Entrevistas
Alejandro León Cannock
Perú -
septiembre 22, 2023

¿Quiénes son “Los Indisciplinados” del arte fotográfico en el Perú?

Editado por Alejandro León Cannock, el libro El arte fotográfico en el Perú. Balance y perspectivas (1990-2018) reúne reflexiones de académicos, curadores y artistas en torno a los cambios que ha experimentado la fotografía peruana desde la irrupción de una generación de artistas que incluye a Roberto Huarcaya, Luz María Bedoya, Flavia Gandolfo, Juan Enrique Bedoya y Milagros de la Torre. En esta conversación, Cannock discute el impacto de esta generación en la fotografía peruana actual y responde a las críticas recientes formuladas contra el trabajo de Huarcaya, seleccionado para representar al Perú en la Bienal de Arte de Venecia de 2024.

Por Alonso Almenara

Para quien vive fuera del Perú, debe ser difícil de entender por qué todas las participaciones del país en encuentros internacionales de arte como ARCOmadrid o la Bienal de Venecia terminan siempre empantanadas en amargas controversias. ¿Es el signo de una sociedad en la que el arte contemporáneo tiene un alcance masivo y suscita reflexiones críticas por parte de los sectores más diversos? Para nada. En realidad, la teoría, la crítica, la historiografía del arte, han tenido un desarrollo acotado en el país andino, y se caracterizan, en cambio, por estar llenas de lagunas y misterios. 

El simposio “El arte fotográfico en el Perú. Balance y perspectivas (1990-2018)” es uno de los esfuerzos recientes por cambiar esta situación. Se llevó a cabo el viernes 5 de octubre de 2018 en el marco del congreso internacional “Las razones de la estética. Debates contemporáneos sobre los sentidos de la aisthesis”, organizado por el Grupo de Investigación en Arte y Estética de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Las ponencias de aquel encuentro han sido reunidas cinco años más tarde —complicaciones pandémicas de por medio— en un libro publicado por la editorial KWY. 

El filósofo y fotógrafo peruano Alejandro León Cannock, editor del volumen, escribe en la contratapa: “El objetivo principal del simposio fue colaborar en la construcción de un espacio crítico en torno a la fotografía artística en el Perú contemporáneo”; y añade una serie de preguntas que dan cuenta del tenor de la publicación: “¿Se puede hablar de una ‘fotografía artística peruana contemporánea’?, ¿Qué definiría su naturaleza y su lógica?, ¿Qué acontecimientos (…) condicionan su existencia?, ¿Cuáles son los actores (…) que participaron en su constitución?, ¿Qué elementos se adaptaron desde la escena internacional?, ¿Qué continuidades y rupturas se dieron en relación con la historia de la fotografía en el Perú?” 

“El libro tiene una naturaleza muy particular”, explica Cannock, “pues está hecho de transcripciones de ponencias. Eso significa que la forma de los textos tiene que ver con la oralidad y más con intuiciones, con búsquedas, que con conclusiones de procesos de investigación terminados”. Entre los autores convocados hay curadores como Jorge Villacorta, Carlo Trivelli y Giuliana Vidarte; académicos como Mijail Mitrovic y Carlos Zevallos Trigoso; y fotógrafos como Luz María Bedoya. Un segundo grupo de textos fue encargado a autores que no participaron en el simposio, y a los que Cannock les pidió que reaccionaran a las ponencias. “Reaccionar puede ser criticar como oposición, puede ser criticar como discernir, puede ser complementar, puede ser tomar una idea y prolongarla, puede ser incluso olvidar el texto. Yo quería que los comentaristas se sintieran completamente libres de aportar algo nuevo a partir de su experiencia de lectura para complejizar y tener más visiones de ese campo que me interesaba empezar a dibujar”. 

El arte fotográfico en el Perú. Balance y perspectivas (1990-2018) es una publicación que llama la atención no solo porque busca llenar un vacío, sino porque es la primera entrega de una nueva serie de publicaciones dedicada a la reflexión teórica sobre fotografía a cargo del sello KWY, titulada ‘El pensamiento de la imagen’. En el corazón del libro está la voluntad de evaluar los aportes de una generación de fotógrafos y fotógrafas que Cannock ha llamado “Los Indisciplinados”: Roberto Huarcaya, Luz María Bedoya, Flavia Gandolfo, Juan Enrique Bedoya y Milagros de la Torre. Ellos surgieron entre fines de los 80s e inicios de los 90s en el espacio aún indefinido entre el mundo de la fotografía y el arte contemporáneo, para introducir prácticas conceptuales y nuevas formas de pensar la imagen que aún siguen vigentes —y que han generado su propia tradición local: muchas de estas figuras se vincularon luego a la enseñanza a través del Centro de la Imagen, la escuela de fotografía más influyente de Lima. 

