaba interactuando con el Inti, le dije “dale la mano al sol» y él reaccionó como esperaba: levantó las manos hacia el cielo. Ese proceso hace mucho más ricas las fotos y se hace natural, más orgánico.  

-¿En qué medida planteabas que el resultado se “pareciera” al Principito original? 

 Hay una magia, que es la sensación que tienes de «no sé si esta foto hace referencia a este personaje o me lo imagino». Planteamos algo nuevo pero que sí da pautas del libro original. Vi todas las ilustraciones del libro original y dibujé las fotos muchísimo antes de hacerlas. De hecho, los sketches sí hacen referencia a cosas puntuales pero las dejamos al aire, sin pie de foto para que jueguen en ese universo propio.