Volviendo al tema de las controversias, Roberto Huarcaya, quien durante varios años ha sido director del Centro de la Imagen, ha hecho noticia últimamente porque su proyecto Cosmic Traces, curado por Cannock, fue seleccionado para representar al Perú en la Bienal de Arte de Venecia de 2024. La discusión que suscitó esta decisión es significativa en la medida en que vuelve explícito el antagonismo latente entre lo que en Perú es percibido como un arte oficial, limeño y blanco, y su afuera: el arte de las regiones, de los pueblos originarios, de quienes no tienen el español como lengua materna. Amablemente, Alejandro aceptó conversar con nosotros de todos estos temas.

Ayahuasca Musuk

Milagros de la Torre. Serie Bajo el sol negro.

Es siempre una buena noticia cuando aparecen publicaciones académicas de reflexión teórica sobre la tradición fotográfica en el Perú. En parte, porque ocurre muy rara vez. ¿A qué se debe esto, en tu opinión?

Yo he entrado tarde en el mundo de la fotografía. Estudié filosofía, he trabajado como profesor de ética en la UPC y la Católica, e ingresé al mundo de la foto pasados los 30 años. Entré desde la práctica fotográfica e inmediatamente me interesé en la reflexión. Y una de las cosas que me llamaron la atención es que hay efectivamente muy poca crítica, muy poca historia y muy poca teoría. Hay trabajos valiosos como los de Andrés Garay que es, creo yo, el investigador que ha tomado más seriamente en el Perú el estudio de los archivos y de los fotógrafos de la primera mitad del siglo 20, tanto en Arequipa como en Cusco: los hermanos Vargas, Martin Chambi, etc. Al lado de él tienes el trabajo curatorial de Jorge Villacorta y los trabajos de Carlo Trivelli desde una perspectiva más periodística y de curaduría también. Revistas de fotografía o sobre fotografía ha habido muy pocas, y han sido principalmente de divulgación. Hoy, felizmente, existe FOT. Revista de fotografía e investigación visual de la UPC, que representa un gran aporte para el campo de la fotografía en el Perú y Latinoamérica. Pero los trabajos de reflexión teórica de corte académico son, en general, muy escasos. Entonces uno de los deseos que siempre tuve fue tratar de empujar el carro para que la gente empiece a pensar un poco más en el medio y sus implicancias. 

Así surgió este proyecto en 2018, en el contexto de un congreso internacional de estética organizado por el Grupo de Investigación en Arte y Estética de la Universidad Católica. Propuse una mesa redonda que abordaba este tema y fue aceptada. Mi intención era que el grupo de invitados fuera lo más heterogéneo posible: me interesaba la palabra de académicos como Mijail Mitrovic o Carlos Zevallos Trigoso, la de curadores como Villacorta o Trivelli, pero también la de artistas. Es decir, me interesa que la reflexión sobre el medio no se dé únicamente desde el exterior de la teoría sino desde la práctica misma de los propios creadores.

De los artistas que invité, inicialmente sólo aceptó Luz María Bedoya que tiene un bagaje también ligado a la reflexión y a la escritura. Ahora bien, el libro está estructurado en dos partes: en la primera aparecen las ponencias que se presentaron en el Congreso, y la segunda reúne textos de otros que autores que comentan las ponencias. Entre esos comentaristas hay una artista más, Maricel Delgado, que escribe un texto que me encanta, muy breve, pero que se sale de las expectativas de lo que uno imagina que es un texto académico. Entonces digamos que me interesaba juntar voces de gente que está involucrada en el mundo de la fotografía con todos sus límites difusos, pero gente que pudiese aportar luces sobre el periodo que queríamos englobar en el conversatorio.

Te refieres al periodo que empieza entre fines de los 80s e inicios de los 90s. ¿Qué hace de ese periodo un momento importante para la fotografía peruana? 

Volviendo a Andrés Garay, él ha trabajado mucho para recuperar la fotografía de fines del siglo 19 y la primera mitad del siglo 20: lo que se conoce como la época de la fotografía surandina, concentrada en Arequipa y Cusco. Luego hay un poco más de información sobre cierto modernismo local de los setentas: me refiero al grupo de la fotogalería Secuencia, a Billy Hare y Fernando La Rosa. Y yo tenía la impresión de que lo que había ocurrido entre fines de los 80s e inicios de los 90s constituía un cambio de época o de paradigma, pero que no se había investigado. Entonces lo que me interesaba era que la gente que ha sido de alguna manera actor o actriz de ese periodo pudiese tomar la palabra para contarnos qué pasó.

Ayahuasca Musuk

Luz María Bedoya. KM 948 N. Serie Punto ciego.

La impresión que tengo es que en las primeras tres décadas de la segunda mitad del siglo 20 empiezan a desarrollarse en Lima ciertas prácticas fotográficas que en un principio tienen que ver con la fotografía como registro de la realidad, ya sea procedentes del fotoperiodismo —la documentación de movimientos sociales, marchas, etc.— o ligadas a la documentación de ciertos grupos sociales, como la fotografía de eventos, los retratos de los artistas. Algo que podríamos calificar como una fotografía de testimonio que alcanza un desarrollo muy interesante en nuestro país con el Taller de fotografía social (TAFOS) creado a fines de los 80s por Thomas Müller y su esposa Helga Müller —que es, dicho sea de paso, un caso pionero de fotografía participativa estudiado a nivel mundial—. Pero en paralelo a esta tradición se empieza a desarrollar el movimiento de la fotogalería Secuencia en los años 70, que trae una suerte de inspiración o de adaptación del tardomodernismo norteamericano de Aaron Siskind, Minor White y otros, en las figuras de Billy Hare y Fernando La Rosa. Son ellos los que tratan de institucionalizar la práctica fotográfica entendida como arte. Es decir, tratan de darle una autoconciencia al medio desde una perspectiva artística, lo que implicaba una serie de elementos no propiamente fotográficos sino ligados a la construcción de un campo: la creación de una galería, la publicación de una pequeña revista, la traducción de textos canónicos del modernismo internacional al español para publicarse en esa revista. 

Eso es lo que empieza a definirse como la práctica artística desde el campo de la fotografía. Y lo que ocurre a fines de los 80s e inicios de los 90 es que aparece una nueva generación que no está vinculada con ninguna de esas dos tradiciones: ni con la tradición testimonial que Augusto del Valle ha documentado en un libro que salió hace un par de años sobre el movimiento Interfoto, formado por fotoperiodistas que documentaron todas las convulsiones de fines de los 70 e inicios de los 80 en el Perú; ni con el movimiento de Secuencia que representa el uso artístico, más formalista de la fotografía. Yo he llamado a esta generación “Los Indisciplinados”, por usar un nombre medio provocador. Son fotógrafos que no vienen originalmente de una formación tradicional en fotografía, pero tampoco vienen de una escuela de arte. Vienen de otras disciplinas: Roberto Huarcaya viene de la psicología; Luz María Bedoya viene de la literatura y la lingüística; Flavia Gandolfo de la historia; Juan Enrique Bedoya tiene una formación de abogado. La única que tiene una formación más fotográfica es Milagros de la Torre que estudió en la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Lima y luego se fue a Inglaterra.

Ayahuasca Musuk

Luz María Bedoya. KM 816 S. Serie Punto ciego.

Son para mí doblemente indisciplinados porque, por un lado, como no vienen de una escuela formal de fotografía, no están obligados a respetar los cánones del medio: la exposición bien hecha, la adecuada impresión en el laboratorio, el enmarcado con paspartú, etc. Y por otro lado, tienen la tendencia a ver el medio fotográfico no solamente como instrumento de representación de la realidad, sino como espacio de pensamiento. Así empiezan a producir proyectos fotográficos que, en concordancia con lo que ha venido ocurriendo en la escena internacional de la fotografía desde hace un poco más de tiempo, rompen con los límites del medio para englobar prácticas híbridas, posmediales, que no eran habituales dentro del canon académico de la fotografía tanto documental como artística modernista. 

Luz María Bedoya. Punto ciego. Instalación en la Bienal de Lima de 1997.

Podríamos decir que aparece un nuevo paradigma postfotográfico? Y por otro lado, ¿esto tiene alguna relación con la vida política en el país? Porque estamos hablando de un periodo en el que, por un lado, se instala el neoliberalismo con Alberto Fujimori, y, por otro lado, persiste un conflicto armado entre el Estado peruano y Sendero Luminoso. Dicho de otro modo, ¿lo que esta nueva generación trae a la escena es un simple aggiornamento, una puesta al día con respecto a lo que ocurre en el Norte, o tiene una dimensión política de respuesta a la crisis local?

Por un lado creo que sí hay una suerte de repliegue. Hay un libro que se llama Franquicias Imaginarias escrito por Jorge Villacorta y Max Hernández Calvo que aborda la transformación del campo de las artes visuales en el Perú en los años 90. Y el libro plantea que en los 90s hay una suerte de repliegue de las artes visuales hacia la subjetividad, un gesto de refugiarse en lo íntimo, en lo personal, en las historias domésticas. Una de las hipótesis de los autores es que este repliegue tiene que ver con el contexto de violencia política, con la destrucción del espacio público, de la democracia, y con el miedo, desde luego. Sin ser tal vez conscientes de ello, esta generación de fotógrafos y fotógrafas puede haber ido en esa dirección. 

 Por otro lado, muchos de ellos salen jóvenes a hacer estudios fuera del Perú: Luz María Bedoya, Flavia Gandolfo y Juan Enrique Bedoya pasan temporadas en Estados Unidos, Milagros de la Torre hace sus estudios en Inglaterra, Roberto Huarcaya viaja a Cuba y luego a Francia. Entonces también hay un factor que tiene que ver con la absorción de tendencias de la fotografía contemporánea que en ese contexto yo no llamaría aún postfotográficas, sino que es una suerte de tardo posmodernismo, si se le puede llamar así. Un movimiento vinculado a la Pictures Generation de Estados Unidos: Richard Prince, Cindy Sherman, entre otros. Creo que ese espíritu que tiene que ver con la reapropiación, el collage, la ausencia de técnica, la idea de crear objetos híbridos y usar la fotografía ya no tanto como representación de la realidad, sino como un espacio de crítica ideológica, tuvo una influencia en estos artistas. No sé si de manera explícita y consciente, pues en el Perú es menos perceptible la dimensión de crítica ideológica, pero sí tuvo un impacto la idea de usar la imagen como espacio para plantear conceptualizaciones. 

El caso de Flavia Gandolfo puede ser ejemplar de esta nueva forma de entender el medio, donde análisis iconológico y crítica ideológica van de la mano. Su proyecto Historia, por ejemplo, incluye fotografías de los mapas del Perú dibujados por niños de escuelas públicas; piezas con las que ella genera una reflexión sobre la imposibilidad de representarnos como nación. En todo caso, lo que estaba pasando en la escena internacional del Norte Europa y Estados Unidos desde fines de los 70s, acá empieza a suceder a inicios de los 90s. 

Flavia Gandolfo. Proyecto Historia.

Ayahuasca Musuk

¿Es un vínculo solo con el Norte, o es un fenómeno que refleja también lo que está ocurriendo en otros países de América Latina?

Aquí ocurre algo interesante: son dos movimientos distintos que se cruzan. Hay un movimiento desde el campo del arte contemporáneo a partir de los 60s, desde el Norte, pero también desde Latinoamérica: pienso, por ejemplo, en Luis Camnitzer (Uruguay), Pedro Terán (Venezuela), Eugenio Dittborn (Chile), entre otros. Un movimiento en el que poco a poco se va incorporando la fotografía como un medio entre otros para pensar plásticamente el mundo. Hay una retórica de lo postmedia: puede ser pintura, vídeo, fotografía, poco importa. Ese proceso de artistificación de la imagen fotográfica desde el arte contemporáneo ocurre en el Perú en el trabajo de artistas como Juan Javier Salazar, Herbert Rodríguez o Jaime Higa, que en los años 80 usan la imagen fotográfica de periódicos para hacer pastiches, críticas sociales, etc. Inyectan, por así decirlo, una dimensión artística a imágenes fotográficas que no tienen nada que ver con la imagen fine art de museo fotográfico moderno. 

En paralelo hay otro movimiento desde el campo de la fotografía donde se empieza a concebir la imagen fotográfica como una imagen artística. Es lo que ocurre con Billy Hare y Fernando la Rosa: ellos reafirman la artisticidad de la fotografía desde las cualidades mismas del propio medio, usando el lenguaje de teóricos del modernismo como Greenberg o de Szarkowski. La generación de la que yo hablo —la de Huarcaya, Gandolfo, etc.— está en diálogo con lo que ocurría en el arte, pero es un movimiento que viene principalmente desde la fotografía, un movimiento interno de artísticación del campo de la imagen fotográfica.

Entonces, para responder a tu pregunta, creo que hay movimientos paralelos en Latinoamérica en los años 90. Hay un libro súper importante que publica Alejandro Castellote, el curador español, a inicios de los dos miles, que se llama Mapas abiertos, en el que hace un repaso de las tendencias de la fotografía latinoamericanas de los años 90 en relación al arte, y menciona trabajos como los del argentino Marcos López, que recurre a la puesta en escena o la ficcionalización como un gesto claramente posmoderno de creación artística en la fotografía para repensar la identidad del pueblo argentino. O el trabajo del guatemalteco Luis González Palma, que usa nuevos materiales, pero también recupera procesos antiguos. O el trabajo de la brasileña Rosângela Rennó que, a través del cuestionamiento de diversos tipos de imágenes (archivos, prensa, etc.), nos invita a pensar diversas formas de opresión, principalmente aquella que sufren las mujeres bajo el orden patriarcal. Estos autores están vinculados a lo que se conoce como una expansión del campo de la fotografía. Entonces sí, yo diría que es una cosa que tiene que ver con el movimiento latinoamericano también.

Roberto Huarcaya. El retorno 1.

Me gustaría hablar ahora de algunos de los textos que incluye el libro. ¿Qué tipo de aportes encontramos aquí?

Como te mencioné, me gusta mucho el texto de Maricel Delgado: ella comenta la ponencia del investigador Christian Bernuy, sobre prácticas fotográficas alternativas de los 90s, como el uso de la cámara pinhole. Pero Maricel en su texto no se mete con este tema, sino que reacciona desde el punto de vista del creador o la creadora y confecciona un relato breve sobre el lugar de la duda, del trastabilleo, de la precariedad del proceso de pensamiento, en el trabajo artístico. Es un texto que está a medio camino entre el consejo para los jóvenes artistas y una confesión personal de su propia experiencia como madre, como profesora y como “artista intermitente”, que es como ella se define. Me gusta porque es un texto que rompe con las expectativas académicas, pero que nos invita a pensar desde la experiencia en primera persona sobre la experiencia de una fotógrafa que pertenece a la generación en la que se centra el libro.

Luego hay otros textos que me parecen interesantes por su aporte a la historiografía de la fotografía en el Perú. Uno de ellos es el texto de Giuliana Vidarte que habla sobre prácticas de representación en la Amazonía, poniendo en relación la fotografía y la pintura. El comentario a ese texto está a cargo de Morgana Herrera, que es una investigadora que también trabaja temas vinculados a la Amazonía, y que amplía, añade otras perspectivas y otras referencias al discurso que propone Giuliana. Creo que eso es interesante precisamente porque la historiografía de la fotografía peruana, a pesar de los trabajos de Garay y de Villacorta que examinan lo que ocurre en otras regiones como Cusco y Arequipa, está muy centrada en Lima. Ahora cada vez hay más movimiento de jóvenes fotógrafos, colectivos, revistas, escuelas en el norte, en Trujillo, en Cajamarca, en Cusco. Para mí, estas investigaciones que exploran el uso del medio en otras regiones son fundamentales.

Roberto Huarcaya. El retorno 2

«Se puede reescribir la historia a partir de la cual se define la fotografía. A mí me gusta definirla desde la idea del tejido: el aparato fotográfico como un instrumento que nos relaciona con otros. No uso la cámara para ir a robarle al otro. Uso la cámara como un puente que me permite tejer un vínculo con el otro. Pero también tejer un vínculo entre el pasado y el presente, entre el aquí y el allá, entre lo propio y lo ajeno.»

Ahora bien, me interesa conocer tu opinión sobre lo ha ocurrido después de la generación de Luz María Bedoya, Milagros de la Torre, etc. ¿Han habido otros fenómenos importantes en el desarrollo de la fotografía peruana desde entonces? 

Luego de los años 90, la neoliberalización de la economía, la llegada de medios de comunicación como MTV, de las computadoras, más tarde de los teléfonos celulares, Internet y la revolución digital, todo eso ha generado una suerte de nivelación. No voy a decir una homogeneización, pero sí un flujo de tendencias, prácticas, estilos, entre el Perú, la región y el mundo. De modo que es muy difícil que hoy haya grandes diferencias o desfases cronológicos como sucedía antes. La gran novedad es la digitalización de la fotografía y las puertas que esto pudo abrir hacia lo que antes llamabas tú lo postfotográfico, que creo que es una tendencia que no se ha desarrollado mucho en la fotografía peruana: me refiero al uso de imágenes apropiadas de Internet, de plataformas digitales como medio de difusión, etc. Vale la pena mencionar en relación con este punto que durante la pandemia un dúo de fotógrafos, Alejandra Orosco y Paul Gambin, realizó un proyecto que me parece muy interesante debido a su carácter relacional, interactivo y virtual, pero, especialmente, a que respondía directamente a la crisis planetaria que atravesamos en ese momento: A Pandemic Love Story.

Pero, más allá de la introducción de la variable de lo digital, en realidad me parece que no ha habido un cambio de paradigma tan fuerte como el que pudo haber a inicios de los 90 por una razón precisa: ya no hay un canon de la fotografía que romper o transgredir. Cuando ese canon se rompe, herencia del arte contemporáneo y de la posmodernidad, todo se hace posible en el campo expandido de la fotografía. Entonces hay prácticas que atraviesan todo el espectro sin que ninguna pueda aportar algo radicalmente novedoso como pudieron haberlo sido en su momento esos nuevos usos del medio que la generación de Huarcaya, Gandolfo, etc., trajeron a nuestra escena. Habrá que ver, sin embargo, hacia dónde nos puede llevar el desarrollo de la inteligencia artificial en los próximos años (¿meses?). Tal vez ahí pueda generarse un nuevo cambio de paradigma en la fotografía y el arte a nivel global…

Lo que sí creo es que hay cosas interesantes que se están dando en los últimos años que tienen que ver con el uso de la fotografía documental desde una perspectiva que algunos llaman de autor, otros la llaman poética, otros la llaman subjetiva. Es una tendencia que no es solo peruana, sino regional, de usar la fotografía como un medio para narrar historias, con la intención de hablar sobre la realidad, sobre problemas sociales, pero introduciendo una suerte de filtro estético, casi como un retorno al pictorialismo del siglo 19. Un trabajo que me gusta mucho es el de Yael Martínez, que aborda realidades muy duras de la sociedad mexicana que él mismo ha vivido en relación al narcotráfico, pero al mismo tiempo hace volar sus proyectos hacia regiones oníricas, poéticas, que pueden ser sublimes o desgarradoras. Y yo encuentro que hay proyectos que van en esa dirección en el Perú: pienso en Prin Rodríguez, por ejemplo, o en lo que hace Fernando Criollo

Ayahuasca Musuk
Ayahuasca Musuk
Ayahuasca Musuk

Fernando Criollo. Serie Yawar Wata

Lo que dices me hace pensar en Florence Goupil, cuyo trabajo documental incorpora también elementos mágicos u oníricos. ¿La considerarías como parte de este último grupo? Me refiero a sus fotos que documentan el modo de vida de los pueblos originarios de la Amazonía y su relación con las plantas maestras.

Es interesante el ejemplo que pones porque creo que justamente ahí hay una diferencia. Conozco el trabajo de Florence, me gusta mucho, pero no lo calificaría como un trabajo artístico. Ahí podemos entrar en la eterna discusión de cuáles son los límites o los criterios para definir un trabajo fotográfico como artístico (o no). Efectivamente, en sus proyectos sobre plantas medicinales y las comunidades que las usan hay una voluntad de contar historias, hay una aproximación a los detalles, a los objetos, a los retratos que nos invita a ingresar a esos universos que está retratando. Hay un trabajo formal interesante, pero no hay un trabajo propiamente plástico con la imagen.

Los franceses usan un término que no se usa mucho en otros países: hablan de la photographie plasticienne, la fotografía plástica. Es ese punto en el que el fotógrafo empieza a trabajar la materialidad de la imagen. No tiene que ver sólo con la forma de la representación, que es de lo que hablaban los modernistas —el encuadre, la calidad en la impresión, el sistema de zonas, etc.— sino con el hecho de mirar la imagen no primariamente como representación icónica del mundo, sino como material plástico a trabajar. Volviendo al ejemplo de Yael Martínez o de Prin Rodríguez, me parece que ahí hay una reflexión sobre la materialidad. Prin usa negativos viejos, cubiertos de hongos o de polvo, y toda esa materialidad transforma el significado icónico de la imagen.

Prin Rodríguez. Serie Mercurio

Para terminar, me interesa saber cuál es tu opinión sobre la pequeña controversia que suscitó Cosmic Traces, el proyecto seleccionado para representar al Perú en la próxima Bienal de Arte de Venecia. Esta decisión la toma una entidad privada, el Patronato Cultural del Perú, y para eso hace un concurso. Tú eres el curador del proyecto ganador, que se centra en la obra de Roberto Huarcaya. La controversia tiene que ver con que el proyecto que quedó en segundo lugar, en torno a la obra de la artista shipibo-konibo Olinda Silvano, es percibido como más cercano a la temática de la Bienal de 2024, centrada en la noción del “extranjero” como encarnación de la otredad o la diferencia. El statement de Adriano Pedrosa da como ejemplos los artistas provenientes de pueblos indígenas, aunque notemos que habla también de artistas queer y de otros tipos de otredad. Muchos se preguntan, en todo caso: ¿por qué enviar a Venecia un artista limeño como Huarcaya? 

Sabíamos que iba a haber una controversia porque siempre la ha habido, en todas las participaciones de Perú en la Bienal de Venecia desde que se creó el pabellón peruano en 2015. Para mí, bienvenidas las polémicas porque generan discusión y hacen avanzar el debate público. Sin embargo, me parece que el ángulo de debate, en esta ocasión, no está bien situado porque el proyecto aún no se ha dado a conocer. No puede se le puede hacer, por tanto, una crítica estética ni conceptual, incluso ni siquiera política, porque no se sabe en detalle cuáles son los contenidos y las implicaciones de la propuesta. Y eso así porque las reglas del concurso —que todos hemos aceptado antes de entrar a la cancha— solicitan confidencialidad sobre el contenido de las propuestas. Empezando por ahí, creo que hay una suerte de desfase en la polémica.

Por ello, no me parece que las críticas se dirijan al proyecto en sí mismo ni a las personas que están detrás de él. Creo que se trata más bien de argumentos propios de una perspectiva proveniente de la crítica institucional que existen desde mucho antes y que este concurso ha, circunstancialmente, reactivado. En este sentido general me parece que estos cuestionamientos pueden ser pertinentes porque las instituciones hay que criticarlas y cuestionarlas constantemente para evidenciar sus puntos ciegos y sesgos, y sus posibles comportamientos autoritarios y dogmáticos. Sin embargo, en dicho contexto, creo que nosotros no tenemos mucho que decir en tanto no podemos ser juez y parte al mismo tiempo. Decidimos participar sabiendo cuáles eran las reglas del juego y todos los participantes hemos aceptado la decisión del jurado. Lo que no significa, evidentemente, que nos hagamos de la vista gorda frente a aspectos que necesariamente hay que mejorar.

La antropóloga Luis Elvira Belaúnde escribió un artículo que critica la decisión del Patronato en el que discute, con razón, el centralismo de este tipo de certámenes. Menciona también que hay que repensar la conformación del jurado para evitar, por ejemplo, que la mayoría de los miembros sean hombres. Estoy de acuerdo. Pero esto no depende enteramente del Patronato, que es una entidad conformada por instituciones que mandan a sus propios representantes. Cada institución tiene que repensar cómo designa a estas personas. Dicho de otro modo, es un problema estructural.

Ahora, no creo que esa crítica implique un cuestionamiento directo a nuestro proyecto. Si ganaba el proyecto de Ximena Garrido-Lecca, el de Kukuli Velarde o el de Ishmael Randall-Weeks, los cuestionamientos tendrían que haber sido los mismos, pues el proceso de elección, sus actores y sus instituciones hubieran sido los mismos. Si la crítica estructural a una institución es legítima, lo debe ser en todo momento y no solo cuando el resultado no nos parece el adecuado. No podemos cuestionar las reglas del juego al final del partido cuando el resultado final no nos ha sido favorable. En todo caso, más allá de esta coyuntura, el cuestionamiento continuo al centralismo y al machismo en el Perú debe sostenerse.

Roberto Huarcaya. Instalación.

De acuerdo, pero el texto de Luisa Elvira Belaúnde sugiere que esta controversia tiene que ver, en el fondo, con un antagonismo entre dos formas de hacer imágenes: por un lado, una fotografía extractivista, y por otro lado, prácticas creativas que considera más genuinas, vinculadas a poblaciones originarias de la Amazonía. Huarcaya sería, desde su punto de vista, un representante de la tendencia extractivista, el hombre blanco limeño que va a la selva para extraer imágenes y conocimientos de los que se beneficia, sin dejar nada a cambio. ¿Qué piensas al respecto?

Belaúnde presupone que lo que hemos presentado como proyecto son los Amazogramas de Roberto Huarcaya. Esa es una parte del trabajo que él viene haciendo desde hace varios años con fotogramas de gran formato. Los Amazogramas los hizo en la selva, pero ha hecho trabajos similares en la costa del Pacífico, en los Andes, en Lima, en los que retrata a diversos personajes y aspectos del territorio. El fotograma de gran formato constituye la técnica, el medio artístico, que Huarcaya usa para expresarse. No olvidemos que los artistas son trabajadores, como cualquier otra persona, y que para desarrollar su trabajo recurren a distintas herramientas. El segundo aspecto que me interesa remarcar —y que va mucho más allá de esta coyuntura— nos lleva a un debate hermoso, que tiene que ver con el lugar que ocupa el aparato fotográfico en la modernidad y efectivamente en las prácticas coloniales y extractivistas que el Norte ha desarrollado por lo menos desde el siglo 19. Y el rol que el aparato fotográfico ha jugado en esos distintos movimientos científicos de análisis del otro y de clasificación del primitivo, de exploración de territorios para explotar el caucho, el oro, en la selva aquí y allá. 

En términos de usos, el aparato fotográfico ha sido un aliado del pensamiento extractivista en general. En términos tecnocientíficos, si seguimos a teóricos como Ariella Azoulay y Vilém Flusser, el aparato fotográfico puede tener una programación, un software, una disposición incluso estructural ligada a una visión perspectivista monológica, que distingue a un sujeto de un objeto, que fija, que aplana, que extrae la vitalidad, el movimiento, la complejidad del sujeto, para poder precisamente, como digo yo, conocerlo, controlarlo y explotarlo. El aparato fotográfico ha estado, por ello, al servicio del positivismo científico, del colonialismo geopolítico y del capitalismo económico en el contexto de la emergencia de la sociedad biopolítica como la calificó Michel Foucault. Esto es indudable. Pero me parece que eso no significa que el aparato fotográfico esté inevitablemente condenado a obedecer los dictámenes e intereses de dichas prácticas. Yo concuerdo en este punto con lo que decía el mismo Flusser sobre la posibilidad de jugar contra las reglas del aparato e incurrir en usos diferentes que subviertan la forma en que el aparato fotográfico se ha usado para servir a esas prácticas extractivistas a lo largo de la historia. Y creo sin duda alguna que el trabajo de Roberto Huarcaya y el de otros como Luz María Bedoya logran precisamente eso.

Yendo un poco más lejos, creo que es importante señalar que el lugar del aparato fotográfico en la modernidad occidental también está vinculado con la manera cómo construimos historias. Lamentablemente, la imagen del fotógrafo ha sido siempre narrada en analogía con la del cazador: el hombre blanco que va a tierra exóticas con su rifle y captura presas. Eso lo sugiere Belaúnde en su texto: la cámara es un arma que roba imágenes. Esta metáfora es históricamente pertinente. Pero yo considero también que se puede reescribir la historia a partir de la cual se define la fotografía. A mí me gusta definirla desde la idea del tejido: el aparato fotográfico como un instrumento que nos relaciona con otros. No uso la cámara para ir a robarle al otro. Uso la cámara como un puente que me permite tejer un vínculo con el otro. Pero también tejer un vínculo entre el pasado y el presente, entre el aquí y el allá, entre lo propio y lo ajeno. Entonces creo que en términos retóricos lo que dice Belaúnde tiene sentido, si nos creemos la idea de la fotografía como una máquina que roba. Pero si redefinimos la fotografía como una máquina que nos permite tejer vínculos con los otros, con los “extranjeros”, entonces la historia cambia completamente, ¿no?